Pese a todo su empeño, y para su desesperación, el sombrerero pronto fue averiguando que no había rastro de Penélope Aldaya, ni de la familia, en toda Barcelona. Hombre de origen humilde, que había tenido que trabajar toda la vida para mantenerse a flote, el sombrerero siempre había concedido al dinero y a la casta la duda de la inmortalidad. Quince años de ruina y miseria habían bastado para borrar de la faz de la tierra los palacios, las industrias y las huellas de una estirpe. A la mención del apellido Aldaya, muchos reconocían la música de la palabra, pero casi ninguno recordaba su significado. El día que Miquel Moliner y Nuria Monfort acudieron a la sombrerería preguntando por Julián, el sombrerero tuvo la certeza de que no eran sino esbirros de Fumero. Nadie le iba a arrebatar a su hijo de nuevo. Esta vez podría bajar Dios todopoderoso desde los cielos, el mismo Dios que llevaba toda una vida ignorando sus plegarias, y él mismo, gustoso, le arrancaría los ojos si osaba alejar a Julián una vez más del naufragio de su vida.
El sombrerero era el hombre que el florista ambulante recordaba haber visto días atrás, merodeando por el caserón de la avenida del Tibidabo. Lo que el florista interpretó como mala leche no era sino la firmeza de espíritu que sólo asiste a quienes, mejor tarde que nunca, han encontrado un propósito a sus vidas y lo persiguen con la ferocidad que da el tiempo derramado en vano. Lamentablemente, no quiso el señor escuchar esta última vez los ruegos del sombrerero, y pasado ya el umbral de la desesperación, fue incapaz de encontrar aquello que buscaba, la salvación de su hijo, de sí mismo, en el rastro de una muchacha a la que nadie recordaba y de la que nadie sabía nada. ¿Cuántas almas perdidas necesitas, Señor, para saciar tu apetito?, preguntaba el sombrerero. Dios, en su infinito silencio, le miraba sin pestañear.
– No la encuentro, Julián… Te juro que…
– No se preocupe, padre. Esto es algo que debo hacer yo. Usted ya me ha ayudado todo lo que podía.
Aquella noche, Julián había salido por fin a la calle dispuesto a recobrar el rastro de Penélope.
Miquel escuchaba el relato de su amigo, dudando si se trataba de un milagro o una maldición. No se le ocurrió pensar en el camarero, que se dirigía al teléfono y murmuraba de espaldas a ellos, ni que luego vigilaba la puerta de reojo, limpiando con demasiado celo los vasos en un establecimiento donde la mugre se enseñoreaba con saña, mientras Julián le refería lo sucedido a su llegada a Barcelona. No se le ocurrió que Fumero habría estado ya en aquel café, en decenas de cafés como aquél, a tiro de piedra del palacete Aldaya, y que tan pronto Carax pusiera el pie en uno de ellos, la llamada era cuestión de segundos. Cuando el coche de la policía se detuvo frente al café y el camarero se retiró a la cocina, Miquel sintió la calma fría y serena de la fatalidad. Carax le leyó la mirada y ambos se volvieron a un tiempo. Las trazas espectrales de tres gabardinas grises aleteando tras las ventanas. Tres rostros escupiendo vapor en el cristal. Ninguno de ellos era Fumero. Los carroñeros le precedían.
– Vayámonos de aquí, Julián…
– No hay adónde ir -dijo Carax, con una serenidad que llevó a su amigo a observarle con detenimiento.
Advirtió entonces el revólver en la mano de Julián, y la fría disposición en su mirada. La campanilla de la puerta arañó el murmullo de la radio. Miquel arrebató la pistola de las manos de Carax y le miró fijamente.
– Dame tu documentación, Julián.
Los tres policías fingieron sentarse a la barra. Uno de ellos les miraba de reojo. Los otros dos se palpaban el interior de la gabardina.
– La documentación, Julián. Ahora.
Carax negó en silencio.
– Me quedan uno, dos meses, con suerte. Uno de los dos tiene que salir de aquí, Julián. Tú tienes más puntos que yo. No sé si encontrarás a Penélope. Pero Nuria te espera.
– Nuria es tu mujer.
– Acuérdate del trato que hicimos. Cuando yo muera, todo lo que es mío será tuyo…
– …menos los sueños.
Se sonrieron por última vez. Julián le tendió su pasaporte. Miquel lo colocó junto con el ejemplar de La Sombra del Viento que llevaba en el abrigo desde el día que lo había recibido.
– Hasta pronto -murmuró Julián.
– No hay prisa. Yo esperaré.
Justo cuando los tres policías se volvían hacia ellos, Miquel se levantó de la mesa y se dirigió hacia ellos. Al principio sólo vieron a un moribundo pálido y tembloroso que les sonreía mientras la sangre asomaba por las comisuras de labios magros, sin vida. Cuando advirtieron el revólver en su mano derecha, Miquel ya estaba apenas a tres metros de ellos. Uno de ellos quiso gritar, pero el primer disparo le voló la mandíbula inferior. El cuerpo cayó inerte, de rodillas, a los pies de Miquel. Los otros dos agentes ya habían desenfundado sus armas. El segundo disparo atravesó el estómago del que parecía más viejo. La bala le partió la columna vertebral en dos y escupió un puño de vísceras contra la barra. Miquel nunca tuvo tiempo de hacer un tercer disparo. El policía restante ya le había encañonado. Sintió el arma en las costillas, sobre el corazón, y su mirada acerada, encendida de pánico.
