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– Mi hermano Martin era fuerte y alto, y por eso yo pensaba que todos los que no eran como él eran bajos.

– ¿Se da cuenta, señor Winter? -dijo el rabino-. Der Schattenmann era mejor que cualquiera de la Gestapo. Era como un fantasma. Allá por donde anduviese había oscuridad, incluso en pleno día. Justo como un… ¿cómo lo dirías, Irving?

– Una quimera.

– Y todos sabíamos -dijo el rabino fríamente- que si te encontraba, entonces no podrías esconderte.

– ¿Pero no podían sobornarle?

– Sí y no -dijo Irving-. Tal vez escuchabas una voz en algún callejón oscuro y le prometías tu dinero, y tenías que entregárselo a él. Pero luego la Gestapo venía de todas formas, y la persona que creía haber comprado a Der Schattenmann era llevada a los sótanos y su familia metida en el siguiente tren a los campos. Él cubría sus pistas. Si te encontraba, eras hombre muerto.

Frieda Kroner lanzó una exclamación al recordar algo, pero levantó la mano y no habló cuando los demás se volvieron hacia ella.

– Pero Sophie. Ustedes tres. El señor Stein. Ustedes sugieren que…

– Errores. Errores -dijo el rabino-. Se suponía que no iba a sobrevivir nadie, pero algunos lo hicimos. Somos un error. Y ahora, cincuenta años después, ese error va a ser enmendado.

Irving se estremeció y Frieda se secó los ojos.

Simon asintió. Le costaba entender aquel miedo casi palpable, pero sabía que llenaba la habitación. Miró alrededor y se fijó en todas las cosas simples y cotidianas que había en el apartamento del rabino: una gran menorah de latón, fotografías de amigos y familia, un mantel de elegante bordado… Pero todos esos objetos parecían oscurecidos por un turbio recuerdo, y el aire impregnado por un hedor tóxico.

El rabino se reclinó pesadamente.

– Es muy duro ser viejo y tener que recordar estas cosas -dijo-. Es como descubrir una nueva dolencia… Había olvidado lo que era sentirse cazado.

Los otros asintieron con pesadumbre.

Simon quiso tocar el brazo del rabino para confortarlo un poco, pero no lo hizo.

– Hay algo más que no comprendo -dijo entonces-. ¿Por qué ha venido aquí? En Miami Beach hay muchos supervivientes del horror nazi, es el lugar donde hay más probabilidades de que alguien lo reconozca. ¿Por qué no está en Argentina o en Rumania u otro lugar más seguro?

Irving Silver negó con la cabeza.

– Es aquí donde él se siente más seguro.

– ¿Pero cómo?

– Usted no lo entiende -dijo Rubinstein, empezando lentamente pero acelerando sus palabras mientras hablaba-. ¡Der Schattenmann no era un nazi! ¡No era de la Gestapo ni de las SS! ¡Era un judío como nosotros! ¡No había ninguna organización Odessa ni ningún grupo Cruz de Hierro que le ayudase a llegar a un lugar seguro después de la guerra! ¡Sólo se tenía a sí mismo!

– Pero, ciertamente, hubo organizaciones. La Cruz Roja. Grupos que ayudaron a personas desplazadas…

– ¡Por supuesto! ¡Así es como yo llegué aquí!

– Y yo -dijo Frieda.

– Yo no. Yo tenía parientes lejanos que me ayudaron -dijo Irving-. Pero ¿quién ayudó a Der Schattenmann? No fueron los rusos. Ellos le habrían fusilado sin juicio. Entonces ¿quién?

– Díganmelo ustedes -dijo Winter.

– Su propia gente. La misma gente a la que había traicionado -dijo Silver.

– Pero no si sabían quién era él, ¿verdad?

– Por supuesto. ¿Acaso los Kapos de los campos no fueron entregados a las autoridades? -replicó Silver.

Rubinstein asintió dándole la razón.

– Pero él habría sido consciente de aquel peligro -añadió.

– ¿Entonces qué me están diciendo que hizo?

