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– ¿Era policía? -Silver se asombró-. ¿Y ahora?

– Ahora sólo soy un anciano más en Miami Beach, señor Silver.

El rabino dejó escapar un bufido.

– Por eso Sophie acudió a usted.

– Sí, supongo. Ella estaba asustada y sabía que yo tengo un revólver. -Inspiró hondo-. Pensó que tal vez yo podría ayudarla.

– Yo también quiero un revólver. ¡Y creo que todos deberíamos procurarnos uno para defendernos! -dijo Silver desafiante.

– ¿Y qué sé yo de armas? -terció Frieda Kroner-. ¿Y qué sabes tú, viejo loco? Lo más probable es que acabaras pegándote un tiro, o a tu vecino, o al chico de los recados de la farmacia que te trae la medicación para el corazón.

– ¡Sí, pero tal vez le dispare primero a él, cuando venga a por mí!

Esta afirmación produjo un denso silencio en la habitación.

Simon observó atentamente los tres rostros que tenía ante él.

El rabino parecía exhausto por el temor y la tristeza. Los ojos de la señora Kroner reflejaban una mezcla de desesperación y desafío, mientras que Silver, con su carácter irascible, ocultaba el miedo que sentía.

– Tiene que perdonarnos, señor Winter -dijo el rabino-. Sophie era nuestra amiga y estamos de duelo por ella. Pero también estamos muy preocupados, y ahora creo que también asustados.

– No tiene que disculparse, rabino. ¿Pero por qué está usted tan convencido de que aquel hombre del pasado la asesinó? La policía tiene un testigo, un vecino que vio al agresor escapando del lugar. Un joven negro.

– ¿Y usted se lo cree? -saltó Irving Silver.

– Tienen a un testigo presencial. Vio al hombre en un callejón -repuso Winter.

El rabino meneó apesadumbrado la cabeza.

– Estoy confuso, señor Winter. Y la confusión sólo parece llevarme hacia más incertidumbres y miedos. El señor Stein dice que ve a Der Schattenmann y luego muere. Un suicidio. Sophie dice que ve a Der Schattenmann y muere. Asesinada por un desconocido de raza negra. Eso para mí es un misterio, señor Winter. Usted es el detective. Díganos: ¿pueden ocurrir estas extrañas coincidencias?

Simon reflexionó antes de responder.

– Rabino, durante muchos años fui detective de Homicidios…

– ¡Sí, sí, pero responda la pregunta! -se soliviantó Silver. Y fue a proseguir, pero Kroner le dio un codazo en las costillas.

– ¡Deja hablar a este hombre! -siseó ásperamente.

Simon dejó que la tranquilidad volviese a reinar mientras consideraba su respuesta.

– Le diré algo: las coincidencias ocurren. Fantásticas e increíbles coincidencias. Todos los detectives recuerdan sucesos sorprendentes, cosas que nadie podría haber anticipado ni en un millón de años. Para quienes trabajan en Homicidios estas cosas, aunque no comunes, por lo menos son familiares. No obstante, ustedes deberían comprender que la inmensa mayoría de las muertes son perfectamente explicables. Es importante que primero siempre busquemos la respuesta más sencilla, porque suele ser la verdadera causa de la muerte.

– Así que lo que está diciendo es que… -repuso Silver.

– ¡Deja que termine, caramba! -le espetó Frieda y de nuevo le dio un codazo-. ¡Eres un viejo maleducado!

– Gracias, señora Kroner, pero ya había terminado.

Rubinstein asentía con la cabeza.

– Lo que está diciendo es que sí, que podría ser lo que parece: un suicidio y un asesinato cometido por un marginado.

– Así es.

De nuevo se hizo el silencio en la estancia.

– ¿Se ha formado una opinión al respecto, señor Winter? -preguntó Frieda.

– Tengo algunas preguntas, señora Kroner. Y creo que sería conveniente despejar todas las dudas posibles, porque en estos momentos hay demasiadas. Al margen de cómo murieron Sophie y el señor Stein, creo que a los tres les será difícil seguir con su rutina cotidiana si, a cada momento, piensan que están siendo acechados por ese tipo. Si es que existe.

