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– ¿Me has echado de menos, Boots? -Le acarició el suave pelaje mientras el minino se acomodaba-. No deberías ponerte tan cómodo -le advirtió-, aún tengo cosas que hacer.

El gato, como todos los gatos, pasó por alto su comentario y simplemente empezó a ronronear.

La anciana descansó su mano sobre su mascota y se sintió de pronto exhausta. Se dijo que se sentiría mejor si cerraba los ojos un momento, pero cuando lo hizo se vio asaltada por una maraña de nervios, como si cerrar los ojos reavivara el temor, en lugar de brindarle descanso. Se llevó la mano a la frente y se preguntó si estaría enfermando. Pensó que tal vez tendría fiebre y se aclaró la garganta varias veces ásperamente, como buscando indicios que delatasen un constipado incipiente.

Inspiró hondo.

– Has tenido una vida fácil, Boots -dijo-. Siempre ha habido alguien que cuide de ti. Un hogar calentito y seco. Mucha comida. Diversión. Cariño. Todo lo que un gato puede desear.

Deslizó la mano por debajo del gato y lo empujó para que abandonase su regazo. Se obligó a levantarse.

Miró al gato que, a pesar de su brusca expulsión, se frotaba contra su pierna.

– Te salvé -dijo con amargura, sorprendida de sí misma-. Aquel hombre te puso a ti y al resto de la camada en aquella bolsa e iba a lanzarte al agua. No quería gatitos. Nadie quiere gatitos. Hay demasiados gatitos y todo el mundo los odia, ningún hogar os quería, así que aquel hombre iba a mataros, pero yo le detuve y te saqué de la bolsa. Pude haber escogido cualquier otro. Palpé con la mano a los demás, pero los solté porque me arañaron. Así que te saqué a ti y por eso has tenido una vida fácil mientras los demás se quedaron en el saco, y el saco fue a parar al agua y se ahogaron.

Empujó al felino con el pie.

– Gato afortunado -susurró con acritud-. El gato más afortunado del mundo.

Sophie fue a la cocina y empezó a arreglar los estantes, asegurándose de que las etiquetas de todas las latas miraran hacia delante y estuvieran alineadas por tamaños y ordenadas por grupos, de manera que una lata de aceitunas estuviese junto a una lata de sopa de tomate. Cuando todo esto estuvo correctamente colocado, hizo lo mismo con los productos perecederos, imponiendo una precisión militar en el frigorífico. Lo último que inspeccionó fue un filete de platija que había pensado asar para cenar, pero ya no tenía apetito. Por un momento dudó, por miedo a que el pescado se pasase.

Decidió que podría cocinarlo por la mañana y tenerlo listo para el almuerzo.

El gato la había seguido y maullaba. Aquello la irritó.

– Está bien. Vale. Ya voy.

Abrió una lata de comida para gatos. Manipular el abridor le costaba porque hacer fuerza le provocaba punzadas de dolor en la mano. Se dijo que por la mañana bajaría al almacén y compraría un abrelatas eléctrico. Puso la comida al gato y lo dejó comiendo.

Ya en el dormitorio, se quedó mirando fijamente el retrato de su marido.

– Deberías estar aquí. No tenías ningún derecho a dejarme sola -le reprochó.

Regresó a la salita y se sentó de nuevo. Se sentía como si los momentos previos a una tormenta la hubiesen sorprendido en la calle, como si las impetuosas y ásperas ráfagas de viento la lacerasen a través de la húmeda quietud, asaltándola sin piedad.

– Estoy cansada. Me tomaré una píldora y me iré a la cama -dijo en voz alta.

Pero en cambio fue pesadamente hasta la cocina, cogió el teléfono y marcó el número de su hijo en Long Island. Lo dejó sonar una vez y colgó. En realidad no quería hablar con su único hijo. «No hará más que insistir de nuevo en que me mude a alguna residencia de ancianos llena de desconocidos -se dijo-. Ésta es mi casa y aquí me quedaré.»

Fue al grifo, llenó un vaso de agua y bebió un trago. Sabía salobre, metálica. Hizo una mueca.

