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– Fue mi padre -dijo el rabino en voz baja-. Fue mi padre quien lo reconoció cuando íbamos en un tranvía. Mi padre me obligó a apartar la cara pero yo también le vi. Yo era tan joven…

Frieda Kroner movió la cabeza apesadumbrada.

– Yo era muy joven también, como el rabino y Sophie. Éramos poco más que unos niños. Nos atrapó en el parque. Era primavera y la ciudad estaba llena de escombros y muerte, pero aun así era primavera y mucha gente había salido a la calle, para disfrutar de un día hermoso. También mi madre y yo salimos, porque era importante comportarnos como los demás. Antes de la guerra, al buen tiempo lo llamaban «el tiempo del Führer», ¡como si el mismo Hitler pudiese gobernar los cielos!

Un nuevo silencio se adueñó de la habitación.

– Es difícil hablar de estas cosas -dijo el rabino.

Simon asintió.

– Ya -dijo-. Pero necesito saber más si he de ayudarles.

– Es razonable.

– Hay algo que no entiendo.

– ¿Qué es, señor Winter?

– Por qué quiere matarles. Por qué no se esconde simplemente. No sería difícil. No correría ningún riesgo. ¿Por qué no se contenta con desaparecer?

– Yo responderé a esto -dijo Frieda. Simon la miró-. Porque es un amante de la muerte, señor Winter.

Los otros dos asintieron con la cabeza.

– Mire, señor Winter, lo que le diferencia de los demás, el motivo de que nos tuviera aterrorizados a todos, era que sabíamos que él lo hacía no porque creyese que si colaboraba conservaría la vida, ni para proteger a su familia (otra excusa que se oía por entonces), sino porque disfrutaba haciéndolo. -Se estremeció-. Y porque haciéndolo era mejor que cualquier otro.

– Iranische Strasse -murmuró el rabino Rubinstein. Esta vez su voz no se elevó, sino que permaneció grave y áspera-. La Oficina de Investigación Judía. Allí era donde la Gestapo vigilaba a los cazadores, que a su vez nos vigilaban a nosotros.

– Se quitaban sus estrellas y luego salían a cazarnos -recordó Irving.

– Verá, en Berlín el propio Himmler prometió en un programa de radio que convertiría la capital del Reich en una ciudad Judenfrei, libre de judíos -añadió el rabino-. Pero no lo fue. Nunca lo fue. ¡Cuando llegaron los rusos había aún unos mil quinientos de nosotros escondidos en los escombros! ¡Mil quinientos de ciento cincuenta mil! Pero estábamos allí cuando los tanques soviéticos entraron atronadores y los nazis fueron barridos a plomo y fuego. ¡Berlín nunca fue Judenfrei! ¡Nunca! ¡Aunque sólo hubiese habido uno de nosotros, no habría sido una ciudad Judenfrei!

Simon asintió.

– Pero este hombre…

Frieda habló rápidamente.

– Der Schattenmann cubría su rastro mejor que cualquier otro cazador. Se decía que si le veías, después morías. Si escuchabas su voz, después morías. Si le tocabas, después morías… -dudó un instante y añadió-: en los sótanos de la prisión Plotzensee. Era un lugar terrible, señor Winter, un lugar donde la muerte más horrible era la norma, y donde los nazis crearon incluso formas peores de morir. Potros de tortura, ganchos para la carne, guillotinas y garrotes, señor Winter.

– Se decía que los suyos serían los últimos ojos vivos que verías. Su aliento en tu mejilla sería tu último recuerdo -explicó Irving con voz átona.

– ¿Y cómo lo sabían?

– Una palabra por aquí, una conversación por allá -dijo Frieda-. Se rumoreaba. La gente hablaba. Un tendero a un cliente. Un inquilino a un casero. Una palabra suelta oída en un parque o un tranvía. Y luego las madres advertían a sus hijas, como hizo la mía. Los padres a sus hijos. Así es como supimos de Der Schattenmann. -Respiró hondo, como si aquellas palabras le doliesen físicamente.

