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Abrió la puerta del armario y vio que Sophie Millstein había conservado los adustos trajes de Leo, marrón oscuro y azul marino, uno junto al otro, colgados en medio de lo que parecía un muestrario de vestidos estampados y floreados. En un extremo había un sedoso abrigo de visón marrón; Simon pensó que no era el tipo de prenda que uno llevaría en Miami Beach, pero que probablemente valía su peso en recuerdos. Los zapatos de la anciana estaban cuidadosamente colocados en el suelo, bien alineados junto a los de su difunto esposo.

Se apartó del armario, miró de nuevo el retrato de Leo Millstein y se disculpó por lo bajo:

– Perdona, Leo. Husmear no es mi intención, pero tu mujer me lo pidió…

Flexionó una rodilla artrítica que inmediatamente se quejó, y comprobó que nadie acechaba bajo la cama. Se fijó también en que no había ni una mota de polvo ni revistas viejas metidas allí debajo, como habría encontrado en su propio apartamento. Con toda probabilidad, Sophie Millstein reaccionaría ante una mota de polvo o una mancha de suciedad con el mismo rigor que un general pasando revista a un soldado desaliñado.

– Todo en orden, señora Millstein… -repitió en voz alta, y se dirigió a la cocina.

En el lado opuesto del fregadero había una puerta corredera de cristal que conducía a un pequeño patio trasero enlosado. El patio medía unos diez metros hasta el callejón trasero, donde se colocaban los cubos de la basura. Probó la puerta para asegurarse de que estaba cerrada y luego regresó a la salita.

Sophie Millstein seguía con el gato en brazos. El color había vuelto a sus mejillas.

– Señor Winter, no sabe cuánto se lo agradezco.

– No es nada, señora Millstein.

– Debería llamar a los demás ahora.

– Sí, sería lo más adecuado.

La anciana atravesó la salita, donde, entre los familiares objetos que la decoraban -las fotografías con el gato, los cojines recargados del sofá, los muebles y otras cosas-, probablemente la sensación de amenaza que la había asaltado remitiría rápidamente.

– Siempre guardo mis números de teléfono aquí -dijo mientras se dejaba caer en una gran y mullida butaca. Había un teléfono amarillo en una mesilla auxiliar junto a la butaca. Abrió su único cajón y sacó una agenda de direcciones barata forrada de plástico rojo.

De pronto él se sintió como un intruso.

– ¿Quiere que me vaya mientras hace las llamadas? -preguntó.

Ella negó con la cabeza mientras marcaba el primer número. Hizo una pausa, luego una mueca.

– Salta el contestador -murmuró, y un segundo después dijo en voz alta-: ¿Rabino? Soy Sophie. Por favor, llámeme en cuanto pueda.

Las palabras parecieron devolverle algo de ansiedad. Respiraba agitadamente cuando colgó el auricular. Miró a Simon, que seguía allí de pie, torpemente.

– ¿Dónde puede estar? Ya es de noche y debería estar en casa.

– Tal vez ha ido a comer algo.

– Sí. Debe de ser eso.

– O a ver una película.

– Ya. O a una reunión en la sinagoga. Algunas veces aún va allí para recaudar fondos.

– Seguramente.

La inocencia de estas explicaciones no pareció aliviar su ansiedad.

– ¿Va usted a llamar a los demás? -preguntó Simon.

– Tengo que esperar. Es martes, y los martes el señor Silver lleva a la señora Kroner al club de bridge del centro de la tercera edad. Lo hace desde que empezamos nuestras reuniones con el rabino.

– ¿Tal vez quiera hacer otra llamada?

– ¿A quién?

– ¿A su hijo? Quizá si habla con él se sienta mejor.

– Es usted muy amable, señor Winter. Ahora mismo lo iba a hacer.

– ¿Tiene algo que la ayude a dormir? Se ha llevado un buen susto y tal vez le sea difícil…

– Oh, sí, tengo unas píldoras. No se preocupe.

– Y debería comer algo. ¿Tiene algo preparado?

– Señor Winter, es usted demasiado cortés. Estaré bien. Me siento mucho mejor ahora que estoy en casa y a salvo.

