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Isabel Allende

La Suma de los Días

LA MUSA CAPRICHOSA DEL AMANECER

No falta drama en mi vida, me sobra material de circo para escribir, pero de todos modos llego ansiosa al 7 de enero. Anoche no pude dormir, nos golpeó la tormenta, el viento rugía entre los robles y vapuleaba las ventanas de la casa, culminación del diluvio bíblico de las recientes semanas. Algunos barrios del condado se inundaron, los bomberos no dieron abasto para responder a tan soberano desastre y los vecinos salieron a la calle, sumergidos hasta la cintura, para salvar lo que se pudiera del torrente. Los muebles navegaban por las avenidas principales y algunas mascotas ofuscadas esperaban a sus amos sobre los techos de los coches hundidos, mientras los reporteros captaban desde los helicópteros las escenas de este invierno de California, que parecía huracán en Louisiana. En algunos barrios no se pudo circular durante un par de días, y cuando por fin escampó y se vio la magnitud del estropicio, trajeron cuadrillas de inmigrantes latinos que se dieron a la tarea de extraer el agua con bombas y los escombros a mano. Nuestra casa, encaramada en una colina, recibe de frente el azote del viento, que doblega las palmeras y a veces arranca de cuajo los árboles más orgullosos, aquellos que no inclinan la cerviz, pero se libra de las inundaciones. A veces, en la cúspide del vendaval, se levantan olas caprichosas que anegan el único camino de acceso; entonces, atrapados, observamos desde arriba el espectáculo inusitado de la bahía enfurecida.

Me gusta el recogimiento obligado del invierno. Vivo en el condado de Marin, al norte de San Francisco, a veinte minutos del puente del Golden Gate, entre cerros dorados en verano y color esmeralda en invierno, en la orilla oeste de la inmensa bahía. En un día claro podemos ver a lo lejos otros dos puentes, el perfil difuso de los puertos de Oakland y San Francisco, los pesados barcos de carga, cientos de botes de vela y las gaviotas, como blancos pañuelos. En mayo aparecen algunos valientes colgados de cometas multicolores, que se deslizan veloces sobre el agua, alterando la quietud de los abuelos asiáticos que pasan las tardes pescando en las rocas. Desde el océano Pacífico no se ve el angosto acceso a la bahía, que amanece envuelto en bruma, y los marineros de antaño pasaban de largo sin imaginar el esplendor oculto un poco más adentro. Ahora esa entrada está coronada por el esbelto puente del Golden Gate, con sus soberbias torres rojas. Agua, cielo, cerros y bosque; ése es mi paisaje.

No fue la ventolera del fin del mundo ni la metralla del granizo en las tejas lo que me desveló anoche, sino la ansiedad de que inevitablemente amanecería el 8 de enero. Desde hace veinticinco años, siempre empiezo a escribir en esta fecha, más por superstición que por disciplina: temo que si empiezo otro día, el libro será un fracaso, y que si dejo pasar un 8 de enero sin escribir, ya no podré hacerlo en el resto del año. Enero llega después de unos meses sin escribir en los que he vivido volcada hacia fuera, en la bullaranga del mundo, viajando, promoviendo libros, dando conferencias, rodeada de gente, hablando demasiado. Ruido y más ruido. Temo más que nada haberme vuelto sorda, no poder oír el silencio. Sin silencio estoy frita. Me levanté varias veces a dar vueltas por los cuartos con diversos pretextos, arropada en el viejo chaleco de cachemira de Willie, que he usado tanto que ya es mi segunda piel, y sucesivas tazas de chocolate caliente en las manos, dando vueltas y más vueltas en la cabeza a lo que iba a escribir dentro de unas horas, hasta que el frío me obligaba a regresar a la cama, donde Willie, bendito sea, roncaba. Atracada a su espalda desnuda, escondía los pies helados entre sus piernas, largas y firmes, aspirando su sorprendente olor a hombre joven, que no ha variado con el paso de los años. Nunca se despierta cuando me aprieto contra él, sólo cuando me despego; está acostumbrado a mi cuerpo, mi insomnio y mis pesadillas. Por mucho que me pasee de noche, tampoco se despierta Olivia, que duerme en un banco a los pies de la cama. Nada altera el sueño de esta perra tonta, ni los roedores que a veces salen de sus guaridas, ni el tufo de los zorrillos cuando hacen el amor, ni las ánimas que susurran en la oscuridad. Si un demente armado con un hacha nos asaltara, ella sería la última en enterarse. Cuando llegó era una miserable bestia recogida por la Sociedad Humanitaria en un basural con una pata y varias costillas quebradas. Durante un mes permaneció escondida entre mis zapatos en el clóset, tiritando, pero poco a poco se repuso de los maltratos anteriores y emergió con las orejas gachas y la cola humillada. Entonces vimos que no servía de guardián: tiene el sueño pesado.

