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Walter Robinson buscó por el suelo del dormitorio la agenda, pero no la encontró. Tomó nota de ello y regresó al teléfono en la salita y marcó información telefónica de Long Island. El número del hijo constaba en Great Neck, pero antes marcó el del servicio permanente de la Oficina del Fiscal del Condado de Dade y pidió el número del ayudante de guardia aquella noche.

Marcó y esperó una docena de llamadas antes de que una voz somnolienta balbuceara:

– ¿Diga?

– ¿Es la ayudante del fiscal Esperanza Martínez? -preguntó.

– Sí.

– Soy el detective Robinson. Homicidios de Miami Beach. No nos conocemos…

– Pero ahora nos vamos a conocer, ¿verdad? -repuso la soñolienta voz.

– Exactamente, señorita Martínez. Tengo a una anciana asesinada por un agresor desconocido en su apartamento, bloque mil doscientos de South Thirteenth Terrace. Podría encajar en el perfil de una serie de asaltos que ha habido por aquí, excepto que el asesino ha estrangulado a la víctima.

»Tenemos un testigo que lo ha visto. Descripción provisionaclass="underline" individuo de raza negra, de dieciocho a veintipocos, complexión delgada, no muy alto, de uno ochenta como mucho y unos setenta kilos. Se movía rápido.

– ¿Considera necesario que vaya? ¿Hay algún asunto legal sobre el que necesite consejo?

Robinson pasó por alto el matiz de irritación en la voz.

– En principio no. No veo ningún problema legal. El delito en sí es bastante rutinario. Pero lo que tenemos es una víctima anciana blanca y judía y un joven asesino negro. Intuyo que será un caso que alcanzará notoriedad rápidamente, si a esto le suma que es año de elecciones para su jefe, y que hay una docena de periodistas y cámaras que van a maldecirles si tienen que pasarse aquí toda la condenada noche y luego no consiguen que la noticia se encarame directamente a los titulares de la prensa y los telediarios. ¿Me entiende?

– ¿Usted cree que…?

– Creo que tiene usted un caso racial con resultado de muerte, un cóctel que no sienta demasiado bien en este condado, señorita Martínez.

Este era el procedimiento habitual de la policía del condado de Dade: invocar los disturbios raciales de los años ochenta e, instantáneamente, conseguir la atención de la gente. Se produjo un silencio en la línea telefónica antes de que la mujer, bastante más despierta, repusiese:

– Lo he entendido, detective. Estaré ahí enseguida y agitaremos la bandera juntos.

– Suena divertido.

Colgó con una sonrisa burlona en los labios. Ocasionalmente, despertar a los jóvenes fiscales ambiciosos era uno de los incentivos de los detectives de Homicidios. Imaginó que al menos tardaría una media hora en llegar y ponerse ante la prensa. Mientras esperaba, supervisaría al equipo que estaba trabajando en el callejón trasero de The Sunshine Arms. «Tal vez hayan encontrado algo», pensó. El joyero. Tenía que estar cerca. El sospechoso probablemente lo había lanzado en algún contenedor de basura, después de cubrirlo convenientemente de huellas digitales y de la inconfundible pista del pánico.

Los pocos amigos de Esperanza Martínez la llamaban por el apodo de Espy. Se vistió rápidamente en la penumbra de su habitación. Sacó unos vaqueros pero los descartó a favor de un vestido moderno, algo más holgado, cuando consideró que tal vez tendría que enfrentarse a las cámaras. Aunque vivía sola en su apartamento, tuvo cuidado de no hacer ruido: la otra mitad del dúplex estaba ocupado por sus padres, y su madre era en extremo sensible a los movimientos de su hija; probablemente, a pesar de los tabiques y el material aislante que les separaba, estaría escuchando despierta en su cama.

Comprobó un par de veces su aspecto en un pequeño espejo que colgaba junto a un crucifijo junto a la puerta delantera. Se aseguró de llevar consigo su placa de la oficina del fiscal y una pequeña pistola automática del calibre 25 y salió al encuentro del pegajoso aire de la noche. Cuando ponía en marcha el motor de su modesto y anodino coche compacto, alzó la vista y vio luz en el interior de la casa de sus padres. Arrancó y maniobró rápidamente para adentrarse en la calle.

