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Miquel apenas dormía, esperando tener noticias de su amigo. Un atardecer, Miquel regresó de su paseo de cada tarde con una botella de vino de Oporto, ni más ni menos. Se la habían regalado en el diario, dijo, porque el subdirector le había comunicado que ya no podrían publicar más su columna.

– No quieren líos, y les entiendo.

– ¿Y qué vas a hacer?

– Emborracharme, por de pronto.

Miquel apenas se bebió medio vaso, pero yo me ventilé casi la botella entera sin darme cuenta y con el estómago vacío. Era casi medianoche cuando me asaltó un sopor imposible y me desplomé sobre el sofá. Soñé que Miquel me besaba en la frente y me tapaba con una estola. Al despertar sentí terribles punzadas de dolor en la cabeza que reconocí como el preludio de una resaca feroz. Fui en busca de Miquel para maldecir la hora en la que se le había ocurrido emborracharme pero me di cuenta de que estaba sola en el piso. Me acerqué al escritorio y vi que había una nota sobre la máquina de escribir en la que me pedía que no me alarmase y que le esperase allí. Había ido en busca de Julián y pronto lo traería a casa. Acababa diciéndome que me quería. La nota se me cayó de las manos. Advertí entonces que, antes de salir, Miquel había retirado sus cosas del escritorio, como si no pensara volver a utilizarlo, y supe que no volvería a verle jamás.

8

Aquella tarde, el vendedor ambulante de flores había llamado a la redacción del Diario de Barcelona y dejado un recado para Miquel informándole de que había visto al hombre que le habíamos descrito merodeando cerca del caserón como un espectro. Pasaba la medianoche cuando Miquel llegó al número 32 de la avenida del Tibidabo, un valle lúgubre y desierto azotado por dardos de luna que se filtraban entre la arboleda. Aunque hacía diecisiete años que no le veía, Miquel reconoció en Julián aquel andar leve, casi felino. Su silueta se deslizaba entre la penumbra del jardín, junto a la fuente. Julián había saltado la tapia y acechaba la casa como un animal inquieto. Miquel hubiera podido llamarle desde allí, pero prefirió no alertar a posibles testigos. Tenía la impresión de que miradas furtivas espiaban la avenida desde las ventanas oscuras de las mansiones colindantes. Rodeó el muro de la propiedad hasta la parte que daba a las antiguas pistas de tenis y las cocheras. Pudo reconocer las muescas en la piedra que Julián había usado como peldaños y las losas sueltas sobre el muro. Se aupó casi sin resuello, sintiendo profundas punzadas en el pecho y latigazos de ceguera en la mirada. Se tendió sobre el muro, las manos temblando, y llamó a Julián en un susurro. La silueta que cercaba la fuente permaneció inmóvil, uniéndose a las demás estatuas. Miguel pudo ver el brillo de unos ojos, clavados en él. Se preguntó si Julián iba a reconocerle a él, tras diecisiete años y una enfermedad que se le había llevado hasta el aliento. La silueta se acercó lentamente, blandiendo un objeto en la mano derecha, brillante y alargado. Un cristal.

– Julián… -murmuró Miquel.

La figura se detuvo en seco. Miquel escuchó el cristal caer sobre la gravilla. El rostro de Julián emergió de la negrura. Una barba de dos semanas le cubría las facciones, más afiladas.

– ¿Miguel?

Incapaz de saltar al otro lado, o apenas de rehacer su camino hasta la calle, Miquel tendió su mano. Julián se aupó en el muro y, asiendo el puño de su amigo con fuerza, le posó la palma de la mano sobre el rostro. Se miraron en silencio un largo rato, intuyendo las heridas que la vida le había tallado al otro.

– Tenemos que irnos de aquí, Julián. Fumero te busca. Lo de Aldaya fue una trampa.

– Lo sé -murmuró Carax, sin tono ni inflexión.

– La casa está cerrada. Hace años que nadie vive ya aquí -añadió Miguel-. Ven, ayúdame a bajar y vayámonos de aquí.

Carax trepó de nuevo el muro. Al aferrar a Miquel con ambas manos, sintió cómo el cuerpo de su amigo se había consumido bajo las ropas demasiado holgadas. Apenas se presentía carne o músculo. Una vez al otro lado, Carax asió a Miquel por debajo de los hombros y, casi cargando con todo su peso, se alejaron en la oscuridad por la calle Román Macaya.

– ¿Qué tienes? -murmuró Carax.

– No es nada. Unas fiebres. Ya me estoy recuperando. Miquel desprendía ya el olor de la enfermedad y Julián no preguntó más. Descendieron por León XIII hasta el paseo de San Gervasio, donde se vislumbraban las luces de un café. Se refugiaron en una mesa al fondo, lejos de la entrada y los ventanales. Un par de parroquianos velaban la barra a dúo con un cigarrillo y el rumor de la radio. El camarero, un hombre con la piel de color de cera y los ojos crucificados en el suelo, les tomó el pedido. Brandy tibio, café y lo que quedase de comer.