Por fin aflojó la ira de la tormenta y con la primera luz en la ventana me duché y me vestí, mientras Willie, envuelto en su bata de jeque trasnochado, iba a la cocina. El olor del café recién molido me llegó como una caricia: aromaterapia. Estas rutinas de cada día nos unen más que los alborotos de la pasión; cuando estamos separados es esta danza discreta lo que más falta nos hace. Necesitamos sentir al otro presente en ese espacio intangible que es sólo nuestro. Un frío amanecer, café con tostadas, tiempo para escribir, una perra que mueve la cola y mi amante; la vida no puede ser mejor. Después Willie me dio un abrazo de despedida, porque yo partía para un viaje largo.

«Buena suerte», susurró, como hace cada año en este día, y me fui con abrigo y paraguas, bajé seis escalones, pasé bordeando la piscina, crucé diecisiete metros de jardín y llegué a la casita donde escribo, mi cuchitril. Y aquí estoy ahora.

Apenas había encendido una vela, que siempre me alumbra en la escritura, cuando Carmen Balcells, mi agente, me llamó desde Santa Fe de Segarra, el pueblito de cabras locas, cerca de Barcelona, donde nació. Allí pretende pasar sus años maduros en paz, pero, como le sobra energía, se está comprando el pueblo casa a casa.

– Léeme la primera frase -me exigió esta madraza.

Le expliqué una vez más la diferencia de nueve horas entre California y España. De primera frase, nada todavía.

– Escribe unas memorias, Isabel.

– Ya las escribí, ¿no te acuerdas?

– Eso fue hace trece años.

– A mi familia no le gusta verse expuesta, Carmen.

– Tú no te preocupes de nada. Mándame una carta de unas doscientas o trescientas páginas y yo me encargo de lo demás. Si hay que escoger entre contar una historia y ofender a los parientes, cualquier escritor profesional escoge lo primero.

– ¿Estás segura?

– Completamente.

PRIMERA PARTE

LAS AGUAS MÁS OSCURAS

En la segunda semana de diciembre de 1992, apenas cesó la lluvia, fuimos en familia a esparcir tus cenizas, Paula, cumpliendo con las instrucciones que dejaste en una carta, escrita mucho antes de caer enferma. Apenas les avisamos de lo que había ocurrido, tu marido, Ernesto, se vino de Nueva Jersey y tu padre de Chile. Alcanzaron a despedirse de ti, que reposabas envuelta en una sábana blanca, antes de llevarte para ser cremada. Después nos reunimos en una iglesia para oír misa y llorar juntos. Tu padre debía regresar a Chile, pero esperó a que escampara, y dos días más tarde, cuando por fin asomó un tímido reflejo del sol, fuimos toda la familia, en tres coches, a un bosque. Tu padre iba delante, guiándonos. No conoce esta región, pero la había recorrido en los días previos buscando el sitio más adecuado, el que tú hubieras preferido. Hay muchos lugares para escoger, aquí la naturaleza es pródiga, pero por una de esas coincidencias, que ya son habituales en lo que se refiere a ti, hija, nos condujo directamente al bosque donde yo iba a menudo a caminar para mitigar la rabia y el dolor cuando estabas enferma, el mismo donde Willie me llevó de picnic cuando recién nos conocimos, el mismo donde tú y Ernesto solían pasear de la mano cuando venían a vernos a California. Tu padre entró al parque, recorrió una parte del camino, estacionó el coche y nos hizo señas de que lo siguiéramos. Nos llevó al sitio exacto que yo habría elegido, porque había ido allí muchas veces a rogar por ti: un arroyo rodeado de altas secuoyas, cuyas copas forman la cúpula de una catedral verde. Había una ligera niebla que difuminaba los contornos de la realidad; la luz pasaba apenas entre los árboles, pero las hojas brillaban, mojadas por el invierno. De la tierra se desprendía un aroma intenso de humus y eneldo. Nos detuvimos en torno a una minúscula laguna, hecha con rocas y troncos caídos. Ernesto, serio, demacrado, pero ya sin lágrimas, porque las había vertido todas, sostenía la urna de cerámica con tus cenizas. Yo había guardado unas pocas en una cajita de porcelana para tenerlas siempre en mi altar. Tu hermano, Nico, tenía a Alejandro en brazos, y tu cuñada, Celia, iba con Andrea, que todavía era un bebé, tapada con chales y prendida del pezón. Yo llevaba un ramo de rosas, que lancé, una a una, al agua. Después, todos nosotros, incluso Alejandro, de tres años, sacamos un puñado de cenizas de la urna y las dejamos caer sobre el agua. Algunas flotaron brevemente entre las rosas, pero la mayoría se fue al fondo, como arenilla blanca.