– Ya le dije que se encontraría mejor.

– Y mañana, ¿me ayudará? A mí y a los demás a…

– … a llegar al fondo del asunto. Por supuesto.

– ¿Qué hará?

Era una buena pregunta y no precisamente de fácil respuesta.

– Bien, señora Millstein, creo que lo menos que puedo hacer es investigar las circunstancias que rodearon la muerte del señor Stein. Y también podríamos considerar qué es exactamente lo que quieren hacer. Tal vez sus amigos y yo podamos reunirnos y planear algo.

Esta perspectiva pareció animar a Sophie Millstein, que se apresuró a asentir con la cabeza.

– Leo… -dijo-. Leo era como usted. Tomaba decisiones. Pero, ya sabe, al fin y al cabo era mercero, no detective, de modo que ¿cómo podría resolver este misterio, verdad, señor Winter?

– Entonces ya la dejo. Asegúrese de cerrar con llave. Y no dude en llamarme si sigue asustada. Una buena noche de sueño reparador será lo mejor para mañana empezar con nuevas fuerzas.

– Señor Winter, es usted todo un caballero. En cuanto se vaya me tomaré una píldora.

Se levantó y le acompañó a la puerta. Él vio que el gato saltaba al sillón, enroscándose en el cojín que ella había calentado con su cuerpo.

– Cierre la puerta con llave -insistió él.

– Quizá me he equivocado. Es posible. Puedo haberme equivocado, ¿verdad?

– Todo es posible, señora Millstein. La cuestión es que lo averiguaremos.

– Hasta mañana, entonces -repuso ella, asintiendo con la cabeza con gesto agradecido.

Él salió al corredor y se dio la vuelta justo a tiempo de captar que la sonrisa de su vecina se desvanecía mientras cerraba la puerta. Esperó hasta oír el sonido del cerrojo.

Salió al patio de los apartamentos The Sunshine Arms y dejó que el pegajoso aire nocturno le cubriese. Una farola que había un poco más allá de la entrada del apartamento lanzaba un débil rayo de luz a la estatua del querubín, haciéndola brillar como si estuviese húmeda. La oscuridad era densa, espesa como el café. Tuvo un pensamiento gracioso: «Bueno, si esta noche no vas a suicidarte, será mejor que comas algo. Elige el menú: ¿muerte o pollo?»

La ocurrencia no le resultó particularmente divertida y decidió ir a algún sitio donde conseguir algo de comida. Dio unos pasos y se detuvo. Se dio la vuelta y miró el apartamento de Sophie Millstein. Las cortinas estaban echadas. Escuchó el sonido de un televisor con el volumen demasiado alto que surgía de otro apartamento. Todo eso mezclado con voces risueñas que provenían del final de la calle. Oyó una moto acelerando con un estridente ronquido desde una manzana más allá. Todo en orden, pensó. No un orden perfecto pero sí familiar. «Es una noche como cualquier otra. Hace calor. La brisa no refresca nada. El cielo estival tachonado de estrellas.»

Se obligó a pensar que no había nada fuera de lo corriente en el entorno, excepto la pesadilla de los recuerdos de una anciana. «Pero todos los tenemos», pensó. Intentó tranquilizarse con la cotidianidad del mundo que lo rodeaba, pero sólo lo logró en parte. Escrutó entre las sombras, buscando formas, escuchando ruidos reveladores, comportándose como un hombre de pronto asustado de que le estuvieran espiando o siguiendo. Sacudió la cabeza para librarse de esa sensación de temor y se reprendió por mostrar la inseguridad de la edad. Pasó andando con zancadas decididas junto al querubín de la fuente seca. Le habían entrado ganas de andar, de ponerse a prueba, y alejarse de los miedos de su vecina.

Apretó el paso, y por un instante se preguntó si la muerte, cuando llegaba, era como la noche.

2 Sueño

Sophie Millstein se asomó por detrás de las cortinas para ver cómo Simon Winter desaparecía en la oscuridad del patio. Luego se dio la vuelta y se dejó caer en su butacón. De inmediato el gran gato gris y blanco saltó a su regazo.