– «Miami Beach especial» -ironizó. Ojalá se hubiese acordado de comprar agua embotellada en la tienda. Vació un poco en el fregadero y con el resto llenó el recipiente del agua de la jaula del periquito, que gorjeó alegremente. Se preguntó fugazmente por qué nunca se había tomado la molestia de ponerle nombre al pájaro, como sí había hecho con el gato. Pensó que tal vez era un poco injusto, y regresó a la cocina para lavar el vaso y ponerlo a secar en la rejilla de los platos. Había una pequeña ventana sobre el fregadero y miró hacia fuera. Todas las formas y sombras que veía le eran familiares; todo estaba exactamente en el mismo lugar que había estado la noche anterior y la anterior y todas las noches desde hacía más de diez años. Aun así, continuó escudriñando la oscuridad, observando cada rincón del patio en busca de algún movimiento sospechoso, como un centinela alerta.

Cerró el grifo y aguzó el oído.

Se escuchaban esporádicos sonidos del tráfico en la distancia. En el piso de arriba, Finkel iba de un lado a otro arrastrando los pies. Un televisor tenía el volumen demasiado alto, debía de ser el de los Kadosh, pensó, porque eran demasiado testarudos para subirse el volumen del audífono.

Siguió mirando por la ventana. Dejó que sus ojos estudiasen cada rincón oscuro. Entonces se sorprendió ante la cantidad de rincones en los que alguien podría esconderse sin ser visto: el rincón del naranjo cerca de la alambrada, las sombras donde estaban los cubos de basura…

«No; todo está como siempre», se dijo.

Nada era diferente.

Nada estaba fuera de lugar.

Inspiró hondo y regresó al salón. Encendió el televisor y se acomodó en una silla. Estaban dando una comedia y, durante unos minutos, intentó seguir los chistes y se obligó a unirse a los estallidos de risas enlatadas. Apoyó la cabeza en las manos y, mientras el programa proseguía delante de ella, la recorrió un escalofrío, como en una noche invernal, pero no había ninguna razón para ello.

«Está muerto -se dijo-. No está aquí.»

Se le ocurrió si alguna vez había existido realmente. «¿Quién era la persona que vi? -se cuestionó-. Podía haber sido cualquiera, con aquel sombrero calado sobre la frente y el abrigo oscuro. Y cerraron la puerta con tanta rapidez después de que él gritase, que apenas tuve ocasión de verle.»

Pero sabía que se estaba engañando. Era él.

La inundó una furia amarga. Siempre era él. Día tras día. Hora tras hora. Había estado allí incluso cuando ellos se sentían relativamente a salvo. Pero no lo estaban. Les había acechado como cualquier cazador paciente y de sangre fría, esperando, calculando el momento adecuado. Y entonces primero les quitaba el dinero, luego la libertad y finalmente sus vidas.

El odio reverberó en su interior y dijo en voz alta:

– Tenía que haberle matado si lo hubiese sabido.

Pero no había tenido oportunidad. «Eras sólo una niña; qué sabías tú de matar», pensó. Se respondió ásperamente: «No mucho entonces. Pero aprendiste pronto lo suficiente, ¿verdad?»

En la televisión apareció un anuncio de cerveza y, por un instante, miró a unos jóvenes musculosos y unas jóvenes núbiles retozando alrededor de una piscina. «Nadie tiene ese aspecto», pensó. Cuando ella tenía la edad de las modelos del anuncio pesaba menos de treinta y dos kilos y parecía una muerta en vida.

«Pero no morí -se recordó-. Él debió de pensar que todos moriríamos, pero yo me salvé.»

Apoyó la cabeza en las manos de nuevo.

– ¿Y por qué él no murió? -se preguntó en voz alta.

¿Cómo podía haber sobrevivido a la guerra? ¿Quién le habría salvado? Desde luego no los alemanes, para los que trabajaba; cuando ya no les fuera útil, le habrían enviado también a Auschwitz. Los Aliados y los rusos tampoco, porque le habrían perseguido como un criminal de guerra. Y menos aún los judíos, a los que con tanto entusiasmo había ayudado a recorrer el camino hacia la muerte. ¿Cómo podía haber sobrevivido?