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Abraham Lasser era un hombre robusto. Lucía un mostacho que caía a ambos lados de su boca y una melena despeinada de pelo negro con vetas grises que parecía explotar de su cuero cabelludo de forma incontrolada. Esto contrastaba con su predilección por vestir elegantes trajes italianos cruzados y zapatos con brillo de espejo. Acechando por el laberinto de oficinas de la sexta planta del Palacio de Justicia metropolitano, parecía una especie de pesadilla de un diseñador de moda. Cuando hacía su aparición en alguna sala del cuarto piso, mostraba su lado gruñón y sarcástico, rutinariamente impostado y rutinariamente temido por los abogados defensores. Era un hombre que concedía un gran valor a la intimidación, tanto de sus oponentes como de la gente que trabajaba para él.

Espy Martínez había sido asignada a su departamento de Delitos Mayores hacía ocho semanas. Durante aquel tiempo sólo se había reunido con él media docena de veces, más o menos, y en todas simplemente para obtener autorización para llegar a un acuerdo con la defensa. Éste era el procedimiento habitual en la oficina, desde que un desafortunado ayudante había negociado con la defensa sin autorización en un caso poco sólido de esposa contra marido maltratador, y el acusado había salido directamente de la sala en busca de un fusil automático que llevaba en su coche. Se disparó a bocajarro después de abatir a tiros a su ex mujer y a sus dos hermanas, delante del Palacio de Justicia. Las bromas que corrían por la oficina sugerían que habría sido mejor para el ayudante que había aceptado negociar si le hubiesen matado también, puesto que la muerte era mejor opción que enfrentarse a la furia volcánica de Abe Lasser.

Cuando la joven llegó ante su oficina, inspiró hondo, llamó a la puerta y entró.

La secretaria de Lasser alzó la vista y le sonrió.

– Pase, la está esperando -le indicó, y consultó su reloj de pulsera de forma significativa.

– Tenía que hablar con un detective de Homicidios -se justificó Espy Martínez.

– Entre de una vez, querida -la urgió la secretaria.

La joven lo hizo. Lasser estaba tras su mesa, al teléfono. Le hizo un gesto con la mano para que se sentase y siguió hablando. Ella dejó que sus ojos se paseasen por la habitación. Había varios diplomas enmarcados y membresías de varios Colegios de Abogados. También había las consabidas fotografías de Lasser con diversos políticos locales y estatales, incluida una instantánea ampliada a todo color del jefe de la fiscalía y el gobernador, bronceados, sonrientes, en camiseta y pantalón corto, de pie al borde de un embarcadero, ambos sosteniendo un gran pescado.

Separadas a poca distancia de estas fotografías, había siete fotografías más, cada una cuidadosamente emparejada y enmarcada en acero negro brillante. En ellas no había políticos, sino que eran fotografías de fichas policiales de rostros de frente, de perfil izquierdo y derecho, tomadas en la cárcel del condado. Espy observó aquellos rostros, que parecían mirarla hoscamente. Cuatro eran hombres de raza negra, dos aparentemente hispanos, uno con un tatuaje de una lágrima bajo un ojo y el otro con una cicatriz que recorría su ceja. Sólo había un hombre blanco, cuya mirada denotaba una inquietante y malévola indiferencia. Miró aquel rostro y luego a uno de los hombres negros. Tenía una apariencia adormilada, casi despreocupada, con los ojos entrecerrados, como si el hecho de ser fotografiado en prisión fuese una rutina diaria para él.

Abe Lasser de pronto empezó a hablar a gritos:

– ¡Maldita sea! Mira, si publicas esto antes de que entre en el tribunal, esos bastardos se escaparán. ¡Se escaparán! ¿Entiendes? Quieres cargar eso en tu conciencia?

Cubrió el auricular con la mano, sonrió a Espy Martínez y susurró:

– Es el jodido Herald, que ha localizado a un testigo del Gran Jurado en la pelea del caso Abella.

