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– ¿Y lo hizo?

– Así es. El apartamento estaba vacío, y comprobé que las puertas y las ventanas estuviesen cerradas. Pero lo que le asustó…

– ¿No vio a nadie merodeando por los alrededores, especialmente a nadie que encaje con la descripción del sospechoso?

– No.

– Cuando fue a la parte de atrás, a comprobar la puerta del patio, ¿había alguien por allí?

– Acabo de decirle que no. No vi a nadie. No había nadie allí cuando estuve en el apartamento de la señora. Pero ella me describió al hombre que la había asustado.

– Siga.

– Dijo que era alguien que conocía de la guerra…

– ¿Qué guerra?

– La mundial. En Berlín, 1943.

– ¿Berlín?

– Alemania.

– Oh. Bien. Así que este alguien no era un joven negro, ¿correcto?

Simon se quedó mirándolo como si acabase de oír la pregunta más estúpida del mundo, lo que sin duda así era.

– No -confirmó-. No era un joven de color. Era un hombre mayor, pero ella lo describió como particularmente cruel y despiadado. Le llamó Der Schattenmann.

– ¿Shotaman, qué clase de nombre es ése, o se refería en inglés a que habían disparado a alguien? -preguntó el policía confundiendo las palabras.

– No, no es inglés, lo dijo en alemán. Der Schattenmann. Es un tratamiento, no un nombre.

– ¿Un título? ¿Como qué? ¿Alcalde? ¿Comisionado del condado?

– No estoy seguro. -Vio que el lápiz del agente se detenía sobre la libreta y luego escribía algo rápidamente.

– ¿Sabe si ella conocía el nombre del tipo?

– No. Era alguien relacionado con su arresto y posterior deportación. A Auschwitz. Él era un…

– Ya, a un montón de esos viejos que hay por aquí en la Beach les trincaron entonces y cumplieron condena.

– En Auschwitz no se cumplía condena. No era una prisión sino un campo de exterminio.

– Vale, vale. Ya lo sé. Así que el tipo ese que reconoció…

– No estaba segura.

– ¿No estaba segura de haberle reconocido?

– Han pasado cincuenta años.

– Bien, así que ella tenía miedo de ese tipo, el tal Shotinmin. Si es que era el mismo, al fin y al cabo. Usted no está seguro y ella tampoco lo estaba. Bien. ¿Cree que él tiene algo que ver con el crimen?

– No lo sé. Es todo muy extraño. Tal vez sea coincidencia.

– ¿La señora siempre estaba asustada? Me refiero a que si era normal en ella.

– Claro. Era anciana y estaba sola. Estaba nerviosa con frecuencia. Cambió su rutina para no tener que salir por la noche.

– Bien. Pero usted no ha visto nada extraño o diferente esta noche. Y su comportamiento no era tan diferente, ¿correcto?

Winter fulminó al joven con la mirada.

– Sí. Correcto.

El joven cerró su libreta de golpe.

– Bien. Creo que eso es todo. Si recuerda algo más, llame al detective Robinson, ¿de acuerdo?

Winter se tragó una réplica airada y asintió con la cabeza. El agente sonrió.

– Bien, ya puede irse a su casa, señor Winter. Esa pandilla de reporteros pronto empezará a incordiar. Tal vez el asunto atraiga la atención por aquí un par de días. Los de la prensa puede que le fastidien, pero mándelos al infierno si le apetece. Normalmente funciona. Me aseguraré de que el detective reciba un informe de su declaración.

El policía regresó a la calle, dejando a Simon Winter solo, con el rostro surcado por los destellos de las luces estroboscópicas.

En la cocina, Espy Martínez observó cómo Robinson alzaba el auricular y comprobaba dos veces cada dígito antes de marcarlo. Luego tapó el auricular con la palma de la mano y susurró:

– En mitad de la noche suena el teléfono. Tu madre ha sido asesinada. ¡Menuda pesadilla! -Y se encogió de hombros como para distanciarse de la tragedia que estaba a punto de comunicar.

