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Bajó por Thirteenth Court y vio los coches patrulla aparcados delante del Sunshine Arms. Se alegró de que los uniformados ya hubiesen extendido la omnipresente cinta amarilla por gran parte de la zona. Salió de su coche sin distintivos y pasó andando junto a un grupo de ancianos reunidos en una esquina del patio. Un sargento le saludó por su nombre cuando se acercó al edificio, a lo cual respondió con un movimiento de la cabeza.

– Bien, ¿qué tenemos?

– Una víctima anciana, en el dormitorio. La puerta trasera parece forzada; da a un patio y es una de esas correderas que mi hijo de seis años podría abrir.

– Ya. ¿Signos de lucha?

– No demasiados. Al parecer, el sujeto arrambló con todo lo que pudo antes de que los vecinos llegaran. Debió de echar a correr cuando los oyó acercarse. Uno de ellos, un tal Henry Kadosh, del piso de arriba, lo alcanzó en el callejón y le vio bastante bien. Su mujer llamó al 911.

– ¿Y bien?

– Hombre de raza negra. Joven, de veintitantos. De uno sesenta a uno ochenta. Complexión delgada, tal vez unos 70 kilos. Zapatillas deportivas altas y camiseta oscura.

– Parece que me estés describiendo a mí -dijo Walter Robinson-. Antes de que me vaya de aquí alguien va a decir: «pero es que todos se parecen», seguro -añadió imitando la voz de un anciano.

El sargento sonrió burlonamente y dijo:

– Cuando te has acercado alguien ha gritado: «¡Ahí, es ése!»

Robinson rio.

– Probablemente. No sería la primera vez.

– Bien, he radiado una orden de búsqueda. Tal vez tengamos suerte.

– Eres la segunda persona que me dice esto en la última media hora, y esta noche no me siento precisamente afortunado.

El sargento se encogió de hombros.

– Sospecho que ella tampoco. -Hizo un gesto hacia el apartamento.

– ¿Crees que los testigos podrán trabajar con un dibujante para hacer un retrato robot?

– El anciano dice haberlo visto bien. Pero después de decirlo su mujer le dio sus gafas.

– Fantástico. ¿Están allí? -Robinson señaló un grupo de ancianos.

– Justo delante.

– Muy bien, primero echaré un vistazo.

– Ya he llamado al forense y su equipo. Están a punto de llegar.

– Bien hecho. Gracias.

El detective se dirigió al edificio. Dudó un momento y luego entró despacio en el apartamento de Sophie Millstein. Dejó de lado el aire de camaradería empleado fuera y se centró en todos los detalles. Un oficial uniformado estaba en la salita, junto a una jaula de pájaros cubierta, tomando notas en un bloc. Le indicó con la cabeza la parte trasera, aunque no había necesidad porque Robinson ya iba hacia allí. Se alegró de haber llegado antes que el equipo forense y también de que los primeros agentes que habían llegado no estuviesen arremolinados alrededor del cadáver, como solían hacer. Él prefería estar un rato a solas con las víctimas; eran momentos en los que su mente podía interpretar los minutos previos a la muerte. Sólo en esas circunstancias podía establecer cierta comunicación con la víctima. En el áspero mundo de los detectives de Homicidios, donde sólo contaban los hechos, esto era una especie de relación mística que le ayudaba a comprender, y cualquier cosa que estimulase la comprensión era útil.

Mientras se movía silenciosamente por el dormitorio, como un padre cuidando de no despertar al niño dormido, pensó, como siempre en aquellas ocasiones, que detestaba ser detective de Homicidios. Era una sucesión interminable de noches calurosas, cadáveres y papeleo. Calor, hedor y monotonía. Aunque aún era joven, hacía tiempo que había perdido la romántica noción de que, de alguna manera, era un descendiente de Sherlock Holmes o Hercules Poirot, y tampoco se veía, como algunos de los más experimentados hombres de su oficio, como un ángel vengador cuya misión era enderezar la interminable sucesión de infamias que la gente cometía contra los demás. Había llegado a verse a sí mismo como un contable de los muertos. Su trabajo era ordenar y organizar sus últimos y terribles momentos y presentar la verdad de aquéllos a la autoridad competente, fuere un Gran Jurado o un tribunal.