Ella asintió y el rabino también.

– Yo aún quiero una pistola -murmuró Irving Silver.

Todos lo miraron. Winter vio que afloraban lágrimas en los ojos de Silver, que empezó a mover la cabeza lenta, casi imperceptiblemente, como si intentase librarse de todos los miedos que lo acuciaban.

El rabino se inclinó hacia delante, mesándose su enmarañada mata de pelo con ambas manos. Hinchó sus mejillas y luego soltó el aire despacio. Entonces miró a Simon.

– ¿Nos ayudará, señor Winter?

Simon sintió un súbito rechazo interior. Miró a aquellos tres ancianos y recordó la mano temblorosa que su vecina había apoyado en la suya, cuando había interrumpido su propia muerte para ir a abrirle la puerta. Vio un tatuaje azul parecido al de Sophie en el antebrazo del rabino, y sospechó que bajo el holgado jersey blanco de la señora Kroner y de la camisa suelta a cuadros del señor Silver también encontraría lo mismo. Pensó: «Prometí ayudarla y luego no lo hice.» Y aquella promesa aún persistía en su interior. Por tanto, respondió:

– Lo intentaré, rabino. Aunque no estoy muy seguro de qué puedo hacer…

– Usted sabe cosas que nosotros ignoramos. Muchas cosas.

– Ya hace mucho tiempo de eso.

– ¿Acaso se olvidan esa clase de cosas? ¿Esas técnicas?

– No.

– Entonces podrá ayudarnos.

– Eso espero.

Los tres ancianos intercambiaron rápidas miradas.

– Creo que necesitamos ayuda. Tal vez más de lo que nos imaginamos, señor Winter -aseveró la señora Kroner.

– Pues yo quiero un arma -se obstinó Silver-. Si entonces hubiésemos tenido armas…

– ¡Entonces los nazis nos habrían disparado allí mismo!

– ¡Tal vez habría sido mejor!

– ¡Qué cosas dices, viejo loco! ¡Sobrevivimos! ¡Y ahora el mundo no olvida!

– Tal vez no olvida, pero ¿acaso ha aprendido algo?

Irving Silver y Frieda Kroner se miraron. El rabino suspiró.

– Siempre están así -dijo a Winter-. Tiempo atrás, cuando éramos demasiado jóvenes, nos vimos atrapados en aquellos terribles acontecimientos y ahora discutimos. Incluso los eruditos discuten. Pero nosotros estábamos allí, y formamos parte de algo que es más que sólo historia.

– Y él también… -gruñó Irving.

El rabino miró a los demás.

– Eso es cierto -dijo-. Él forma parte de esa historia tanto como cualquiera de los que murieron o sobrevivieron.

– Y él tampoco ha olvidado -añadió Irving.

– No, creo que no.

Frieda empezó a secarse los ojos dándose toquecitos con una servilleta.

– Si él está aquí…

– Y si nos encuentra… -añadió Silver.

– Lo más probable es que nos mate.

Simon alzó una mano.

– ¿Pero por qué? ¿Y por qué mataría o quería matar a Sophie y al señor Stein? Aún no lo han explicado. -Tan pronto hubo formulado la pregunta, se dio cuenta de que había entrado en un terreno regido por la historia y los recuerdos, oscuro por los bordes, negro como boca de lobo en su núcleo.

– Porque… -empezó el rabino tras un momento de silencio- porque somos las únicas personas que podemos levantarnos y señalarle con el dedo.

– Llevarlo ante la justicia -aclaró Frieda.

– ¡Si es que está aquí! ¡Pero no puedo creerlo! ¡No lo creo en absoluto! -Irving se palmeó la rodilla, rabioso. Los otros le miraron severamente.

– Pero en el supuesto caso de que así sea, ¿usted le reconocería? -le preguntó Simon.

Irving Silver se tomó su tiempo para responder. El ex detective vio que se agitaba, pasando apuros para responder.

– Pues sí -afirmó por fin-. Yo también vi su rostro durante unos segundos. Nos quitó el dinero a mi hermano y a mí.