El viejo detective asintió.
– O que aún suceden -añadió el rabino, y le indicó que se sentase en una silla.
La señora Kroner le alargó la taza de café solo. No le preguntó si le apetecía azúcar o crema. Irving Silver se removía en su asiento y se inclinaba hacia delante. Su mano temblaba ligeramente cuando depositó nerviosamente su taza en la mesilla. Winter vio una lívida contención en el rostro de Silver cuando miró al rabino con gesto de apremio. El rabino asintió y luego preguntó:
– Entonces, explíquenos, señor Winter. Explíquenos lo que Sophie le contó a usted.
El rabino tenía una voz extraña, de aquellas que empiezan en tono grave y van agudizándose con cada palabra, de modo que al final de su pregunta su voz era aguda e insistente.
– Sólo puedo repetirle lo que ya le conté por teléfono, rabino. Acudió a mí presa del pánico. Creía haber visto a aquel hombre que ella recordaba de hace cincuenta años. Sentía que era responsabilidad suya prevenirles a ustedes tres. Y después, horas más tarde, fue asesinada…
– Sí, el yonqui -interrumpió Silver. Su voz era estridente-. ¿No es así como llaman a los drogadictos? Lo hemos leído en el periódico. También lo han dicho en las noticias del mediodía. ¡Forzó la entrada, entró y luego la mató para robarle su dinero! La policía le está buscando. ¡No hacen mención alguna de Der Schattenmann!
El rabino fulminó con la mirada a Silver y preguntó a Winter:
– Entonces, qué seguridad tenía Sophie, que en paz descanse, acerca del hombre que vio.
Winter dudó antes de responder, viendo la ansiosa expectación reflejada en los tres rostros. Tenía la impresión de estar adentrándose en un argumento ya iniciado y cuyas claves él desconocía, lo cual era precisamente el caso.
– Al principio, cuando llamó a mi puerta presa del temor, parecía muy segura de ello. A medida que se fue calmando también pareció menos segura.
Fue interrumpido bruscamente:
– ¿Lo veis? -exclamó Irving Silver-. ¡Ella no estaba segura! ¡Ninguno de nosotros lo sabe con seguridad!
El rabino movió la cabeza lentamente.
– Por favor, Irving, deja que el señor Winter termine. Tenga paciencia con nosotros, señor Winter. Nos cuesta creer que ese hombre esté aquí.
– Tendría que estar muerto -dijo Silver-. Y en caso contrario, ¿por qué está aquí? ¡No, él tiene que estar muerto! ¡No puede haber sobrevivido!
Frieda Kroner frunció el ceño al señor Silver. Luego habló con un ligero acento alemán.
– ¡Él está aquí, viejo chocho! ¿Dónde más podría estar?
– Pero nosotros somos la gente que él una vez…
– Así es -dijo ella fríamente-. Hace tiempo mató a muchos de nosotros y ahora lo está haciendo de nuevo. Era de esperar. ¿Por qué te sorprende? ¿Acaso crees que un hombre que odia tanto se detiene alguna vez? Pobre Sophie. Cuando él la vio, ya no tuvo ninguna oportunidad. Nadie la tuvo nunca.
Una lágrima resbaló por su redonda mejilla. Se reclinó en el respaldo del sofá, con los brazos cruzados sobre su amplio pecho, y rompió en quedos sollozos.
Winter alzó una mano.
– Señora Kroner… no hay ningún indicio de que otra persona, aparte del sospechoso que la policía está buscando, esté implicada en la muerte de Sophie…
– Si él la vio, él la mató. Y eso es lo que sucedió.
La mujer habló con amarga rotundidad, obligando a Winter a dudar. Un cúmulo de preguntas se agolpó en su mente, mientras se aconsejaba ir con pies de plomo, paso a paso.
– Había una carta. Sophie me dijo que un tal Herman Stein se había suicidado. ¿Él también había visto a ese hombre?
De nuevo se produjo un silencio.
El rabino asintió con la cabeza levemente.
– Lo hablamos, pero no nos pusimos de acuerdo. Cuesta mucho creerlo.
– ¿Conserva usted la carta?