El cuerpo estaba sobre la cama con los brazos y las piernas extendidos, retorcido de una forma poco natural, enredado entre ropa de cama desgarrada. «Debe de haber luchado con todas sus fuerzas contra el asesino.»

Robinson realizaba su trabajo con un obstinado estilo rutinario; prefería dejar de lado las emociones y resistirse a la imaginación cuando se concentraba en un asesino. Prefería creer que la excitación que sentía era el resultado de la simple tenacidad, mientras que sus camaradas, que le observaban trabajar, hubiesen hablado de arte. Como fuere, su estilo daba resultados. Había resuelto tantos casos como cualquier otro detective del cuerpo y estaba muy bien considerado por su jefe, un tipo al que le importaba muy poco cómo se resolvían los crímenes pero que valoraba las estadísticas. Y pensaba que Walter Robinson tenía grandes posibilidades de promoción profesional.

Él pasaba por alto las etiquetas y pensaba que la promoción era algo parecido a una enfermedad, y prefería trabajar solo.

Se acercó a la víctima despacio, cuidando dónde ponía los pies, manteniendo las manos pegadas al cuerpo. Se fijó rápidamente en las marcas rojas que había en su cuello, y vio que tenía los ojos abiertos de par en par. Existía el viejo mito de que en los ojos de una víctima quedaba impresa la imagen de su asesino. Más de una vez había visto víctimas con los ojos arrancados por asesinos supersticiosos. Le habría gustado que el mito fuese verdad, eso facilitaría mucho las cosas.

Lo único que vio en ellos fue terror. Normal, pensó, ya que el agresor la había despertado presionándole la tráquea. Si la anciana se hubiese despertado antes, entonces el asesinato habría ocurrido en otra parte. Miró alrededor, buscando somníferos. «Comprueba en el baño», se dijo, sabiendo que los encontraría en el botiquín.

Robinson dejó de contemplar el cuerpo y estudió la habitación como un tasador antes de una subasta. Cajones volcados, con su contenido desparramado por el suelo; una lámpara de mesilla hecha añicos. «Ha habido lucha», pensó, pero descartó la idea. No, la lucha había sido en la cama, entre las sábanas y el camisón desgarrado, y terminó rápidamente. Eso significaba que el asesino tenía prisa. Vio una almohada en el suelo, sin la funda. ¿Una anciana que dormía entre sábanas recién lavadas pero sin una funda para la almohada haciendo juego? No, el asesino había utilizado la funda para llevarse el botín. Tomó nota mentalmente, memorizando el dibujo floral de las sábanas. «¿Serás lo suficientemente listo para librarte de ella? Lo dudo.»

Exhaló un largo y lento suspiro. Hacía calor en la habitación; el bochorno que penetraba por la puerta forzada del patio y por la puerta delantera estaba superando al aire acondicionado. Sintió el sudor que empezaba a formarse en su frente, y una desagradable sensación pegajosa en las axilas.

Movió la cabeza lentamente.

Todo le resultaba terrible, horriblemente familiar, pensó.

Una anciana sola. Un apartamento ajardinado sin un buen cerrojo en la puerta trasera. Un vecindario lleno de sombras y callejones, y gente mayor que cobraba cheques de la Seguridad Social. Unas pocas joyas y algunos billetes de veinte dólares representaban la promesa de un atraco rápido y fácil. Un lugar donde no se instalaban sistemas de alarmas, ni había guardias de seguridad y dóbermans. El mundo periférico, pensó.

«La típica pesadilla urbana», se dijo.

Sucedía en cualquier parte, todas las noches. Pocas variaciones sobre un tema común: eres viejo y vulnerable e intentas conservar lo poco que tienes en este mundo, y hay alguien más joven, más fuerte y más desesperado que vendrá y te lo arrebatará. Si tienes suerte, sólo te dejará inconsciente o te golpeará en la cabeza. Sobrevivirás con una contusión, un brazo fracturado o una cadera rota. Si tienes menos suerte, morirás. Intentó recordar cuántos casos similares había visto. ¿Una docena? ¿Un centenar? ¿Sospechaba aquella anciana, cuando se acostó, que era una presa fácil?