La joven fiscal le observó, ligeramente incómoda con su propia fascinación, la clase de culpabilidad que uno siente cuando contempla embobado el accidente que ha dejado la autopista tachonada de cristales rotos y manchas de sangre.

Robinson articuló la palabra «llamando» y se enderezó ligeramente cuando oyó que al otro lado descolgaban el auricular.

– ¿Sí?

– Murray Millstein, por favor.

– Soy yo. Qué…

– Señor Millstein, le habla el detective Walter Robinson de la policía de Miami Beach, Florida. Lo siento pero tengo malas noticias.

– ¿Qué? ¿Qué ha ocurrido?

– Su madre, la señora Sophie Millstein, ha muerto esta noche. Ha sido víctima de un atracador que entró en su apartamento poco antes de la medianoche.

– ¡Oh, Dios mío! ¿Que mi madre…? Pero…

– Lo siento, señor Millstein.

– ¿Pero qué está diciendo? ¿Que mi madre… qué? No…

– Lo siento, señor Millstein. Su madre ha muerto esta noche.

Robinson dudó mientras Millstein parecía intentar articular alguna palabra. Oyó otra voz de fondo, preguntas frenéticas, súbito pánico. «La esposa del letrado -pensó Robinson-. Está sentada en la cama y ha encendido la lámpara de la mesilla donde tiene el despertador y una fotografía de sus hijos, y ahora ha extendido la mano para sujetar el brazo de su marido, apretando fuertemente, y le está preguntando por qué ha sacado los pies de la cama y se ha quedado como petrificado, pálido y aterrado.»

– Detective…

– Robinson. ¿Tiene papel y lápiz, señor Millstein? Le daré un número de teléfono.

– Sí, sí, pero…

– Es el número de mi despacho en la comisaría central.

– ¿Pero qué ha pasado? Mi madre…

– Aún no hemos detenido a ningún sospechoso, señor Millstein. Pero tenemos una descripción y varias pruebas recogidas en el apartamento de su madre. Estamos iniciando la investigación y contamos con la total cooperación de la fiscalía y otros cuerpos de segundad del condado de Dade. Tengo esperanzas de que pronto procederemos a un arresto.

– Pero mi madre, cómo… ella siempre cerraba…

– El autor del crimen ha forzado la puerta trasera.

– Pero entonces, no comprendo…

– La investigación preliminar sugiere que fue estrangulada. Pero todo eso lo confirmará el forense.

– Ella va a…

– Sí. Sus restos serán transportados al depósito de cadáveres. Después de que le hayan practicado la autopsia, usted deberá contactar con una funeraria local. Si llama a la morgue por la tarde, un funcionario le proporcionará información.

– ¡Oh, Dios mío!

– Señor Millstein, siento ser portador de tan malas noticias. Pero es mi deber. Le proporcionaré todos los detalles que necesite, pero ahora mismo aún tengo mucho trabajo por delante. Por favor, telefonéeme cuando quiera al número que le he dado. Estaré allí hacia las ocho de la mañana.

El abogado contestó con una mezcla de sollozo y resoplido, y Robinson colgó.

Espy Martínez le observaba. En parte, se sentía como una voyeur, fascinada y asqueada, todo sucediendo delante de ella como en una extraña cámara lenta. Por un segundo vio desánimo e impotencia en los ojos del detective, sólo lo justo para que le pulsase una fibra íntima. De repente pensó: «Los dos somos muy jóvenes.» En cambio, musitó:

– Debe de ser muy duro tener que hacer eso.

Robinson se encogió de hombros con impostada indiferencia y movió la cabeza.

– Bueno, en realidad te acostumbras -intentó hacerse el duro, y ella lo supo.

Ambos salieron al exterior. Espy Martínez pensó que la oscuridad estaba diluyéndose. Echó un vistazo a su reloj de pulsera: el amanecer se aproximaba rápidamente. Distinguió a un puñado de ancianos en una esquina del pequeño patio, pero antes de que preguntara, Robinson respondió con detalle: