Robinson surcaba las aguas rápidamente. El haz de luz parecía estar disipándose y comprendió que el amanecer despuntaba por el horizonte. No prestó atención a aquello, sino que siguió nadando, sintiendo la tensión de los músculos a cada brazada. En un momento dado chilló:
– ¡Ya voy, Simon! ¡Aguanta!
Pero el esfuerzo de alzar la cabeza para gritar alteró la potencia de su avance, de modo que volvió a meter la cabeza en el agua y se limitó a escuchar tan sólo el chapoteo de sus manos, el pataleo de sus piernas y el silbido áspero de su respiración cada vez que tomaba aire.
Simon Winter inclinó la cabeza hacia atrás y contempló el cielo, pero de pronto una ola pequeña lo golpeó en la barbilla y le hizo toser y escupir agua salada. Trató de nadar con un brazo mientras con la otra mano se apretaba la herida del costado, pero le resultó difícil. De pronto tuvo la sensación de que surgían del mar unas manos que tiraban suavemente de él e intentaban convencerlo de que se relajara y se dejara hundir. Pataleó otra vez para mantener la cabeza apenas fuera del agua, y por primera vez aquella noche, incluida toda la persecución y la lucha, pensó que ya estaba mayor y que los años le habían dejado poca cosa aparte de unos músculos flojos y una fatiga temprana.
Soltó aire despacio, y entonces oyó a Walter Robinson llamándolo a gritos. Intentó responderle, pero se le antojó que el mar producía un estruendo insuperable, y no pudo. Con todo, se las arregló para levantar la mano y agitarla, y entonces vio un revuelo de estallidos en las agitadas aguas, provocadas por el joven inspector, que venía hacia él.
– ¡Estoy aquí! -consiguió decir Simon en lo que a él le pareció un grito pero apenas fue un susurro.
– ¡Aguanta! -oyó a Robinson, y aguantó.
Cerró los ojos pensando que era como un niño agotado que se resiste a dormirse, y de repente se dio cuenta de que Robinson estaba a su lado y que lo agarraba con fuerza del brazo.
– ¡Ya te tengo, Simon, aguanta un poco!
Abrió los ojos y sintió que el brazo del inspector le rodeaba el pecho.
– Se acabó, Walter -dijo en voz baja.
– Tranquilo, Simon. ¿Qué diablos…?
– Hemos luchado, y he ganado. Procura que lo sepan…
– ¿Estás herido?
– Sí… No… -Simon sintió deseos de decir: «¡Cómo iba a poder herirme un hombre así!», pero no tuvo fuerzas.
– ¿Y la Sombra?
– He acabado con él.
– Está bien, Simon, échate hacia atrás. Voy a remolcarte. Tú respira con calma y relájate. Te pondrás bien, te lo prometo. Al final iremos a pescar, ya lo verás.
– Me encantaría -repuso él con voz débil.
– Todo irá bien. Yo te salvaré.
– Ya estoy salvado -contestó Winter.
El viejo policía sintió que la fuerza del joven lo impulsaba, de modo que inclinó la cabeza hacia atrás y se dejó llevar poco a poco, con potencia, hacia la orilla. Cerró los ojos y dejó que el vaivén del oleaje lo meciera suavemente. Y pensó: «Vuelvo a ser un niño pequeño en los brazos de mi madre.»
Simon suspiró y abrió los ojos. Giró la cabeza hacia el este y vio una vibrante franja de luz dorada y roja que se extendía por el horizonte.
– Ya es de día -dijo.
Robinson no contestó, sino que continuó nadando, luchando contra la marea y contra las olas que lo abofeteaban, tiraban e insultaban cada brazada que daba, tal como había hecho en tantas otras ocasiones. No estuvo seguro de cuándo había muerto el anciano, pero supo que había muerto. Siguió avanzando penosamente entre las olas, y sintió las manos de Espy que se tendían hacia él y lo ayudaban a echarse en la playa, donde, por espacio de unos instantes, permanecieron tendidos los tres juntos, uno al lado del otro.
