– ¿Ha salido?
Cecilia, que apenas era un susto perpetuamente cosido a un delantal, asintió.
– ¿Sabes cuándo volverá?
La doncella se encogió de hombros.
– Marchó con los señores al médico hará unas dos horas.
– ¿Al médico? ¿Está enferma?
– No lo sé, señorito.
– ¿A qué doctor han ido?
– Yo eso no lo sé, señorito.
Decidí no martirizar más a la pobre doncella. La ausencia de los padres de Bea me abría otros caminos a explorar.
– ¿Y Tomás, está en casa?
– Sí, señorito. Pase, que le aviso.
Me adentré en el recibidor y esperé. En otros tiempos hubiera ido directamente a la habitación de mi amigo, pero hacía ya tanto que no acudía a aquella casa que me sentía de nuevo un extraño. Cecilia desapareció corredor abajo envuelta en el aura de luz, abandonándome a la oscuridad. Me pareció oír la voz de Tomás a lo lejos y luego unos pasos que se acercaban. Improvisé una excusa con la que justificar ante mi amigo mi repentina visita. La figura que apareció en el umbral del recibidor era de nuevo la de la doncella. Cecilia me dirigió una mirada compungida y se me deshizo la sonrisa de trapo.
– El señorito Tomás me dice que está muy ocupado y no puede verle ahora.
– ¿Le has dicho quién soy? Daniel Sempere.
– Sí, señorito. Me ha dicho que le diga a usted que se marche.
Me nació un frío en el estómago que me segó el aliento.
– Lo siento, señorito -dijo Cecilia.
Asentí, sin saber qué decir. La doncella abrió la puerta de la que, no hacía tanto, había considerado mi segunda casa.
– ¿Quiere el señorito un paraguas?
– No, gracias, Cecilia.
– Lo siento, señorito Daniel -reiteró la doncella.
Le sonreí sin fuerza.
– No te preocupes, Cecilia.
La puerta se cerró, sellándome en la sombra. Permanecí allí unos instantes y luego me arrastré escaleras abajo. La lluvia seguía arreciando, implacable. Me alejé calle abajo. Al doblar la esquina me detuve y me volví un instante. Alcé la mirada hacia el piso de los Aguilar. La silueta de mi viejo amigo Tomás se recortaba en la ventana de su habitación. Me contemplaba inmóvil. Le saludé con la mano. No me devolvió el gesto. A los pocos segundos se retiró hacia el interior. Esperé casi cinco minutos con la esperanza de verle reaparecer, pero fue en vano. La lluvia me arrancó las lágrimas y partí en su compañía.
42
De regreso a la librería crucé frente al cine Capitol, donde dos pintores entarimados en un andamio contemplaban desolados cómo el cartel que no había terminado de secar se les deshacía bajo el aguacero. La efigie estoica del centinela de turno apostado frente a la librería se discernía a lo lejos. Al aproximarme a la relojería de don Federico Flaviá advertí que el relojero había salido al umbral a contemplar el chaparrón. Todavía se leían en su rostro las cicatrices de su estancia en jefatura. Vestía un impecable traje de lana gris y sostenía un cigarrillo que no se había molestado en encender. Le saludé con la mano y me sonrió.
– ¿Qué tienes tú en contra del paraguas, Daniel?
– ¿Qué hay más bonito que la lluvia, don Federico?
– La neumonía. Anda, pasa, que ya tengo arreglado lo tuyo.
Le miré sin comprender. Don Federico me observaba fijamente, la sonrisa intacta. Me limité a asentir y le seguí hasta el interior de su bazar de maravillas. Tan pronto es tuvimos dentro me tendió una pequeña bolsa de papel de estraza.
– Sal ya, que ese fantoche que vigila la librería no nos quitaba el ojo de encima.
Atisbé en el interior de la bolsa. Contenía un librillo encuadernado en piel. Un misal. El misal que Fermín llevaba en las manos la última vez que le había visto. Don Federico, empujándome de vuelta a la calle, me selló los labios con un grave asentimiento. Una vez en la calle recobró el semblante risueño y alzó la voz.
– Y acuérdate de no forzar la manija al darle cuerda o volverá a saltar, ¿de acuerdo?
– Descuide, don Federico, y gracias.
Me alejé con un nudo en el estómago que se estrechaba a cada paso que me aproximaba al agente de paisano que vigilaba la librería. Al cruzar frente a él le saludé con la misma mano que sostenía la bolsa que me había dado don Federico. El agente la miraba con vago interés. Me colé en la librería. Mi padre seguía en pie tras el mostrador, como si no se hubiese movido desde mi partida. Me miró apesadumbrado.
– Oye, Daniel, sobre lo de antes…
– No te preocupes. Tenías razón.
– Estás tiritando…
Asentí vagamente y le vi partir en busca del termo. Aproveché la circunstancia para meterme en el pequeño lavabo de la trastienda para examinar el misal. La nota de Fermín se deslizó en el aire, revoloteando como una mariposa. La cacé al vuelo. El mensaje estaba escrito en una hoja casi transparente de papel de fumar en caligrafía diminuta que tuve que sostener al trasluz para poder descifrar.
