Выбрать главу

Cuando leas estas palabras, esta cárcel de recuerdos, significará que ya no podré despedirme de ti como hubiera querido, que no podré pedirte que nos perdones, sobre todo a Julián, y que cuides de él cuando yo no esté ahí para hacerlo. Sé que no puedo pedirte nada, salvo que te salves. Quizá tantas páginas me han llegado a convencer de que pase lo que pase, siempre tendré en ti a un amigo, que tú eres mi única y verdadera esperanza. De todas las cosas que escribió Julián, la que siempre he sentido más cercana es que mientras se nos recuerda, seguimos vivos. Como tantas veces me ocurrió con Julián, años antes de encontrarme con él, siento que te conozco y que si puedo confiar en alguien, es en ti. Recuérdame, Daniel, aunque sea en un rincón y a escondidas. No me dejes ir.

Nuria Monfort

LA SOMBRA DEL VIENTO 1955

1

Amanecía ya cuando acabé de leer el manuscrito de Nuria Monfort. Aquélla era mi historia. Nuestra historia. En los pasos perdidos de Carax reconocía ahora los míos, irrecuperables ya. Me levanté, devorado por la ansiedad, y empecé a recorrer la habitación como un animal enjaulado. Todos mis reparos, mis recelos y temores se deshacían ahora en cenizas, insignificantes. Me vencía la fatiga, el remordimiento y el miedo, pero me sentí incapaz de quedarme allí, escondiéndome del rastro de mis acciones. Me enfundé el abrigo, metí el manuscrito doblado en el bolsillo interior y corrí escaleras abajo. Había empezado a nevar cuando salí del portal y el cielo se deshacía en lágrimas perezosas de luz que se posaban en el aliento y desaparecían. Corrí hacia la plaza Cataluña, desierta. En el centro de la plaza, solo, se alzaba la silueta de un anciano, o quizá fuera un ángel desertor, tocado de cabellera blanca y enfundado en un formidable abrigo gris. Rey del alba, alzaba la mirada al cielo e intentaba en vano atrapar copos de nieve con los guantes, riéndose. Al cruzar a su lado me miró y sonrió con gravedad, como si pudiera leerme el alma de un vistazo. Tenía los ojos dorados, como monedas embrujadas en el fondo de un estanque.

– Buena suerte -me pareció oírle decir.

Traté de aferrarme a aquella bendición y apreté el paso, rogando que no fuese demasiado tarde y que Bea, la Bea de mi historia, todavía me estuviese esperando.

Me ardía la garganta de frío cuando llegué al edificio donde vivían los Aguilar, jadeando tras la carrera. La nieve estaba empezando a cuajar. Tuve la fortuna de encontrar a don Saturno Molleda, portero del edificio y (según me había contado Bea) poeta surrealista a escondidas, apostado en el portal. Don Saturno había salido a contemplar el espectáculo de la nieve escoba en mano, embutido en no menos de tres bufandas y botas de asalto.

– Es la caspa de Dios -dijo, maravillado, estrenando de versos inéditos la nevada.

– Voy a casa de los señores Aguilar – anuncié.

– Sabido es que a quien madruga Dios le ayuda, pero lo suyo es como pedirle una beca, joven.

– Se trata de una emergencia. Me esperan.

– Ego te absolvo -recitó, concediéndome una bendición.

Corrí escaleras arriba. Mientras ascendía, contemplaba mis posibilidades con cierta reserva. Con buena fortuna, me abriría una de las criadas, cuyo bloqueo me disponía a franquear sin contemplaciones. Con peor fortuna, quizá fuera el padre de Bea quien me abriese la puerta dadas las horas. Quise creer que en la intimidad de su hogar no iría armado, al menos no antes del desayuno. Antes de llamar, me detuve unos instantes a recuperar el aliento y a intentar conjurar unas palabras que no llegaron. Poco importaba ya. Golpeé el picaporte con fuerza tres veces. Quince segundos después repetí la operación, y así sucesivamente, ignorando el sudor frío que me cubría la frente y los latidos de mi corazón. Cuando la puerta se abrió, todavía sostenía el picaporte en las manos.

– ¿Qué quieres?

Los ojos de mi viejo amigo Tomás me taladraron, sin sobresalto. Fríos y supurantes de ira.

– Vengo a ver a Bea. Puedes partirme la cara si te apetece, pero no me voy sin hablar con ella.

Tomás me observaba sin pestañear. Me pregunté si me iba a quebrar en dos allí mismo, sin contemplaciones. Tragué saliva.

– Mi hermana no está.

– Tomás…

– Bea se ha marchado.

Había abandono y dolor en su voz que apenas conseguía disfrazar de rabia.

– ¿Se ha marchado? ¿Adónde?

– Esperaba que tú lo supieses.

– ¿Yo?

Ignorando los puños cerrados y el semblante amenazador de Tomás, me colé en el interior del piso.

– ¿Bea? -grité-. Bea, soy Daniel…

Me detuve a medio corredor. El piso escupía el eco de mi voz con ese desprecio de los espacios vacíos. Ni el señor Aguilar ni su esposa ni el servicio aparecieron en respuesta a mis alaridos.