Espy asintió. Enrique Abella era un motorista borracho que había provocado una persecución a toda velocidad en la que se vieron implicados media docena de policías. Cuando finalmente lograron acorralarle, le redujeron de forma brutal y abusiva, y, posteriormente, éste llegó a los calabozos del condado con tres costillas fracturadas, múltiples contusiones, una mandíbula rota y seis dientes menos, una conmoción de segundo grado y un ojo probablemente irrecuperable.

Él se giró rápidamente en su asiento.

– No, joder, escucha. Mantenlo hasta que se hayan presentado los cargos, te prometo que van a estar sellados. Te garantizo que tú, y sólo tú, sabrás cuándo vamos a entregar a estos bastardos para que les tomen las huellas y las fotos. Serás el único que podrá entrar una cámara allí, ¿de acuerdo? Éste es el trato.

Hizo una pausa y escuchó, antes de espetar:

– ¡No, joder, no vas a hablar con ningún maldito redactor! ¡Hace diez años que nos conocemos! Y después de tanto tiempo no puedes hacer un trato para conseguir dos jodidas exclusivas sólo si mantienes…

Abe Lasser empezó a asentir con la cabeza. Sonreía. Su voz se suavizó al instante.

Por supuesto que confío en ti. Y tú confías en mí. Ambos confiamos el uno en el otro; y tú consigues algo y yo también consigo algo y todos contentos, ¿de acuerdo?

De pronto, se inclinó hacia delante y habló sosegadamente pero con tono frío y amenazador.

– Jódeme en este tema y no verás ninguna otra historia salida de esta oficina en los próximos cien años. Y tampoco la verá el nuevo gilipollas que te reemplace en el Herald. Ni quien le reemplace a él. Y tú acabarás en Opa-Locka cubriendo las reuniones de la junta de compensación urbanística.

Hubo una pausa y luego Lasser se inclinó bruscamente y estalló en risas.

– Está bien, qué diablos, probablemente tengas razón. De acuerdo.

Volvió a tapar el auricular y dijo:

– Este hijo de puta dice que tendré suerte si acabo ocupándome de casos de peatones imprudentes y de gente que tira basura en las carreteras de las pocas zonas rurales que quedan.

Volvió al teléfono.

– ¿Así que cerramos el trato? De acuerdo. ¿Te parece que almorcemos juntos algún día? ¿Invito yo? Diablos, tendrías que invitar tú. Llama a mi secretaria.

Y por fin colgó.

– ¿Puede hacer eso? -preguntó Espy-. Me refiero a prometerle que será el único periodista que estará presente cuando los polis sean…

– Por supuesto que no -repuso Lasser.

Sonrió y cambió unos papeles de sitio en su mesa. Por un momento, se dio la vuelta como si se alejase de ella, y miró por la ventana con vistas a la parte menos favorecida del centro urbano de Miami y se extendía más allá de la impasible y achaparrada cárcel del condado.

– Dígame, Espy, ¿sabe dónde vivo?

La pregunta la pilló por sorpresa.

– No, señor. No creo que yo…

– Tenemos una casa realmente bonita que da al campo de golf de La Gorce Country Club, justo en el centro de Miami Beach. Es antigua, construida en los años veinte. Ya sabe el tipo de casa que quiero decir: techos altos, suelos de baldosas cubanas, ventanas art déco. Mi esposa se pasa la mayor parte del tiempo reparándola porque cada semana se rompe algo. Las cañerías, las goteras, el aire acondicionado. El aparato se estropeó ayer por la mañana. ¿Sabe el jodido calor que hizo ayer noche?

– Sí. Pero…

– Y yo estoy sentado aquí, Espy, preocupado principalmente por cómo voy a trincar a estos cuatro polis y pensando en lo afortunado que soy de que este puñetero Enrique Abella no sea negro, así no tendremos disturbios raciales, pero también pensando que, por el hecho de ser cubano, esos bastardos van a buscarnos las cosquillas políticas del caso; y que en casa estamos a mil grados y que me va a costar tres de los grandes arreglar el condenado aire acondicionado; y que hay gotas de sudor, que caen de mi frente, en la sección de deportes que estoy intentando leer, y entonces adivine quién me llama por teléfono.