Los tres ancianos se removieron en sus asientos y se miraron entre sí. Por un momento Winter pudo escuchar sus respiraciones. Era como si estuviesen debatiendo y evaluando su pregunta, pero sin palabras ni gestos. Simplemente dejando que sus pensamientos se mezclaran y resultase una única conclusión.

El rabino se pasó una mano por el mentón.

– Se hizo pasar por uno de nosotros. Un superviviente.

Frieda Kroner asintió con la cabeza.

– Por supuesto. Era su única escapatoria.

– ¿Pero cómo podía fingir eso?

Irving Silver frunció el ceño.

– ¡Él era Der Schattenmann! ¡Podía hacer lo que quisiera!

– Pero… -Winter dudó- seguro que había otros como él. ¿Les capturaron?

– ¿Usted cree? No como él, desde luego.

– ¿Pero por qué aquí?

– Porque nosotros somos su gente.

– Nadie nos conoce mejor que él. Por esa razón tuvo tanto éxito. ¿Por qué habría de temernos?

El rabino se levantó y cogió La destrucción de los judíos europeos de la mesa. La carta de Stein cayó al suelo, pero nadie se movió para recogerla. El pesado libro se balanceó en sus manos. No lo abrió, y Winter se dio cuenta de que el anciano rabino podía recordar de memoria todo lo que se contaba en aquel libro.

– Si recuerdas aquellos tiempos… -empezó- recuerdas confusión y depravación. El Holocausto, detective, era como una gran maquinaría dedicada al exterminio de judíos. Pero para que los nazis pudieran llevar a cabo esta tarea (seguían hablando en todos sus discursos, propaganda y escritos acerca de la tarea «monumental» que llevaban a cabo) necesitaban ayuda. Y recibieron todo tipo de ayuda, desde todos los ámbitos…

– Empezando por el Papa, que no les condenó… -dijo Irving Silver.

– Y siguiendo por los Aliados, que no bombardearon los campos ni las líneas ferroviarias de Dachau y Auschwitz… -añadió Frieda Kroner.

– Y también de la gente no judía, los polacos, checos y rumanos, italianos, franceses y alemanes que observaban todo aquello. Realmente, de todo el mundo, detective; de una forma u otra, todos ayudaron. Inclusive algunos del mismo pueblo que intentaban exterminar.

Simon Winter permaneció sentado en silencio, escuchando.

– Así que considere Auschwitz, detective. Después de que los nazis hacían la selección, alguien tenía que cerrar las puertas de las cámaras de gas, y después alguien tenía que sacar los cadáveres. Alguien tenía que alimentar los hornos y alguien tenía que dirigir el trabajo de toda esa gente para que funcionase. Y a menudo, algunos de ellos éramos nosotros mismos.

El rabino se sentó pesadamente, con el libro apoyado en el regazo.

– Ayudamos, ya ve. Sólo para sobrevivir, haciendo lo que fuese para conservar la vida, y así ayudábamos perversamente a que aquel infierno funcionara… -Miró a la señora Kroner y al señor Silver-. ¿Habría sido más correcto, más ético, simplemente morir frente a tanta maldad, detective? Éstas son preguntas que aún quitan el sueño a los filósofos, y yo soy sencillamente un viejo rabino.

Calló y movió apesadumbrado la cabeza, respirando trabajosamente antes de proseguir.

– Todo es una locura, todo, detective. Mire el mundo en que vivimos. Algunos días piensas que todo aquello está tan lejano y tan atrás que puede que en realidad nunca haya sucedido, pero otros días, bueno, entonces sabes que todo está aquí mismo, aún vivo, igual de malvado y terrible, y esperando alzarse de nuevo… Der Schattenmann era el peor de todos nosotros -prosiguió el rabino-. Era peor que los nazis. Peor incluso que esas extrañas cosas malignas que a Stephen King le gusta pergeñar en su fantasía.

– Y ahora está aquí, entre nosotros. Como una infección -dijo Silver.

– ¿Acaso no ha habido siempre alguien como Der Schattenmann entre nosotros? -preguntó en voz baja el rabino. Nadie respondió.

– ¿Podrá encontrarle, detective? -suplicó Frieda Kroner suavemente.