Winter echó un vistazo alrededor, buscando al detective Robinson o a aquella joven fiscal, pero no les vio. Suponía que habría alguien de la policía de Miami Beach mezclado entre los dolientes; era el procedimiento habitual en cualquier homicidio, incluso cuando el sospechoso principal era de diferente edad y raza. No se podía predecir quién podría aparecer, movido por la curiosidad. Pensó que Robinson habría enviado a un subordinado, ya que su color de piel le impedía disfrutar del anonimato necesario para observar a la gente reunida bajo el dosel.
Por supuesto, quienquiera que fuese la persona que el detective había enviado, lo más probable es que estuviese buscando a la persona equivocada.
Simon Winter exhaló el aire lentamente y estrujó en su mano el programa impreso. Sentía una furia difícil de controlar, una frustración martilleándole las entrañas.
«Aún no tengo nada -se dijo-. Sólo extrañas coincidencias, tres viejos y una pesadilla de otra época.»
Alzó de nuevo la vista al cielo. La frustración iba trocándose en un sentimiento de culpa. «¿Te acordarás realmente de cómo hacerlo? ¿Cómo detectar pistas y convertirlas en algo tangible, frío y real? -Apretó los dientes-. Empieza a actuar como lo hacías en tus tiempos -se ordenó-. ¿Quieres que te llamen detective de nuevo? Pues entonces compórtate como uno de ellos. Haz preguntas y encuentra respuestas.»
En la primera fila, junto a la tumba, un niño de unos cuatro o cinco años no dejaba de moverse nerviosamente, intentando hablar mientras el rabino pronunciaba el sermón, y su madre le hacía callar suavemente. El rabino hizo una pausa, sonrió al niño y luego continuó:
– Así pues, ¿quién era Sophie Millstein, esta mujer que dio tanto de sí misma, que consiguió tantos logros en su vida? Deberíamos saber más de esta extraordinaria mujer, para aprender de las lecciones de su vida, de la misma forma que han aprendido su hijo, su nuera y su amado nieto…
Simon Winter veía a Murray Millstein de espaldas. Pero mientras el rabino hablaba vio que el abogado extendía su brazo y rodeaba los hombros de su esposa y de paso abrazaba a su hijo, en el que reposó su mano. El rabino prosiguió, finalmente cambiando sin esfuerzo al hebreo, para pronunciar el kaddish sobre el ataúd, pero Winter ya no escuchó y ya no sintió el calor opresivo. Lo único que veía era la mano del joven padre apoyada en el hombro de su hijito, y al niño que reposaba suavemente su mejilla en la mano, donde encontraba la seguridad necesaria para disipar los miedos terribles que los niños experimentan ante la muerte y extinción.
Winter se puso a un lado de la cola de quienes iban a dar el pésame después del servicio religioso. Esperaba el momento oportuno, quería que fuese más de un segundo, deseaba pronunciar más que un simple murmullo de consuelo y marcharse. Cuando los asistentes empezaron a irse y vio que el joven abogado buscaba con la mirada a su esposa y su hijo, Winter se adelantó.
– Señor Millstein, soy Simon Winter. Era uno de los vecinos de su madre…
– Por supuesto, señor Winter. Mi madre hablaba de usted a menudo.
– Lamento mucho su pérdida…
– Gracias.
– Sin embargo, me preguntaba si… si la policía ha…
– Dicen que están haciendo progresos y que me mantendrán informado. Usted era policía, ¿no es así? Me parece recordar que mi madre…
– Sí, aquí mismo en Miami. Detective.
– Mi madre hablaba muy bien de usted. Y de todos sus vecinos. ¿Cuál era su especialidad?
– Homicidios.
Murray Millstein hizo una pausa, como si sopesase las connotaciones de aquella respuesta. Era un hombre bajo y delgado, de aspecto enjuto, como un corredor de fondo, y parecía prestar atención a todos los detalles.
El ex detective pensó que las lágrimas que Murray Millstein destinase a llorar el asesinato de su madre serían derramadas en privado. Éste observó a Winter atentamente antes de responder en voz baja.
– La policía de Miami Beach parece bastante competente. ¿Opina lo mismo?
– Sí, seguro que sí. Simplemente es que… ¿podría hacerle algunas preguntas? ¿En alguna parte que no sea aquí? -Simon hizo un gesto y entonces vio que el rabino y el director de la funeraria se acercaban a ellos.