Miquel no probó bocado. Carax, aparentemente voraz, comió por ambos. Los dos amigos se miraban en la luz pegajosa del café, arrebatados en el hechizo del tiempo. La última vez que se habían visto cara a cara tenían la mitad de años. Se habían separado como muchachos y ahora la vida les devolvía al uno un fugitivo, al otro un moribundo. Ambos se preguntaban si habían sido las cartas que les había servido la vida, o si había sido el modo en que las habían jugado.

– Nunca te he dado las gracias por todo lo que has hecho por mí estos años, Miquel.

– No empieces ahora. Hice lo que debía y quería. No hay nada que agradecer.

– ¿Cómo está Nuria?

– Como la dejaste.

Carax bajó la mirada.

– Nos casamos hace meses. No sé si ella te escribió para contártelo.

Los labios de Carax se congelaron y negó lentamente.

– No tienes derecho a reprocharle nada, Julián.

– Lo sé. No tengo derecho a nada.

– ¿Por qué no acudiste a nosotros, Julián?

– No quería comprometeros.

– Eso ya no está en tus manos. ¿Dónde has estado estos días? Creímos que se te había tragado la tierra.

– Casi. He estado en casa. En casa de mi padre.

Miquel le miró con asombro. Julián procedió a relatarle cómo, al llegar a Barcelona, sin saber adónde acudir, se había dirigido a la casa donde se había criado, temiendo que ya no hubiese nadie allí. La sombrerería seguía en pie, abierta, y un hombre envejecido, sin pelo ni fuego en la mirada, languidecía tras el mostrador. No había querido entrar, ni hacerle saber que había regresado, pero Antoni Fortuny había alzado la mirada hacia el extraño que se alzaba al otro lado del escaparate. Sus ojos se habían encontrado y Julián, aunque había querido echar a correr, se quedó paralizado. Vio formarse lágrimas en el rostro del sombrerero, que se arrastró hacia la puerta y salió a la calle mudo. Sin mediar palabra, guió a su hijo al interior de la tienda, bajó las rejas y una vez el mundo exterior estuvo sellado, lo abrazó, temblando y aullando lágrimas.

Más tarde, el sombrerero le explicó que la policía había ido preguntando por él hacía dos días. Un tal Fumero, un hombre de mala fama que se decía que un mes antes había estado a sueldo de los matarifes del general Goded y que ahora se las daba de amigo de los anarquistas, le había dicho que Carax estaba de camino a Barcelona, que había asesinado a Jorge Aldaya a sangre fría en París y que se le buscaba por otros tantos delitos, cuya enumeración el sombrerero no se molestó en escuchar. Fumero confiaba en que, si se daba la remota e improbable casualidad de que el hijo pródigo apareciese por allí, el sombrerero tendría a bien cumplir con su deber de ciudadano y dar parte. Fortuny le dijo que por supuesto podían contar con él. Le molestó que una víbora como Fumero diese por descontada su vileza, pero tan pronto el siniestro cortejo de la policía abandonó la tienda, el sombrerero partió rumbo a la capilla de la catedral donde había conocido a Sophie para rogarle al santo que condujese los pasos de su hijo de vuelta a casa antes de que fuese demasiado tarde. Cuando Julián acudió a su padre, el sombrerero le advirtió del peligro que se cernía sobre él.

– Lo que sea que te haya traído a Barcelona, hijo mío, déjame que yo lo haga por ti mientras tú te escondes en casa. Tu habitación sigue como la dejaste y es tuya por todo el tiempo que la necesites.

Julián le confesó que había regresado a buscar a Penélope Aldaya. El sombrerero le juró que él la encontraría y que, una vez reunidos, les ayudaría a huir juntos a un lugar seguro, lejos de Fumero, del pasado, lejos de todo.

Durante días Julián se mantuvo oculto en el piso de la ronda de San Antonio mientras el sombrerero recorría la ciudad en busca del rastro de Penélope. Pasaba los días en su antigua habitación, que fiel a la promesa de su padre, seguía igual, aunque ahora todo parecía más pequeño, como si las casas y los objetos, o quizá sólo fuera la vida, encogiesen con el tiempo. Muchos de sus viejos cuadernos seguían allí, lápices que recordaba haber afilado la semana que marchó a París, libros esperando ser leídos, ropa limpia de muchacho en los armarios. El sombrerero le contó que Sophie le había dejado al poco de huir él, y aunque durante años no supo de ella, finalmente le escribió desde Bogotá, donde llevaba un tiempo viviendo con otro hombre. Se escribían con regularidad, «siempre hablando de ti», según confesó el sombrerero, «porque es lo único que nos une». Al pronunciar estas palabras, a Julián le parecía que el sombrerero había esperado a enamorarse de su mujer hasta después de haberla perdido.

– Sólo se quiere de verdad una vez en la vida, Julián, aunque uno no se dé cuenta.

El sombrerero, que parecía atrapado en una carrera con el tiempo para deshacer toda una vida de infortunios, no tenía duda de que Penélope era aquel amor de una sola estación en la vida de su hijo y creía, sin darse cuenta, que si le ayudaba a recuperarla, quizá él también recuperase algo de lo que había perdido, aquel vacío que le pesaba en la piel y los huesos con la rabia de una maldición.