– Quieto, hijo de puta, o te juro que te abro en dos.
Miquel sonrió y alzó lentamente el revólver hacia el rostro del policía. No debía de tener más de veinticinco años y le temblaban los labios.
– Le dices a Fumero, de parte de Carax, que me acuerdo de su disfraz de marinerito.
No sintió dolor, ni fuego. El impacto, como un martillazo sordo que se llevó el sonido y el color de las cosas, le lanzó contra la cristalera. Al atravesarla y advertir que un frío intenso le trepaba por la garganta y la luz se alejaba como polvo en el viento, Miquel Moliner volvió la mirada por última vez y vio a su amigo Julián correr calle abajo. Tenía treinta y seis años, más de los que había esperado vivir. Antes de desplomarse sobre la acera sembrada de cristal ensangrentado, ya estaba muerto.
9
Aquella noche, mientras Julián se perdía en la noche, un furgón sin identificación acudió a la llamada del hombre que había matado a Miquel. Nunca supe su nombre, ni creo que él supiese a quién había asesinado. Como todas las guerras, personales o a gran escala, aquél era un juego de marionetas. Dos hombres cargaron los cuerpos de los agentes muertos y se encargaron de sugerirle al encargado del bar que se olvidase de lo que había sucedido o tendría serios problemas. Nunca subestimes el talento para olvidar que despiertan las guerras, Daniel. El cadáver de Miquel fue abandonado en un callejón del Raval doce horas más tarde para que su muerte no pudiese ser relacionada con la de los dos agentes. Cuando el cuerpo llegó finalmente a la morgue, llevaba dos días muerto. Miquel había dejado toda su documentación en casa antes de salir. Cuanto los funcionarios del depósito encontraron fue un pasaporte a nombre de Julián Carax, desfigurado, y un ejemplar de La Sombra del Viento. La policía concluyó que el difunto era Carax. El pasaporte todavía mencionaba como domicilio el piso de los Fortuny en la ronda de San Antonio.
Para entonces, la noticia ya había llegado a oídos de Fumero, que se acercó al depósito para despedirse de Julián. Se encontró allí con el sombrerero, a quien la policía había ido a buscar para proceder a la identificación del cuerpo. El señor Fortuny, que llevaba dos días sin ver a Julián, temía lo peor. Al reconocer el cuerpo que apenas una semana antes había llamado a su puerta preguntando por Julián (y a quien había tomado por un esbirro de Fumero), prorrumpió en alaridos y se marchó. La policía asumió que aquella reacción era una admisión de reconocimiento. Fumero, que había presenciado la escena, se acercó al cuerpo y lo examinó en silencio. Hacía diecisiete años que no veía a Julián Carax. Cuando reconoció a Miquel Moliner, se limitó a sonreír y firmó el informe forense confirmando que aquel cuerpo pertenecía a Julián Carax, y ordenando su traslado inmediato a una fosa común en Montjuïc.
Durante mucho tiempo me pregunté por qué Fumero habría de hacer algo así. Pero aquello no era más que la lógica de Fumero. Al morir con la identidad de Julián, Miquel le había proporcionado involuntariamente la coartada perfecta. Desde aquel instante, Julián Carax no existía. No habría vínculo legal alguno que permitiese relacionar a Fumero con el hombre al que, tarde o temprano, esperaba encontrar y asesinar. Eran días de guerra y muy pocos pedirían explicaciones por la muerte de alguien que ni siquiera tenía nombre. Julián había perdido la identidad. Era una sombra. Pasé dos días esperando a Miquel o a Julián en casa, creyendo que me volvía loca. Al tercer día, lunes, volví a trabajar a la editorial. El señor Cabestany había ingresado en el hospital hacía unas semanas, y ya no volvería a su despacho. Su hijo mayor, Álvaro, se había hecho cargo del negocio. No le dije nada a nadie. No tenía a quién.
Aquella misma mañana recibí en la editorial la llamada de un funcionario de la morgue, Manuel Gutiérrez Fonseca. El señor Gutiérrez Fonseca me explicó que el cuerpo de un tal Julián Carax había llegado al depósito y que, al cotejar el pasaporte del difunto y el nombre del autor del libro que llevaba cuando ingresó en la morgue, y sospechando si no una clara irregularidad sí un cierto relajamiento en el reglamento por parte de la policía, había sentido el deber moral de llamar a la editorial para dar parte de lo sucedido. Al escucharle, creí morir. Lo primero que pensé fue que se trataba de una trampa de Fumero. El señor Gutiérrez Fonseca se expresaba con la pulcritud del funcionario concienzudo, aunque algo más goteaba en su voz, algo que ni él mismo hubiera podido explicar. Yo había cogido la llamada en el despacho del señor Cabestany. Gracias a Dios, Álvaro había salido a almorzar y estaba sola, de lo contrario me hubiera sido difícil explicar las lágrimas y el temblor en las manos mientras sostenía el teléfono. Gutiérrez Fonseca me dijo que había creído oportuno informar de lo sucedido.