– Pensamos iniciar el duelo cuando regresemos a Long Island. Tenemos previsto volar de regreso esta noche. ¿Hay algo en concreto que quiera usted preguntarme?
– Pues… es algo que su madre me dijo poco antes de su muerte.
– ¿Algo que ella dijo?
– Sí.
– ¿Y usted cree que tiene alguna relación…?
– No estoy seguro, pero me preocupa. Tal vez es que simplemente soy viejo y tengo exceso de imaginación. Debe confiar en la policía de Miami Beach. Estoy seguro de que a su caso le darán prioridad.
Millstein dudó y luego respondió rápidamente.
– Esta tarde tengo que reunirme con los que se ocuparán de la mudanza, a las cuatro. ¿Qué le parece si hablamos entonces?
Winter asintió. El joven se dio la vuelta y se alejó para recibir a los dos hombres que se acercaban.
Simon estaba esperando junto al querubín en el patio de The Sunshine Arms, cuando llegó Murray Millstein, acompañado por un hombre que vestía un traje beis que le sentaba mal. El hijo de la mujer asesinada miró rápidamente alrededor antes de entrar en el apartamento. Había un gran letrero rojo pegado a la puerta: ESCENA DE UN CRIMEN – ENTRADA NO AUTORIZADA. Millstein se detuvo con la llave en la mano, se volvió hacia el hombre del traje beis y dijo:
– No entraré. Hágalo usted y dése prisa, y recuerde no tocar nada. Luego hablaremos.
El hombre asintió con la cabeza y el abogado Millstein abrió la puerta. Después se dirigió a Winter y se sentó en los escalones de la entrada.
– Yo quería que se mudara a una residencia de la tercera edad. Ya sabe, uno de esos lugares en Fort Lauderdale especializados en ancianos. En particular en los que están solos. Una comunidad planificada. Seguridad las veinticuatro horas del día. Juegos de mesa, entretenimientos…
– Ella lo mencionó alguna vez.
– Pero no quería hacerlo. Le gustaba esto.
– A veces cuando te haces anciano, el cambio asusta más que cualquier amenaza del entorno.
– Tal vez. Pero sólo si tu entorno no se materializa una noche y te asesina en tu propia cama mientras duermes. -Su voz rezumaba amarga culpabilidad-. ¿Usted también es así, señor Winter?
– Sí y no. ¿Quién sabe? No me gustaría mudarme a una de esas residencias. Pero cuando finalmente vaya a una, probablemente me guste.
– Ése es el problema, ¿verdad?
– Me temo que sí. -Winter se sentó a su lado.
– No puedo entrar, ¿sabe? Pensé que podría. Pensé que lo necesitaba, ver dónde sucedió. Pero no puedo. -Inspiró hondo-. ¿Hay manchas de sangre?
Simon negó con la cabeza.
– No. Sólo que todo está un poco revuelto. Todas las escenas de crimen lo están. Polvo para las huellas digitales en los muebles, rastros de gente entrando y saliendo… Su madre se habría puesto furiosa. Ella siempre tenía su casa muy limpia.
Murray sonrió.
– Se habría sentido mortificada si hubiera sabido que moría en desorden. -La tristeza acompañó cada palabra, a pesar de la forzada sonrisa.
– Ya.
El joven suspiró lentamente.
– Es muy duro -dijo en voz baja-. Tienes un tipo de relación que atañe a los aspectos difíciles y cotidianos de la vida. Intentas que tu madre haga algo que no quiere hacer. Discutes con tu mujer. Después tu madre intenta suavizar las cosas enviándole regalos a su nieto… Yo sabía que se estaba haciendo mayor, y supongo que sabía también que no le quedaba mucho tiempo. Había muchas cosas que quería decirle. Cuando mi padre murió me di cuenta. Vi lo terrible que era querer decir cosas y no tener la oportunidad de hacerlo. Así que me prometí decirle todo lo que me había guardado. Pero primero por una cosa y luego por otra, también por culpa de mi trabajo, el tiempo transcurrió inexorablemente, señor Winter. El tiempo se escapa a toda prisa, no importa lo que hagas. Y luego todo se frustra porque un yonqui de mierda necesita unos dólares para chutarse o lo que sea y cree que matando a mi madre tiene el problema resuelto…