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Pero en aquel momento de vacilación, su presa surgió de la sombra que formaban dos rocas y, con un alarido y un impulso tremendo, se abalanzó sobre el viejo policía empuñando su cuchillo.

Winter se giró hacia el sonido que se le venía encima y bajó el hombro para encajar la fuerza del impacto. Fue como si un trozo de noche se hubiera lanzado contra él. Intentó sacar su arma pero no lo logró, tambaleándose ante aquella embestida salvaje.

Lanzó un grito de pavor, sabiendo que probablemente era un cuchillo lo que cortaba la oscuridad intentando hundírsele en el pecho. Levantó la mano libre para defenderse del golpe. Por un segundo sintió una afilada cuchillada en la palma de la mano y trató de sujetar la hoja antes de que le alcanzara el pecho, pero cerró los dedos en torno a la muñeca de la Sombra.

Se dio cuenta de que el mismo mundo oscuro y resbaladizo que lo había traicionado a él, haciéndole perder el equilibrio en las rocas, había mermado la fuerza de la embestida de aquel asesino. En lugar de atacar con la precisión de una serpiente letal, tuvo dificultades, resbaló y perdió parte de su fuerza, con lo cual el cuchillo se le desvió ligeramente. A pesar de que Winter lo tenía agarrado por el brazo, la hoja consiguió terminar su recorrido y rasgó los pliegues sueltos de su cazadora llegando hasta la camisa, donde, por un instante, se quedó enredada igual que un pez en una red.

El impulso de la embestida hizo que Winter se desplomara de espaldas. Se sintió caer y chocar con fuerza contra las rocas, pero todavía tenía agarrado el antebrazo del otro: no podía soltarlo si deseaba conservar la vida. Entonces clavó los dedos en la carne para mantener el cuchillo a raya, sin dejar de forcejear por apuntarle con el revólver. La Sombra trató de aferrado, y Simon sintió que su muñeca derecha de pronto quedaba sujeta por una poderosa mano.

Enzarzados el uno en el otro, ambos hombres se debatieron sobre las rocas, fuerza contra fuerza, intentando conseguir una ventaja que pudieran transformar en muerte. Winter apoyó una rodilla contra una piedra e hizo palanca para rodar hacia fuera, desestabilizando a su atacante. Ambos hombres gruñían por el esfuerzo, sin decirse nada, dejando que la lucha hablara por ellos.

Winter sentía sobre sí la rasposa respiración de la Sombra, y lanzó un alarido de dolor cuando éste le mordió la base del cuello. La Sombra retrocedió, y Winter le propinó un golpe con el hombro en la nariz, haciéndolo gruñir. Pero el impulso del golpe hizo que los dos perdieran el equilibrio. Igual que un árbol viejo resistiéndose a un viento huracanado, ambos se tambalearon y terminaron cayendo pesadamente. Todavía enganchados el uno con el otro como en una danza mortal, cayeron rodando de la escollera, tropezaron un par de veces contra los afilados bordes de las rocas y finalmente se precipitaron en las densas y oscuras aguas.

Por un instante se zambulleron bajo el agua, aún enlazados entre sí, aún forcejeando. Luego sacaron la cabeza los dos a la vez por encima de la superficie, negra como la tinta.

Winter tragó aire al tiempo que ambos giraban rápidamente entre las olas. Ya no tenía nada bajo los pies, nada en lo que pudiera cobrar impulso. Volvieron a hundirse y volvieron a salir, pataleando, a respirar boqueando.

La Sombra empujaba el cuchillo inexorablemente hacia sus costillas, intentando clavárselo en el corazón. Winter trató de utilizar el revólver que aún empuñaba, sin saber si mojado funcionaría, pero su agresor era demasiado fuerte. El arma se agitó a escasos centímetros de donde una bala podría causar mucho daño, mientras la punta del cuchillo se obstinaba en poner fin a la pelea.

