La voz de Murray Millstein se había alzado como un turbulento río de angustia, sus palabras resonaron en el patio.
– Algún jodido yonqui, un maldito drogadicto, una escoria. Se chuta la vida de mi madre en su jodido brazo o se la fuma en su puta pipa. Espero que cuando lo atrapen me dejen arrancarle el corazón.
Hizo una pausa para tomar aliento.
– Esa bestia pagará su crimen… -espetó.
Luego calló, como si de pronto se sintiese incómodo dejándose llevar por sus emociones con tal intensidad. Miró al frente un momento antes de volverse hacia Winter y preguntar:
– ¿Usted cree que atraparán a ese bastardo?
– No lo sé. Las técnicas policiales han mejorado. Tal vez sí.
– Pero tal vez no, ¿verdad?
– Quizá no. La mayoría de los homicidios que se resuelven son los que sabes enseguida quién los ha cometido. Un marido, una esposa, un socio, otro traficante, el que sea… Pero cuando dos vidas sólo se encuentran por azar…
– Es más difícil.
– Así es.
– ¿Habló usted con el detective? ¿Aquel tipo negro?
– Sí. Parecía bastante competente.
– Eso espero. Veremos.
– Siga presionándoles -aconsejó Winter.
– ¿Qué?
– No deje de llamar por teléfono. Escriba cartas al fiscal del condado. Escriba a los condenados periódicos, a las cadenas de televisión. Siga recordándoselo. Eso ayudará. Mantendrá el caso en lo alto del montón de expedientes del despacho de alguien, en lugar de quedar sepultado abajo.
– ¿Suele suceder? ¿Casos que sencillamente se traspapelan?
– Todos los detectives lo saben. Siga haciendo que piensen en su caso. Tal vez obtenga resultados.
– Es un buen consejo.
Ambos se quedaron en silencio unos instantes y luego Murray Millstein hizo un amplio gesto con el brazo abarcando todo lo que veía.
– Tengo treinta y nueve años y quiero irme de aquí para siempre. Quiero que el tipo de las mudanzas termine con su tarea y quiero subir a un avión y regresar a casa… -Se giró un poco hacia Winter-. Así que ya puede preguntarme lo que quería.
– El día que su madre fue asesinada vino a verme. Estaba asustada. Había visto a alguien de su pasado, en Berlín, 1943.
– ¿De veras?
– ¿Der Schattenmann significa algo para usted?
Millstein hizo una pausa y contestó:
– No. No que yo recuerde. Der Schattenmann… No. No me suena de nada.
– ¿Su madre hablaba mucho de sus experiencias durante la guerra?
Millstein negó con la cabeza.
– ¿Sabe algo de las relaciones entre los supervivientes del Holocausto y sus hijos, señor Winter?
– No.
– Son, como lo diría… problemáticas. -Se frotó la frente, como si quisiera despejar algún pensamiento difícil, antes de continuar-. Ella no quería hablar de los campos ni de su vida antes de los campos. Tampoco de su vida antes de conocer a mi padre. Solía decir que su vida realmente empezó cuando él la trajo a Estados Unidos. ¿Sabía que ella no hablaba inglés cuando vino? No sólo aprendió el idioma, sino que se empeñó en borrar completamente cualquier rastro de su acento alemán. Mi padre contaba que se quedaba hasta altas horas de la noche practicando delante de un espejo.
– Comprendo.
– No, no lo comprende -repuso Millstein, como si se irritase-. Nada de coches alemanes. Nada de productos alemanes, nada que tuviera que ver con los alemanes. Si daban algún programa en la televisión sobre Alemania la apagaba. Sin embargo, pese a que nunca se hablaba de ello, sus experiencias durante la guerra dominaban nuestro hogar. Todo lo que hizo mi padre y todo lo que hice yo, hasta el día que fue asesinada, tenía alguna relación no dicha con lo que le sucedió a ella. Siempre estaba allí. Siempre. -Murray movió la cabeza-. Crecí entre fantasmas -añadió amargamente- Seis millones de fantasmas.