– No hay nadie. Ya te lo he dicho -dijo Tomás a mi espalda-. Ahora lárgate y no vuelvas. Mi padre ha jurado matarte y yo no voy a ser el que se lo impida.

– Por el amor de Dios, Tomás. Dime dónde está tu hermana.

Me contemplaba como quien no sabe bien si escupir o pasar de largo.

– Bea se ha marchado de casa, Daniel. Mis padres llevan dos días buscándola como locos por todas partes y la policía también.

– Pero…

– La otra noche, cuando volvió de verte, mi padre la estaba esperando. Le partió los labios a bofetadas, pero no te preocupes, que se negó a dar tu nombre. No te la mereces.

– Tomás…

– Cállate. Al día siguiente, mis padres la llevaron al médico.

– ¿Por qué? ¿Está Bea enferma?

– Enferma de ti, imbécil. Mi hermana está embarazada. No me digas que no lo sabías.

Sentí que me temblaban los labios. Un frío intenso se extendía por mi cuerpo, la voz robada, la mirada atrapada. Me arrastré hacia la salida, pero Tomás me agarró del brazo y me lanzó contra la pared.

– ¿Qué le has hecho? -Tomás, yo…

Se le derribaron los párpados de impaciencia. El primer golpe me arrancó la respiración. Resbalé hacia el suelo con la espalda apoyada contra la pared, las rodillas flaqueando. Una presa terrible me aferró la garganta y me sostuvo en pie, clavado contra la pared.

– ¿Qué le has hecho, hijo de puta?

Traté de zafarme de la presa, pero Tomás me derribó de un puñetazo en la cara. Caí en una oscuridad interminable, la cabeza envuelta en llamaradas de dolor. Me desplomé sobre las baldosas del corredor. Traté de arrastrarme, pero Tomás me aferró del cuello del abrigo y me arrastró sin contemplaciones hasta el rellano. Me arrojó a la escalera como un despojo.

– Si le ha pasado algo a Bea, te juro que te mataré -dijo desde el umbral de la puerta.

Me alcé de rodillas, implorando un segundo, una oportunidad de recuperar la voz. La puerta se cerró abandonándome en la oscuridad. Me asaltó una punzada en el oído izquierdo y me llevé la mano a la cabeza, retorciéndome de dolor. Palpé sangre tibia. Me incorporé como pude. Los músculos del vientre que habían encajado el primer golpe de Tomás ardían en una agonía que sólo ahora empezaba. Me deslicé escaleras abajo, donde don Saturno, al verme, sacudió la cabeza.

– Hala, pase dentro un momento y compóngase…

Negué, sosteniéndome el estómago con las manos. El lado izquierdo de la cabeza me palpitaba, como si los huesos quisieran desprenderse de la carne.

– Está usted sangrando -dijo don Saturno, inquieto.

– No es la primera vez.

– Pues vaya jugando y no tendrá oportunidad de sangrar mucho más. Anda, entre y llamo a un médico, hágame el favor.

Conseguí ganar el portal y librarme de la buena voluntad del portero. Nevaba ahora con fuerza, velando las aceras con velos de bruma blanca. El viento helado se abría camino entre mi ropa, lamiendo la herida que me sangraba en la cara. No sé si lloré de dolor, de rabia o de miedo. La nieve, indiferente, se llevó mi llanto cobarde y me alejé lentamente en el alba de polvo, una sombra más abriendo surcos en la caspa de Dios.

2

Cuando me acercaba al cruce de la calle Balmes advertí que un coche me estaba siguiendo, bordeando la acera. El dolor de la cabeza había dejado paso a una sensación de vértigo que me hacía tambalearme y caminar apoyándome en las paredes. El coche se detuvo y dos hombres descendieron de él. Un silbido estridente me había inundado los oídos y no pude escuchar el motor, o las llamadas de aquellas dos siluetas de negro que me asían cada una de un lado y me arrastraban con urgencia hacia el coche. Caí en el asiento de atrás, embriagado de náusea. La luz iba y venía, como una marea de claridad cegadora. Sentí que el coche se movía. Unas manos me palpaban el rostro, la cabeza y las costillas. Al dar con el manuscrito de Nuria Monfort oculto en el interior de mi abrigo, una de las figuras me lo arrebató. Quise detenerle con brazos de gelatina. La otra silueta se inclinó sobre mí. Supe que me estaba hablando al sentir su aliento en la cara. Esperé ver el rostro de Fumero iluminarse y sentir el filo de su cuchillo en la garganta. Una mirada se posó sobre la mía y, mientras el velo de la conciencia se desprendía, reconocí la sonrisa desdentada y rendida de Fermín Romero de Torres.

Desperté empapado en un sudor que me escocía en la piel. Dos manos me sostenían con firmeza por los hombros, acomodándome sobre un catre que creí rodeado de cirios, como en un velatorio. El rostro de Fermín asomó a mi derecha. Sonreía, pero incluso en pleno delirio pude advertir su inquietud. A su lado, de pie, distinguí a don Federico Flaviá, el relojero.

– Parece que ya vuelve en sí, Fermín -dijo don Federico-. ¿Le parece si le preparo algo de caldo para que reviva?

– Daño no hará. Ya en el empeño podría usted prepararme un bocadillito de lo que encuentre, que con estos nervios me ha entrado una gazuza de padre y muy señor mío.