El sol se elevó con fuerza, como si estuviera aburrido y se sintiera deseoso de iniciar la jornada de trabajo. Inundó la playa con un resplandor doloroso y la promesa de un calor implacable por encima de la fina arena. El cielo tropical era de un azul iridiscente, como de película, mancillado tan sólo por alguna que otra nubecilla blanca que deambulaba perezosamente por aquella patena inmaculada a modo de visitante no deseado.
Walter y Espy se hallaban sentados hombro con hombro en medio de la playa, sus ropas secándose pegadas a la piel. Ella tenía una manta echada sobre los hombros y se estremeció brevemente, aunque no tenía frío y el aire que la rodeaba iba cargándose paulatinamente del calor del día.
Detrás de ellos había media docena de coches de policía atestando el camino de acceso y varios agentes uniformados que contenían a un pequeño grupo de curiosos que se habían acercado. A cuatrocientos metros de la orilla, una lancha rápida de la Guardia Costera y dos patrulleras de la policía de Miami Beach recorrían las azules aguas una y otra vez. En la popa de una de las patrulleras Espy distinguió a dos buceadores preparando el equipo.
– ¿Crees que lo encontrarán? -preguntó en voz alta.
– No lo sé -contestó Robinson-. La marea estaba bajando muy deprisa.
Se volvió hacia un forense de bata blanca que estaba ayudando a un par de hombres a introducir el cadáver de Simon Winter en una bolsa de vinilo negro. Alcanzó a vislumbrar por última vez sus zapatillas blancas de baloncesto antes de que la cremallera se cerrase del todo.
Robinson observó al forense, que se acercaba caminando con dificultad por la arena. Una ligera brisa le levantó la bata cuando se acercaba.
– No se ha ahogado -informó-. Presenta una herida de cuchillo en el costado. ¿Cómo se la hizo, inspector?
– Tuvo una noche movida -repuso Robinson.
El forense lanzó un resoplido y después se fue a supervisar el levantamiento del cadáver.
– ¿Quién era? -preguntó Espy en voz queda.
– ¿ La Sombra? -Robinson sacudió la cabeza-. No lo sé. Dudo que lleguemos a saberlo. En otro tiempo fue una persona concreta, pero después de la guerra probablemente se cambió el nombre tantas veces, que su verdadera identidad se perdió para siempre.
Ella asintió.
– ¿Y ahora?
– Ahora, nada.
Espy dudó unos instantes y después apoyó una mano en el antebrazo de él. Robinson la cogió y se la llevó a la frente, como si fuera un cubito de hielo que pudiera refrescarle. Luego volvió a tomarla en la suya y sonrió.
– Bueno, exactamente nada, no -dijo.
Delante de ellos, los ayudantes estaban levantando la bolsa con el cadáver. Despacio, echaron a andar por la playa, hundiendo los zapatos en la arena fina y suelta, como si el peso del anciano que transportaban hubiera aumentado y fuera casi superior a lo que podían soportar.
– ¿Erais amigos? -preguntó Espy.
– Estábamos empezando a serlo. Pensaba que él podría enseñarme algo.
Ella reflexionó unos instantes y luego dijo:
– Yo creo que finalmente te lo ha enseñado.
Permanecieron sentados en silencio un momento más, hasta que ella oyó que alguien la llamaba desde el camino. Ambos giraron la cabeza y vieron al rabino y a Frieda Kroner, a los que retenía un agente uniformado. El policía se volvió hacia el inspector, y éste le indicó con una seña que les dejara pasar.
– Todo ha terminado -les dijo Robinson cuando se aproximaron-. Pueden dar las gracias al ex inspector Simon Winter. Ya no tendrán que volver a preocuparse por la Sombra.
– Pobre señor Winter -dijo Frieda Kroner, enjugándose una lágrima-. Le daré las gracias en una oración, y también rezaré por todos los demás.
Rubinstein asintió con la cabeza.
– No se pueden destruir todas las sombras, detective -dijo-, habiendo tanta oscuridad. -Extendió una mano para tomar del brazo a Frieda y añadió en voz baja-: Pero destruir una ya constituye un gran logro.