– Pero ella no hablaba de sus experiencias…
– No a mí. Pero el año pasado hizo una cinta de vídeo para la biblioteca del Centro del Holocausto aquí en Miami Beach. Yo no la he visto, pero ella la hizo.
– Y cómo…
– Lo averigüé porque me enviaron una solicitud para recaudar fondos. Querían una contribución. Les envié dinero y la llamé y le dije que quería ver la cinta y discutimos. Probablemente fue la única discusión que tuvimos en años. Me lo prohibió… hasta que ella hubiese muerto.
– ¿La verá ahora?
– No. Sí. No lo sé.
Murray Millstein se puso de pie al ver que el hombre del traje beis salía del apartamento.
– ¿Cuánto me costará? -preguntó.
– ¿A Long Island? ¿Todo el contenido? Dos mil doscientos, empaquetado y marcado. Éste es nuestro servicio especial de mudanzas.
– De acuerdo -dijo Millstein-. Estoy seguro de que es muy especial. -Le entregó la llave al hombre-. La policía tardará un par de semanas en dejar libre el apartamento…
– No se preocupe, señor Millstein. No tiene más que llamar y enseguida vendremos. Le enviaré un contrato.
El abogado asintió y luego consultó su reloj.
– Ya me marcho. Vaya usted -dijo a Winter.
– ¿Qué?
– Vaya a ver la cinta, señor Winter. Y luego me comenta qué le ha parecido.
Murray Millstein se dio la vuelta y anduvo un par de pasos en el patio antes de detenerse y mirar por encima del hombro a Simon Winter.
– Hice alemán, ¿sabe?
– ¿Cómo dice?
– Estudié alemán en el instituto. Teníamos que estudiar idiomas y yo escogí alemán. Ella lo odiaba. Apenas me habló durante todo el año académico. No me permitía ni tener un diccionario de alemán en casa. Tuve que estudiarlo todo en la escuela. Obtuve un sobresaliente.
Winter no supo qué responder. Pensó que a veces el mundo parece acumular una horrible gama de dolor y sufrimiento y soltarla injustamente, de forma desigual, directamente en el corazón de los desafortunados.
Millstein pareció pensar intensamente por un momento antes de añadir:
– ¿Sabe usted lo que significa?
– ¿El qué? -Simon alzó la vista, casi sorprendido, como si todos sus pensamientos hubiesen sido succionados por un fuerte viento y sólo la voz del abogado lo hubiera traído de regreso a la tierra.
– Der Schattenmann -dijo Murray Millstein, encogiéndose de hombros-. ¿Sabe qué significa?
Simon negó con la cabeza. No se le había ocurrido traducir la frase.
– Significa la Sombra. -Hizo una pausa y luego dijo-: Me pregunto qué querría decir con esto. -Sin embargo, Millstein no esperaba una respuesta.
Simon lo vio darse la vuelta y cruzar rápidamente el patio, pasando junto al querubín trompetista, cuya música, imaginó el ex detective, en esta ocasión era un canto fúnebre.
7 Urgencia
Cuando Espy Martínez llegó a la Oficina del Fiscal del condado de Dade la mañana siguiente al funeral de Sophie Millstein, tenía un par de mensajes esperándola: uno de Walter Robinson, y el otro era un requerimiento para que se reuniese con el jefe de la fiscalía del departamento de Delitos Mayores. Supo al instante que su jefe querría que le pusiese al corriente de los progresos que se estaban haciendo en el caso; sin embargo, a pesar de que él había marcado su nota con la palabra «Inmediatamente» en rojo, corrió entre el laberinto de los cubículos de los fiscales hacia el suyo y telefoneó al departamento de Homicidios de la policía de Miami Beach.
Tras unos momentos de espera, Walter Robinson se puso al aparato.