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– Se va usted a acordar de esto -escupió mi padre.

Los ojos de Fumero se posaron sobre él. Instintivamente, mi padre dio un paso atrás. Temí que la visita del inspector no hubiera hecho más que empezar, pero súbitamente Fumero sacudió la cabeza, riéndose por lo bajo, y abandonó el piso sin más ceremonia. Lerma le siguió. El tercer policía, mi perpetuo centinela, se detuvo un instante en el umbral. Me miró en silencio, como si quisiera decirme algo.

– ¡Palacios! -bramó Fumero, su voz desdibujada en el eco de la escalera.

Palacios bajó la mirada y desapareció por la puerta. Salí al rellano. Cuchillas de luz se perfilaban desde las puertas entreabiertas de varios vecinos, sus rostros atemorizados asomados en la penumbra. Las tres siluetas oscuras de los policías se perdían escaleras abajo y el repiqueteo furioso de sus pasos se batía en retirada como marea envenenada, dejando un rastro de miedo y negrura.

Rondaba la medianoche cuando escuchamos de nuevo golpes en la puerta, esta vez más débiles, casi temerosos. Mi padre, que me estaba limpiando la magulladura que me había dejado el revólver de Fumero con agua oxigenada, se detuvo en seco. Nuestras miradas se encontraron. Llegaron tres nuevos golpes.

Por un instante creí que se trataba de Fermín, que tal vez había presenciado todo el incidente escondido en un rincón oscuro de la escalera.

– ¿Quién va? -preguntó mi padre.

– Don Anacleto, señor Sempere.

Mi padre suspiró. Abrimos la puerta para encontrar al catedrático, más pálido que nunca.

– Don Anacleto, ¿qué pasa? ¿Está usted bien? -preguntó mi padre, haciéndole pasar.

El catedrático portaba un periódico plegado en las manos. Se limitó a tendérnoslo, con una mirada de horror. El papel aún estaba tibio y la tinta fresca.

– Es la edición de mañana -musitó don Anacleto-. Página seis.

Lo primero que advertí fueron las dos fotografías que sostenían el titular. La primera mostraba a un Fermín más relleno de carnes y pelo, quizá quince o veinte años más joven. La segunda revelaba el rostro de una mujer con los ojos sellados y la piel de mármol. Tardé unos segundos en reconocerla, porque me había acostumbrado a verla entre penumbras.

UN INDIGENTE ASESINA A UNA MUJER
A PLENA LUZ DEL DÍA

Barcelona/agencias (Redacción)

La policía busca al indigente que asesinó esta tarde a puñaladas a Nuria Monfort Masdedeu, de treinta y siete años de edad y vecina de Barcelona.

El crimen tuvo lugar a media tarde en la barriada de San Gervasio, donde la víctima fue asaltada sin razón aparente por el indigente, que al parecer, y según informes de la Jefatura Superior de Policía, la había estado siguiendo por motivos que aún no han sido esclarecidos.

Al parecer, el asesino, Antonio José Gutiérrez Alcayete, de cincuenta y un años de edad y natural de Villa Inmunda, provincia de Cáceres, es un conocido maleante con un largo historial de trastornos mentales fugado de la cárcel Modelo hace seis años y que ha conseguido eludir a las autoridades desde entonces asumiendo diferentes identidades. En el momento del crimen vestía una sotana. Está armado y la policía lo califica como altamente peligroso. Se desconoce todavía si la víctima y su asesino se conocían o cuál puede haber sido el móvil del crimen, aunque fuentes de la Jefatura Superior de Policía indican que todo parece apuntar hacia tal hipótesis. La víctima recibió seis heridas de arma blanca en el vientre, cuello y pecho. El asalto, que tuvo lugar en las inmediaciones de un colegio, fue presenciado por varios alumnos que alertaron al profesorado de la institución, quien a su vez llamó a la policía y a una ambulancia. Según el informe policial, las heridas recibidas por la víctima resultaron mortales. La víctima ingresó cadáver en el Hospital Clínico de Barcelona a las 18.15.

41

No tuvimos noticias de Fermín en todo el día. Mi padre insistió en abrir la librería como cualquier otro día y ofrecer una fachada de normalidad e inocencia. La policía había apostado un agente frente a la escalera y un segundo vigilaba la plaza de Santa Ana, cobijado en el portal de la iglesia como santo de última hora. Los veíamos tiritar de frío bajo la intensa lluvia que había llegado con el alba, el aliento de vapor cada vez más diáfano, las manos hundidas en los bolsillos de la gabardina. Más de un vecino pasaba de largo, mirando de soslayo a través del escaparate, pero ni un solo comprador se aventuró a entrar.

– Ya debe de haber corrido la voz -dije.

Mi padre se limitó a asentir. Había pasado la mañana sin dirigirme la palabra y expresándose con gestos. La página con la noticia del asesinato de Nuria Monfort yacía sobre el mostrador. Cada veinte minutos se acercaba y la releía con expresión impenetrable. Llevaba acumulando ira en su interior todo el día, hermético.

– Por mucho que leas la noticia una y otra vez no va a ser verdad -dije.

Mi padre alzó la vista y me miró con severidad.

– ¿Conocías tú a esta persona? ¿Nuria Monfort?