– Sí. -Alargó el brazo y cogió La destrucción de los judíos europeos, de Raul Hilberg, que descansaba junto al servicio de café. La carta estaba en el interior del libro. Se la entregó a Winter, que rápidamente leyó:
Rabino:
Tengo noticias suyas a través del rabino Samuelson del templo Beth-El. Él fue quien me dio su nombre y me dijo que usted había sido en otro tiempo berlinés, como yo fui hace muchos, muchos años.
Tal vez recuerde a un hombre que conocimos en aquellos tristes días: Der Schattenmann. Fue quien descubrió a mi familia cuando nos ocultamos en la ciudad en 1942. Él se quedó observando cómo nos deportaban a Auschwitz.
Pues bien, suponía que ese hombre había muerto, junto con los demás. ¡Pero no es así! Hace dos días asistí a una gran reunión de la Asociación de Copropietarios de Surfside y le vi entre el público, ¡sentado dos filas detrás de mí! Él está aquí. Estoy completamente seguro.
Rabino, ¿a quién debo llamar?
¿Qué debo hacer?
No está bien que este hombre siga vivo y me siento en la obligación de hacer algo. Las preguntas oscurecen mi mente y la nublan de temores. ¿Puede usted ayudarme?
La carta manuscrita estaba firmada por Herman Stein, e incluía su dirección y número de teléfono.
Simon alzó la vista.
– ¿Cuándo llegó esta carta?
– Tres días después de la muerte del señor Stein. Desde Surfside, que no está lejos, no es Alaska ni el polo Sur, pero el servicio postal no entregó la carta hasta tres días después de que fuera franqueada. Así es como sucedió. -Los labios del rabino temblaron ligeramente-. Y ya era demasiado tarde para ayudar al pobre señor Stein.
– ¿Y usted qué hizo?
– Me puse en contacto con la policía. Y llamé al señor Silver y la señora Kroner, y por supuesto a su vecina.
– ¿Y qué dijo la policía?
Hablé con un detective que se quedó una fotocopia de la carta, pero me explicó que el señor Stein, al que yo no conocía, vivió solo muchos años y todos sus vecinos estaban preocupados por él porque últimamente se lo veía muy triste y alicaído. Hablaba solo…
– Actuaba como un chiflado, como si ya no le importara vivir -dijo Frieda Kroner.
El rabino asintió.
– El detective me contó que el señor Stein escribió una nota de suicidio antes de dispararse y que eso era todo. No podía ayudarme más. Era un hombre agradable, aquel detective, pero creo que estaba demasiado ocupado con otros asuntos más urgentes. Me mostró la nota de suicidio del señor Stein.
– ¿Se acuerda qué ponía?
– Por supuesto. ¿Cómo podría olvidarme de una cosa así? Conservo aquellas palabras en mi memoria. Era una sola frase: «Estoy cansado de vivir, echo de menos a mi amada Hanna y por eso ahora voy a reunirme con ella.» Se disparó en medio de la frente.
– ¿La frente?
– Eso me dijo el detective. Aquí. -Se golpeó ligeramente encima del entrecejo.
– ¿Está usted seguro? ¿Leyó usted el informe del detective acerca de la escena del crimen? ¿Le mostraron alguna fotografía? ¿Vio el protocolo de la autopsia?
El rabino alzó una ceja ante la rápida batería de preguntas.
– No. Simplemente me lo dijo. No me mostró nada. ¿Un protocolo?
Simon Winter fue a formular otra pregunta, pero se detuvo. Pensó: «La frente, no la sien.» Tampoco la boca, como había escogido él en aquellos momentos que ya le parecían tan lejanos. Intento visualizarse sosteniendo una pistola en esa posición, contra el entrecejo. Era extraño, no imposible ni improbable, pero era extraño. Y ¿por qué alguien cometería un suicidio extraño? Probablemente el rabino había entendido mal la explicación del detective.
El rabino le miró con ceño.
– ¿Usted entiende de estas cosas, señor Winter?
– Sí. Durante veinte años fui policía de la ciudad de Miami. Me retiré a Miami Beach hace unos años. Ya hace mucho tiempo de eso, pero sí, aún entiendo de estas cosas, rabino.