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– No es una mala persona, Daniel -dijo-. Cada cual quiere a su manera.

El doctor Mendoza, que dudaba de mi capacidad para sostenerme en pie durante mas de media hora, me había advertido que el ajetreo de una boda y sus preparativos no eran la mejor medicina para sanar a un hombre que había estado a punto de dejarse el corazón en el quirófano.

– No se preocupe -le tranquilicé-. No me dejan hacer nada.

No mentía. Fermín Romero de Torres se había erigido en dictador absoluto y factótum de la ceremonia, banquete y miscelánea varia. El párroco de la iglesia, al enterarse de que la novia llegaba preñada al altar, se había negado en redondo a celebrar el matrimonio y amenazó con conjurar a los hados de la Santa Inquisición para que impidiesen el evento. Fermín montó en cólera y lo sacó a rastras de la iglesia, gritando a los cuatro vientos que era indigno del hábito, de la parroquia, y jurándole que como se le ocurriese levantar una pestaña le iba a montar un escándalo en el obispado del que lo menos resultaría desterrado al peñón de Gibraltar a evangelizar a las monas por mezquino y miserable. Varios transeúntes aplaudieron, y el florista de la plaza le regaló a Fermín un clavel blanco que procedió a lucir en la solapa hasta que los pétalos le quedaron del color del cuello de la camisa. Compuestos y sin cura, Fermín acudió al colegio de San Gabriel y procedió a reclutar los servicios del padre Fernando Ramos, que no había celebrado una boda en la vida y cuya especialidad era el latín, la trigonometría y la gimnasia sueca, por este orden.

– Eminencia, que el novio está muy débil y ahora yo no puedo darle otro disgusto. El ve en usted una reencarnación de los grandes padres de la madre Iglesia, ahí en lo alto con santo Tomás, san Agustín y la virgen de Fátima. Ahí donde usted le ve, el muchacho es como yo, devotísimo. Un místico. Si ahora le digo que me falla usted, lo mismo tenemos que celebrar un funeral en vez de una boda.

– Si me lo pone usted así.

Según me contaron después -porque yo no lo recuerdo y las bodas siempre se empeñan en recordarlas mejor los demás-, antes de la ceremonia, la Bernarda y don Gustavo Barceló (siguiendo instrucciones detalladas de Fermín) embozaron de moscatel al pobre sacerdote para soltarle las tablas. A la hora de oficiar el padre Fernando, tocado de una sonrisa bendita y un tono sonrosado muy favorecedor, optó, en un vuelo de licencia protocolaria, por sustituir la lectura de no sé qué Carta a los Corintios por un soneto de amor, obra de un tal Pablo Neruda, al que algunos de los invitados del señor Aguilar identificaron como comunista y bolchevique irredento mientras otros buscaban en el misal aquellos versos de rara belleza pagana, preguntándose si ya se empezaban a ver los primeros efectos del concilio en ciernes.

La noche antes de la boda, Fermín, arquitecto del evento y maestro de ceremonias, me anunció que me había organizado una despedida de soltero a la que sólo estábamos invitados él y yo.

– No sé, Fermín. A mí estas cosas…

– Confíe en mí.

Llegada la noche de autos seguí dócilmente a Fermín hasta un tugurio infecto sito en la calle Escudillers donde los hedores a humanidad convivían con la fritanga más abyecta del litoral mediterráneo. Un plantel de damas con la virtud en alquiler y mucho kilometraje encima nos recibió con sonrisas que hubieran hecho las delicias de una facultad de ortodoncia.

– Venimos a por la Rociíto -anunció Fermín a un macarrón cuyas patillas guardaban una sorprendente resemblanza con el cabo de Finisterre.

– Fermín -musité, aterrado-. Por el amor de Dios…

– Tenga fe.

La Rociíto acudió presta en toda su gloria, que calculé colindante en los noventa kilogramos sin contar el chal de lagarterana y el vestido de viscosa colorado, y me hizo un inventario a conciencia.

– Hola, corasón. Yo te hasía más viejo, fíhate tú.

– Éste no es el interfecto -aclaró Fermín.

Comprendí entonces la naturaleza del embrollo y mis temores se desvanecieron. Fermín nunca olvidaba una promesa, especialmente si era yo el que la había hecho. Partimos los tres en busca de un taxi que nos condujese al asilo de Santa Lucía. Durante el trayecto Fermín, que en deferencia a mi estado de salud y a mi condición de prometido me había cedido el asiento delantero, compartía el trasero con la Rociíto, sopesando sus evidencias con notable deleite.

– Qué buenorra que estás, Rociíto. Este culo serrano tuyo es el apocalipsis según Botticelli.

– Ay, señor Fermín, que desde que se ha echao novia me tie orvidá y desatendía, tunante.

– Rociíto, que tú eres mucha mujer y yo estoy con la monogamia.

– Quia, eso se lo cura la Rociíto con unas buenas friegas de penisilina.

Llegamos a la calle Moncada pasada la medianoche, escoltando el cuerpo celestial de la Rociíto. La colamos en el asilo de Santa Lucía por la puerta trasera que se empleaba para sacar a los finados por un callejón que lucía y olía como el esófago de los infiernos. Una vez en la tiniebla del Tenebrarium Fermín procedió a dar las últimas instrucciones a la Rociíto mientras yo localizaba al abuelillo a quien había prometido un último baile con Eros antes de que Tánatos le pasara el finiquito.

– Recuerda, Rociíto, que el abuelo está un poco trompetilla así que háblale alto, claro y guarro, con picardía, como tú sabes, pero sin pasarte, que tampoco es cuestión de facturarle al reino de los cielos antes de hora de un paro cardíaco.

– Tranquilo, mi sielo, que una e una profesioná.

Encontré al beneficiario de aquellos amores de prestado en un rincón del primer piso, un sabio ermitaño parapetado tras muros de soledad. Alzó la vista y me contempló, desconcertado.

– ¿Estoy muerto?

– No. Está usted vivo. ¿No me recuerda?

– A usted le recuerdo como a mis primeros zapatos, joven, pero al verle así, cadavérico, he creído que era una visión del más allá. No me lo tenga en cuenta. Aquí uno pierde eso que ustedes, los exteriores, llaman el discernimiento. Así, ¿no es usted una visión?

– No. La visión se la tengo yo esperando abajo, si tiene la bondad.

Conduje al abuelo hasta una celda lúgubre que Fermín y la Rociíto habían ataviado de fiesta con unas velas y algunos soplos de perfume. Al posar la mirada en la abundante beldad de nuestra Venus jerezana, el rostro del abuelo se iluminó de paraísos soñados.

– Dios les bendiga a ustedes.

– Y usted que lo vea -dijo Fermín, indicándole a la sirena de la calle Escudillers que procediese a desplegar sus artes.

La vi tomar al abuelillo con infinita delicadeza y besarle las lágrimas que le caían por las mejillas. Fermín y yo nos retiramos de la escena para concederles la merecida intimidad. En nuestro periplo por aquella galería de desesperaciones nos topamos con la hermana Emilia, una de las monjas que administraban el asilo. Nos dedicó una mirada sulfúrica.

– Me dicen unos internos que han colado ustedes una fulana, y que ahora ellos también quieren otra.

– Hermana ilustrísima, ¿por quién nos toma? Nuestra presencia aquí es estrictamente ecuménica. Aquí el infante, que mañana se hace hombre a ojos de la Santa Madre Iglesia, y yo acudíamos para interesarnos por la interna Jacinta Coronado.

La hermana Emilia enarcó una ceja.

– ¿Son ustedes familia?

– Espiritualmente.

– Jacinta falleció hace quince días. Un caballero vino a visitarla la noche antes. ¿Es pariente suyo?

– ¿Se refiere al padre Fernando?

– No era un sacerdote. Me dijo que su nombre era Julián. No recuerdo el apellido.

Fermín me miró, mudo.

– Julián es un amigo mío -dije yo.

La hermana Emilia asintió.

– Estuvo con ella varias horas. Hacía años que no la oía reír. Cuando él se marchó, ella me dijo que habían estado hablando de otros tiempos, de cuando eran jóvenes. Me dijo que ese señor le traía noticias de su hija Penélope. No sabía que Jacinta hubiera tenido una hija. Me acuerdo, porque aquella mañana Jacinta me sonrió y cuando le pregunté por qué estaba tan contenta me dijo que se iba a casa, con Penélope. Murió al alba, mientras dormía.

La Rociíto concluyó su ritual de amor un rato después, dejando al abuelillo rendido y en brazos de Morfeo. Cuando salíamos, Fermín le pagó doble, pero ella, que lloraba de pena ante el espectáculo de todos aquellos desahuciados olvidados de Dios y del demonio, se empeñó en donar sus emolumentos a la hermana Emilia para que les diesen una merienda de chocolate con churros a todos, porque a ella eso siempre le quitaba las penas de la vida, esa reina de las putas.

– E que una e una sentimentá. Mire uté, señor Fermín, ese pobresillo… si no má quería que lo abrasase y le acarisiase. Se la parte a una tó…

Colocamos a la Rociíto en un taxi con una buena propina y enfilamos la calle Princesa, que estaba desierta y sembrada de velos de vapor.

– Habría que irse a dormir, por lo de mañana -dijo Fermín.

– No creo que pueda.

Nos echamos a andar rumbo a la Barceloneta y, casi sin darnos cuenta, nos adentramos por el rompeolas hasta que toda la ciudad, reluciente de silencio, quedó a nuestros pies como el mayor espejismo del universo emergiendo del estanque de las aguas del puerto. Nos sentamos al borde del muelle a contemplar la visión. A una veintena de metros se iniciaba una procesión inmóvil de automóviles con las ventanas veladas de vaho y hojas de diario.

– Esta ciudad es bruja, ¿sabe usted, Daniel? Se le mete a uno en la piel y le roba el alma sin que uno se dé ni cuenta.

– Habla usted como la Rociíto, Fermín.

– No se ría usted, que son las personas como ella las que hacen de este perro mundo un sitio que vale la pena visitar.

– ¿Las putas?

– No. Putas lo somos todos, tarde o temprano. Yo digo la gente de buen corazón. Y no me mire usted así. A mí las bodas me ponen hecho un flan.

Nos quedamos allí sentados en brazos de aquella rara quietud, catalogando reflejos sobre el agua. Al rato, el alba esparció de ámbar el cielo y Barcelona se encendió de luz. Se escucharon las campanas lejanas en la basílica de Santa María del Mar, que emergía de las brumas al otro lado del puerto.