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Hace muchos años que formo parte del círculo de las Hermanas del perpetuo Desorden y durante este tiempo he presenciado varios prodigios hechos por ellas, pero ninguno de tan largo alcance como el de Sabrina. No sólo consiguieron dos madres, sino que desenredaron la madeja burocrática para que Fu y Grace pudieran quedarse con la niña. Para entonces el juez había plantado su firma en los documentos pertinentes y Rebeca, la visitadora social, había dado el caso por concluido. Cuando fuimos a anunciarle que existía otra solución, nos informó de que Fu y Grace no tenían licencia, debían tomar clases y hacer un entrenamiento especial para poder ser madres adoptivas; además no eran una pareja convencional, vivían en otro condado y «el caso» no podía trasladarse. Aunque Jennifer había perdido la custodia de su hija, su opinión también contaba, agregó.

«Lo lamento, no tengo tiempo para ocuparme más de algo que ya está resuelto», dijo. La lista de obstáculos seguía, pero no recuerdo los detalles, sólo que al final de la entrevista, cuando ya nos retirábamos, derrotadas, Pauline tomó a Rebeca firmemente de un brazo.

– Usted tiene una carga muy pesada, le pagan muy poco y siente que su trabajo es inútil, porque en los años que lleva en este empleo no ha podido salvar a los infelices niños que pasan por esta oficina -le dijo, sondeándole el fondo del alma-. Pero, créame Rebeca, usted puede ayudar a Sabrina. Tal vez sea su única oportunidad de hacer un milagro.

Al día siguiente Rebeca se las arregló para poner la burocracia patas arriba, recuperar los documentos, modificar lo necesario y convencer al juez de que firmara de nuevo, mover los archivos al otro condado y certificar a Fu y Grace como madres adoptivas en menos de un pestañeo. La misma mujer que el día anterior parecía indignada por nuestra insistencia, se convirtió en un radiante torbellino que barrió los inconvenientes y con un trazo de su pluma mágica decidió el destino de Sabrina.

– Se lo dije, esta niña es un alma antigua y poderosa. Ella toca a la gente y la cambia. Tiene mucha fuerza mental y sabe lo que quiere -comentó Odilia un par de semanas más tarde, cuando entregó a Sabrina a sus nuevas madres.

Así, de la manera más inesperada, se resolvió la pelea monumental entre Willie y yo. Nos perdonamos mutuamente, tanto mis dramáticas acusaciones, como el taimado silencio de él, pudimos abrazarnos y llorar de alegría porque aquella nieta había encontrado su nido. Entretanto, Fu y Grace se llevaron a ese ratoncito de grandes ojos sabios y el círculo de mis amigas puso en marcha el poderoso artilugio de sus mejores intenciones para ayudarla a vivir. En cada altar doméstico estaba la foto de la niña y no pasaba un solo día sin que alguien elevara un pensamiento por ella. Una hermana del desorden se fue a vivir a otra ciudad, entonces invitamos a Grace a reemplazarla en el grupo, después de comprobar que tenía suficiente sentido del humor. En el Centro de Budismo Zen había por lo menos cincuenta personas que rogaban por Sabrina en sus meditaciones y se turnaban para mecerla, mientras las dos madres luchaban con sus inacabables problemas de salud, que surgían a cada rato. Durante los primeros meses se requerían cinco horas para darle dos onzas de leche con un gotero. Fu aprendió a adivinar los síntomas de cada crisis antes de que se presentara, y Grace, como médica, contaba con más recursos que nadie.

– ¿Estas mujeres son gays? -preguntó mi nuera, quien me había advertido varias veces que no podía estar bajo el mismo techo con alguien cuyas preferencias sexuales no calzaran con las suyas.

– Por supuesto, Celia.

– ¡Pero una es monja!

– Budista. No tiene voto de celibato.

Celia no agregó más, pero estaba tan impresionada con Fu y Grace, a quienes llegó a conocer a fondo, que acabó por poner en tela de juicio sus propias ideas. Había renunciado a la religión hacía mucho tiempo y ya no temía las pailas del diablo, pero la homosexualidad era su tabú más fuerte. Por fin las llamó, les pidió perdón por los desaires del pasado y fue a visitarlas a menudo con sus niños y su guitarra para enseñarles los rudimentos del oficio de la maternidad y alegrarlas con canciones venezolanas. Cuidadosas del medioambiente, las nuevas madres pretendían criar a Sabrina con pañales de tela, pero antes de una semana tuvieron que aceptar los desechables que les regaló Celia. Había que estar demente para volver al sistema antiguo de cepillar pañales a mano. En el Centro de Budismo Zen no hay máquina de lavar, todo es orgánico y difícil. Se hicieron amigas y Celia empezó a mostrar interés por el budismo, lo que me alarmó, porque solía irse de un extremo a otro.