En las noches estivales de Miami parece como si el calor diurno dejase un resplandor residual, como la vaharada que se alza de un incendio recién extinguido. Las inmensas torres de oficinas y rascacielos que dominan el centro de la ciudad permanecen iluminados, dispersando la oscuridad como si fuese un cúmulo de gotitas de negro. Pero a pesar de todo su carácter tropical, la ciudad tiene un pulso inquietante, como si al bajar por las autopistas brillantemente iluminadas que cruzan el condado, se descendiese a un sótano, o tal vez a una cripta.

Espy Martínez tenía miedo a la noche.

Condujo rápidamente por las tranquilas calles de las afueras hasta Bird Road, luego subió por la autopista Dixi en dirección a Miami Beach. Había poco tráfico, pero cuando circulaba por la carretera 95, de cuatro carriles, un Porsche rojo con las ventanillas tintadas la adelantó a unos 180 kilómetros por hora. La velocidad del deportivo pareció dejarla clavada en el sitio, como si una repentina ráfaga de aire la hubiese zarandeado por detrás.

– ¡Joder! -protestó, y una oleada de miedo le hizo afluir adrenalina a la boca por un desagradable instante, mientras observaba el coche desaparecer rápidamente, destellando bajo las farolas amarillentas del arcén.

Un rápido vistazo al retrovisor le mostró el coche patrulla que se le acercaba velozmente por detrás. Venía sin luces de emergencia ni sirena, intentando atrapar a su presa antes de que ésta reparase en su presencia. Desde luego eso iba contra el procedimiento establecido, y pensó que el patrullero mentiría si se lo preguntaban en un tribunal. Sin embargo, también era la única forma de que hubiera alguna posibilidad de atrapar al potente Porsche, así que mentalmente le exoneró mientras la adelantaba rugiendo.

– Buena suerte. La vas a necesitar -musitó.

Esperaba que el conductor del Porsche fuese algún doctor o abogado de mediana edad o un promotor inmobiliario que intentaba impresionar a su ligue, cuya edad sería la mitad de la suya, y no un jodido traficante de drogas de veintiún años, con el cerebro frito por los narcóticos y el machismo, que llevara un arma en el asiento del pasajero.

Pensó que la noche era peligrosa. La furia se ocultaba con demasiada frecuencia después de anochecer, acechando, oscurecida por el calor y el intenso aire negro. Se apartó el pelo del rostro nerviosamente y siguió conduciendo.

A una manzana de distancia divisó las luces destellantes y los vehículos de la televisión, y aparcó en el primer sitio libre que vio. Caminó presurosa por la acera. Se agachó para traspasar la cinta amarilla antes de ser vista por una docena de periodistas y cámaras que pululaban por allí, esperando pescar alguna declaración.

Un agente iba a hacerle un gesto, pero ella le enseñó su placa.

– Busco al detective Robinson -dijo.

El agente repasó la placa.

– Disculpe, señorita Martínez, la he confundido con una de esas reporteras de la televisión. Robinson está dentro.

Se lo indicó con un gesto y ella atravesó el patio sin reparar en el querubín. Al entrar, se detuvo como si de pronto se hubiese quedado sin aliento.

Éste era solamente el tercer asesinato en que se había requerido su presencia en el lugar de los hechos. Las otras dos habían sido muertes de narcotraficantes anónimos; jóvenes hispanos sin identificación, probablemente inmigrantes ilegales de Colombia o Nicaragua. Ambos tenían una sola herida de bala en la nuca, provocada por una pistola pequeña. Asesinatos pulcros y limpios, casi delicados. Sus cuerpos habían sido abandonados en unos descampados: alhajas valiosas, carteras con dinero, ropas caras, todo intacto. En muchos lugares las similitudes habrían despertado el interés de la prensa y el público, preguntándose si aquello era obra de un asesino en serie.