– Pero ustedes y el señor Stein… Y Sophie. Todos ustedes sobrevivieron…

– Mera suerte -dijo el rabino-. ¿Accidente? ¿Error? Los nazis eran sumamente eficientes, señor Winter. Ahora, algunas veces, revisando la Historia, nos parecen superhombres. ¡Pero muchos eran burócratas, oficinistas y chupatintas! Y así, en lugar de ir a parar a los sótanos, algunos de nosotros fuimos metidos en trenes con destino a los campos.

Irving Silver estalló en un sollozo. Tenía los ojos enrojecidos y se tapó la boca con la mano, como si quisiera evitar pronunciar lo que iba a decir. De nuevo respiraba con dificultad.

– Mi hermano… -farfulló, tras un puño cerrado tapándose los labios- fue a parar al sótano.

Los otros permanecieron en silencio.

– Oh, pobre Martin… Mi pobre hermano Martin. -Tras un instante, paseó su mirada por los demás-. Lo siento -se disculpó-. Es muy duro recordarlo, pero tenemos que recordar. -Inspiró profundamente-. Todo radica en conservar la memoria -prosiguió-. Nosotros recordamos, y también Der Schattenmann. Él debía de creer que nos había matado a todos, y ahora querrá terminar su trabajo. Por entonces éramos casi unos niños, señor Winter, y tal vez eso nos salvó de él. Mi hermano mayor era una amenaza, así que…

– Y mi padre -murmuró el rabino.

– Y mi madre -añadió Frieda Kroner.

– Tenga por seguro, señor Winter, que no es tan sorprendente -observó Rubinstein-, como bien dice Frieda. Si nosotros no conocemos la paz porque aún está vivo en nuestras memorias, ¿por qué en su caso habría de ser distinto?

Irving alargó la mano y estrechó la de Frieda. Ella asintió con la cabeza.

Simon se sintió como si de pronto le hubiera atrapado una fuerte corriente que le arrastrase hacia mar abierto, lejos de la costa. Pensó: «Todos los detectives trabajan con la memoria, puesto que un crimen se parece a otro. Incluso cuando se trata del crimen más excepcional, hay rasgos comunes con alguno anterior: un móvil como la avaricia; un arma como un cuchillo; pruebas: huellas digitales, rastros de sangre, fibras o muestras de pelo, lo que sea. Y todos esos cabos sueltos conducen al punto común de los crímenes en general.» Pero lo que acababan de contarle era una clase de crimen que desafiaba cualquier clasificación.

Hizo una pausa antes de decir:

– Creo que necesitaré saber más cosas de ese hombre. ¿Quién era? Seguramente alguien sabía su nombre, de dónde procedía, algo sobre su familia…

Se produjo otro silencio antes de que Frieda respondiese:

– Nadie estaba seguro de ello. Era diferente de los demás.

– Era diferente -añadió el rabino Rubinstein despacio-, porque era como un cuchillo en la oscuridad. A los otros la gente los conocía, ¿entiende? Si el cazador te conocía, entonces lo más probable es que tú conocieses al cazador. Tal vez de la sinagoga o del edificio de apartamentos, o de la consulta del doctor o del patio de la escuela, de alguna parte antes de que la promulgación de las leyes raciales se llevara a efecto. De esta manera, si estabas alerta, tal vez podías permanecer… ¿cómo decirlo? ¿Un paso por delante? Tenías la posibilidad de esconderte. O echar a correr, o sobornarles. Eran traidores, pero algunos, incluso casi al final, algunos aún conservaban alguna clase de sentimientos… -El rabino exhaló el aire lentamente- Pero nadie sabía quién era él. Era como si los nazis hubiesen inventado un golem. Un espectro, una especie de sombra.

– ¿Puede describirle?

– Era alto como usted… -empezó Frieda, pero Irving negó con la cabeza y agitó la mano.

– No, Frieda, no. Era un hombre menudo como un hurón. Y más mayor, más maduro que…

– No -terció el rabino-. Tenía que ser joven para seguir vivo hoy en día. Joven y fuerte, inteligente y ambicioso.

Se miraron y guardaron silencio.

– Éramos casi unos niños -explicó Rubinstein-. Nuestros recuerdos…

– Yo era pequeña, como Sophie -dijo Frieda-. Todos los hombres me parecían altos.