– Había hablado con ella un par de veces -dije.

El rostro de Nuria Monfort me robó el pensamiento. Mi falta de sinceridad tenía sabor a náusea. Me perseguía todavía su olor y el roce de sus labios, la imagen de aquel escritorio pulcramente ordenado y su mirada triste y sabia. «Un par de veces.»

– ¿Por qué tuviste que hablar con ella? ¿Qué tenía que ver contigo?

– Era una vieja amiga de Julián Carax. La fui a visitar para preguntarle qué recordaba de Carax. Eso es todo. Era la hija de Isaac, el guardián. Él me dio sus señas.

– ¿La conocía Fermín?

– No.

– ¿Cómo puedes estar seguro?

– ¿Cómo puedes tú dudar de él y dar crédito a esas patrañas? Lo único que Fermín sabía de esa mujer es lo que yo le conté.

– ¿Y por eso la estaba siguiendo?

– Sí.

– Porque tú se lo habías pedido.

Guardé silencio. Mi padre suspiró.

– No lo entiendes, papá.

– Desde luego que no. No te entiendo a ti, ni a Fermín, ni…

– Papá, por lo que sabemos de Fermín, lo que pone ahí es imposible.

– ¿Y qué sabemos de Fermín, eh? Para empezar resulta que no sabíamos ni su verdadero nombre.

– Te equivocas con él.

– No, Daniel. Eres tú el que se equivoca, y en muchas cosas. ¿Quién te manda a ti hurgar en la vida de la gente?

– Soy libre de hablar con quien quiera.

– Supongo que también te sientes libre de las consecuencias.

– ¿Insinúas que soy responsable de la muerte de esa mujer?

– Esa mujer, como tú la llamas, tenía nombre y apellidos, y la conocías.

– No hace falta que me lo recuerdes -repliqué con lágrimas en los ojos.

Mi padre me contempló con tristeza, negando.

– Dios santo, no quiero ni pensar cómo estará el pobre Isaac -murmuró mi padre para sí mismo.

– Yo no tengo la culpa de que esté muerta -dije con un hilo de voz, pensando que tal vez si lo repetía suficientes veces empezaría a creérmelo.

Mi padre se retiró a la trastienda, negando por lo bajo.

– Tú sabrás de lo que eres responsable o no, Daniel. A veces, ya no sé quién eres.

Cogí mi gabardina y escapé hacia la calle y la lluvia, donde nadie me conocía ni me podía leer el alma.

Me entregué a la lluvia helada sin rumbo fijo. Caminaba con la mirada caída, arrastrando la imagen de Nuria Monfort, sin vida, tendida en una fría losa de mármol, el cuerpo sembrado de puñaladas. A cada paso, la ciudad se desvanecía a mi alrededor. Al enfilar un cruce en la calle Fontanella no me detuve ni a mirar el semáforo. Cuando sentí el golpe de viento en la cara me volví hacia una pared de metal y luz que se abalanzaba sobre mí a toda velocidad. En el último instante, un transeúnte a mi espalda tiró de mí hacia atrás y me apartó de la trayectoria del autobús. Contemplé el fuselaje centelleando a apenas unos centímetros de mi rostro, una muerte segura desfilando a una décima de segundo. Cuando tuve conciencia de lo que había sucedido, el transeúnte que me había salvado la vida se alejaba por el paso de peatones, apenas una silueta en una gabardina gris. Me quedé allí clavado, sin aliento. En el espejismo de la lluvia pude advertir que mi salvador se había detenido al otro lado de la calle y me observaba bajo la lluvia. Era el tercer policía, Palacios. Una muralla de tráfico de deslizó entre nosotros, y cuando volví a mirar, el agente Palacios ya no estaba allí.

Me encaminé hacia casa de Bea, incapaz de esperar más. Necesitaba recordar lo poco de bueno que había en mí, lo que ella me había dado. Me lancé escaleras arriba a toda prisa y me detuve frente a la puerta de los Aguilar, casi sin aliento. Tomé el llamador y golpeé tres veces con fuerza. Mientras esperaba, me armé de valor y adquirí conciencia de mi aspecto: empapado hasta los huesos. Me retiré el pelo de la frente y me dije que ya estaba hecho. Si aparecía el señor Aguilar dispuesto a partirme las piernas y la cara, cuanto antes mejor. Llamé de nuevo y al poco escuché unos pasos acercándose a la puerta. La mirilla se entreabrió. Una mirada oscura y recelosa me observaba.

– ¿Quién va?

Reconocí la voz de Cecilia, una de las doncellas al servicio de la familia Aguilar.

– Soy Daniel Sempere, Cecilia.

La mirilla se cerró y en unos segundos se inició el concierto de cerrojos y pasadores que blindaban la entrada al piso. El portón se abrió lentamente y me recibió Cecilia, encofrada y con uniforme, portando un cirio en un portavelas. Por su expresión de alarma intuí que debía de ofrecerle un aspecto cadavérico.

– Buenas tardes, Cecilia. ¿Está Bea?

Me miró sin comprender. En el protocolo conocido de la casa, mi presencia, que en los últimos tiempos era un accidente inusual, se asociaba únicamente a Tomás, mi antiguo compañero de escuela.

– La señorita Beatriz no está…