Amigo Danieclass="underline"
No crea usted una palabra de lo que dicen los diarios sobre el asesinato de Nuria Monfort. Como siempre, es puro embuste. Yo estoy sano, salvo y oculto en lugar seguro. No intente encontrarme o enviarme mensajes. Destruya esta nota en cuanto la haya leído. No hace falta que se la trague, basta con que la queme o la haga añicos. Yo me pondré en contacto con usted merced a mi ingenio y a los buenos oficios de terceros en concordia. Le ruego que transmita la esencia de este mensaje, en clave y con toda discreción, a mi amada. Usted no haga nada. Su amigo, el tercer hombre,
Empezaba a releer la nota cuando alguien golpeó la puerta del retrete con los nudillos.
– ¿Se puede -preguntó una voz desconocida.
El corazón me dio un vuelco. Sin saber qué otra cosa hacer, hice un ovillo con la hoja de papel de fumar y me la tragué. Tiré de la cadena y aproveché el estruendo de tuberías y cisternas para engullir la pelotilla de papel. Sabía a cera y a caramelo Sugus. Al abrir la puerta me encontré con la sonrisa reptil del agente de policía que segundos antes había estado apostado frente a la librería.
– Usted disculpe. No sé si será el oír llover todo el día, pero es que me orinaba, por no decir otra cosa…
– Faltaría más -dije, cediéndole el paso-. Todo suyo.
– Agradecido.
El agente, que a la luz de la bombilla me pareció una pequeña comadreja, me miró de arriba abajo. Su mirada de alcantarilla se posó en el misal en mis manos.
– Yo es que sin leer algo, no hay manera -argumenté. -A mí me pasa lo mismo Y luego dicen que el español no lee. ¿Me lo presta?
– Ahí encima de la cisterna tiene el último Premio de la Crítica -atajé-Infalible.
Me alejé sin perder la compostura v me uní a mi padre que me estaba preparando una taza de café con leche.
– ¿Y ése? -pregunté.
– Me ha jurado que se cagaba. ¿Qué iba a hacer?
– Dejarlo en la calle y así entraba en calor
Mi padre frunció el ceño.
– Si no te importa, subo ya a casa.
– Claro que no. Y ponte ropa seca, que vas a pillar una pulmonía
El piso estaba frío v silencioso. Me dirigí a mi cuarto v atisbé por la ventana. El segundo centinela seguía allí abajo, a la puerta de la iglesia de Santa Ana. Me quité la ropa empapada y me enfundé un pijama grueso y una bata que había sido de mi abuelo. Me tendí en la cama sin molestarme en encender la luz y me abandoné a la penumbra y al sonido de la lluvia en los cristales. Cerré los ojos e intenté conciliar la imagen, el tacto y el olor de Bea. La noche anterior no había pegado ojo y pronto me venció la fatiga. En mis sueños, la silueta encapuchada de una parca de vapor cabalgaba sobre Barcelona, un atisbo espectral que se cernía sobre torres y tejados, sosteniendo en sus hilos negros cientos de pequeños ataúdes blancos que dejaban a su paso un rastro de flores negras en cuyos pétalos, escrito en sangre, se leía el nombre de Nuria Monfort.
Desperté al filo de un alba gris, de cristales empañados. Me vestí para el frío y me calcé unas botas de media caña. Salí al pasillo con sigilo y crucé el piso casi a tientas. Me deslicé por la puerta y salí a la calle. Los quioscos de las Ramblas ya mostraban sus luces a lo lejos. Me acerqué hasta el que navegaba frente a la bocana de la calle Tallers y compré la primera edición del día, que aún olía a tinta tibia. Corrí las páginas a toda prisa hasta encontrar la sección de necrológicas. El nombre de Nuria Monfort yacía caído bajo una cruz de imprenta y sentí que me temblaba la mirada. Me alejé con el periódico doblado bajo el brazo, en busca de la oscuridad. El entierro era aquella tarde, a las cuatro, en el cementerio de Montjuïc. Volví a casa dando un rodeo. Mi padre seguía durmiendo y regresé a mi cuarto. Me senté al escritorio y saqué mi pluma Meinsterstück de su estuche. Tomé un folio en blanco y deseé que la plumilla me guiase. En mis manos la pluma no tenía nada que decir. Conjuré en vano las palabras que quería ofrecer a Nuria Monfort pero fui incapaz de escribir o de sentir nada excepto aquel terror inexplicable de su ausencia, de saberla perdida, arrancada de cuajo. Supe que algún día volvería a mí, meses o años más tarde, que siempre llevaría su recuerdo en el roce de un extraño, de imágenes que no me pertenecían, sin saber si era digno de todo ello. Te vas en sombras, pensé. Como viviste.
43
Poco antes de las tres de la tarde abordé el autobús, en el paseo de Colón, que habría de llevarme hasta el cementerio de Montjuïc. A través del cristal se contemplaba el bosque de mástiles y banderines aleteando en la dársena del puerto. El autobús, que iba casi vacío, rodeó la montaña de Montjuïc y enfiló la ruta que ascendía hasta la entrada este del gran cementerio de la ciudad. Yo era el último pasajero.
– ¿A qué hora pasa el último autobús? -pregunté al conductor antes de apearme.