– Es una religión chévere, Isabel. Lo único raro de los budistas es que comen puros vegetales, como los burros.

– No quiero verte con el cráneo pelado y meditando en la posición del loto hasta que termines de criar a los niños -le advertí.

DIAS DE LUZ Y DE LUTO

Celia dio a luz a Nicole en septiembre con la misma calma con que recibió a Andrea dieciséis meses antes. Soportó un parto de diez horas sin un quejido, sostenida por Nico, mientras yo los observaba, pensando en que mi hijo ya no era el chiquillo que yo seguía tratando como si fuese mío, sino un hombre que asumía calmadamente la responsabilidad de una mujer y tres hijos. Celia, callada y pálida, paseaba entre cada contracción, sufriendo, ante nuestra mirada impotente. Cuando sintió que llegaba al final, se tendió en la cama cubierta de sudor, temblando, y dijo algo que nunca olvidaré: «No cambiaría este momento por nada». Nico la sostuvo cuando apareció la cabeza de la niña, seguida por los hombros y el resto del cuerpo. Mi nieta aterrizó en mis manos, mojada, resbalosa, ensangrentada, y volví a sentir la misma epifanía del día en que nació Andrea y de la noche inolvidable en que tú te fuiste para siempre. El nacimiento y la muerte se parecen mucho, hija, son momentos sagrados y misteriosos. La matrona me entregó las tijeras para cortar el grueso cordón umbilical y Nico puso a la niña en el pecho de su madre. Era una gorda de cemento armado, que se prendió al pezón con avidez, mientras Celia le hablaba en ese idioma único que las madres, aturdidas por el esfuerzo y el súbito amor, suelen emplear con los recién nacidos. Todos habíamos esperado a esa niña como un regalo; nos traía un soplo de redención y alegría, pura luz.

Nicole se echó a gritar apenas se dio cuenta de que ya no estaba dentro de su madre y no se calló durante seis meses. Sus aullidos descascaraban la pintura de las paredes y destrozaban los nervios a los vecinos. La Abuela Hilda, tu abuela postiza, que me había acompañado durante más de treinta años, y Ligia, una señora nicaragüense, que te había cuidado y a quien contraté para ayudarnos, acunaban a Nicole de día y de noche, única forma de que se callara por algunos minutos. Ligia había dejado a cinco hijos en su país y se había venido a trabajar a Estados Unidos para poder mantenerlos desde la distancia. Había pasado varios años sin verlos y no tenía esperanza de reunirse con ellos en un futuro cercano. Durante meses y meses, las buenas mujeres se instalaban con la chiquilla en un mecedor en mi oficina, mientras Celia y yo trabajábamos. Yo temía que de tanto menear a mi nieta se le desprendiera el cerebro y quedara alelada. Nicole se calmó apenas empezaron a darle leche en polvo y sopa, creo que la causa de su desespero era pura hambre. Entretanto, Andrea ordenaba compulsivamente sus juguetes y hablaba sola. Cuando se aburría, cogía su asqueroso «tuto», anunciaba que se iba para Venezuela, se acurrucaba dentro de un gabinete y cerraba la puerta. Tuvimos que taladrar un hueco en el mueble para que entrara un rayo de luz y algo de aire, porque mi nieta podía pasar medio día encerrada sin chistar en un espacio del tamaño de una jaula de gallina. Después de que la operaron por el estrabismo, debió usar lentes y un parche negro que se cambiaba cada semana de un ojo a otro. Para que no se arrancara los lentes, Nico ideó un armatoste de seis elásticos y otros tantos alfileres imperdibles que se cruzaban sobre la cabeza. Ella lo toleraba la mayor parte del tiempo, pero a veces le daban arrebatos de ira y tironeaba los elásticos hasta que lograba bajarlos a la altura de su pañal. A propósito, por un corto tiempo tuvimos tres niños en pañales, y ésos son muchos pañales. Los comprábamos al por mayor y el sistema más conveniente era cambiarlos a los tres simultáneamente, lo necesitaran o no. Celia o Nico alineaban los pañales abiertos en el suelo, colocaban a los chiquillos encima y les limpiaba el trasero en serie, como en una cadena de ensamblaje. Eran capaces de hacerlo con una mano mientras hablaban por teléfono con la otra, pero yo carecía de su habilidad y quedaba embetunada hasta las orejas. También les daban de comer y los bañaban con el mismo método en serie: Nico se introducía en la ducha con ellos, los enjabonaba, les lavaba el pelo, los enjuagaba y los iba soltando de a uno para que afuera Celia los recibiera con una toalla.