Por tercera vez se sumergieron bajo el vaivén de las olas, y a Winter el peso del agua lo golpeó igual que un puñetazo. Cuando nuevamente emergieron, Winter se dio cuenta de que se habían alejado de la playa y la escollera. Por un instante, mientras se debatían en la negrura que los rodeaba, alcanzó a distinguir los ojos de la Sombra. Y lo que vio en la oscuridad final de aquella última noche fue algo a la vez horroroso y simple. Estaban enzarzados en una extraña igualdad de fuerzas y sólo había una manera de inclinar la balanza. Y en aquel preciso instante supo lo que tenía que hacer.

«La única manera de matarlo consiste en dejar que me mate a mí.»

De modo que Simon de repente atrajo la mano que empuñaba el cuchillo hacia su costado y permitió que la hoja lo hiriera por encima de la cadera, justo por debajo de las costillas y lejos del estómago, en lo que esperaba no fuera un golpe mortal. El súbito dolor que sintió fue afilado, una sensación húmeda y horrible.

Aquel movimiento tomó por sorpresa a la Sombra y le hizo perder el equilibrio, y en aquel breve instante no aprovechó del todo la ventaja que le había dado Winter. Su entrenamiento y su instinto, que deberían haberlo inducido a desplazar hacia arriba con fuerza la punta del cuchillo, y así matar al viejo policía, fallaron quizá por primera vez en su vida.

Al notar que el cuchillo titubeaba en su cuerpo, Winter adelantó los brazos violentamente aferrando el revólver con ambas manos. Apoyó el arma contra el pecho de la Sombra y, al tiempo que lanzaba un tremendo alarido de dolor y rabia que se elevó por encima del estrepitoso oleaje, recurrió a la vieja arma que había usado tantos años para solicitarle un último servicio.

El agua amortiguó el ruido de los disparos, pero sintió el retroceso del revólver en la mano y supo que cada una de las balas estaba alcanzando su objetivo.

Apretó el gatillo cinco veces.

Una ola le mojó la cara y sintió que la Sombra de repente, casi con delicadeza, dejaba de aferrarle y se apartaba de él. Winter boqueó intentando tomar aire.

En los últimos retazos de oscuridad de la noche, Simon Winter distinguió una expresión de confusión y sorpresa en el semblante del asesino. Notó que su mano soltaba el cuchillo, y que a continuación éste caía de su costado y se perdía en las oscuras aguas. El viejo policía vio cómo la muerte empezaba a hacer presa en su adversario, pero de pronto lo invadió un último arranque de cólera que borró todo el dolor y la conmoción: extendió la mano por encima de una ola, cogió el pelo blanco de la Sombra y lo acercó a sí para meterle el cañón del revólver en la boca, para asombro del otro, agonizante. Y le susurró en tono áspero:

– Por Sophie, maldito seas, y por todos los demás también.

Sostuvo el revólver firme para que aquellas palabras calaran en los últimos instantes de la vida de la Sombra, y a continuación disparó el tiro final.

El ruido levantó un breve eco por encima de las olas y después se perdió en el murmullo del mar.

Walter Robinson conducía el coche lentamente por la carretera de acceso formada por arena y coral que discurría junto al mar. En la mano izquierda llevaba un potente foco que horadaba los últimos restos de la noche igual que un estoque que atravesara varios pliegues de tela. Paseó el haz de luz en un arco por el tramo de playa vacío, lo hizo bailar sobre las olas que venían a romper a la orilla y lo siguió con la mirada, buscando a Simon.

– ¿Tú crees que estará aquí? -preguntó Espy en voz baja.

– En alguna parte tiene que estar -respondió Robinson no muy seguro-. Tienen que estar los dos.

Ella no contestó y continuó escrutando la oscuridad, más gris por momentos. Los guijarros de la carretera crujían bajo los neumáticos del coche, y el inspector maldijo el ruido que hacían. Espy intentó distinguir por separado todos los sonidos del final de la noche: el motor del vehículo; los neumáticos; la respiración áspera de Walter, tan diferente del suave sonido que emitía cuando dormía a su lado; el rumor y la salpicadura del oleaje contra la playa. Se dijo que si lograba separar cada sonido, identificarlo y descartarlo, al fin se encontraría con un tono único que sería distinto, y correspondería a Simon Winter.