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Rebeca, la visitadora social, organizaba el plan de acción para los encuentros de Sabrina con su madre. No era fácil, ya que el juez había ordenado evitar que Jennifer y su compañero se toparan con las madres adoptivas o averiguaran dónde vivían. Fu y Grace se encontraban conmigo en el estacionamiento de algún centro comercial y me entregaban a la niña, con sus pañales, juguetes, biberones y el resto del aparatoso cargamento que necesitan los críos. Yo partía con ella, en una de las sillas que tenía para mis nietos en el coche, al edificio del Ayuntamiento, donde me encontraba con Rebeca y una mujer policía, siempre una diferente, todas con aire de tedio profesional. Mientras la uniformada vigilaba la puerta, Rebeca y yo esperábamos en una sala, extasiadas ante la niña, que se había puesto hermosa y muy alerta, no se le escapaba ningún detalle. Tenía la piel color caramelo, unos rulitos de cordero recién nacido en la cabeza y los ojos asombrosos de una hurí. A veces Jennifer acudía a la cita, otras no. Cuando aparecía, hecha un manojo de nervios, con actitud huidiza de zorro perseguido, no se quedaba más de cinco o diez minutos.

Levantaba a su hija en brazos y al sentirla tan liviana o al oírla llorar, se sentía confundida.

«Necesito un cigarrillo», decía; salía deprisa y a menudo no regresaba. Rebeca y la agente de policía me acompañaban al automóvil y yo conducía de vuelta al estacionamiento donde las dos madres, ansiosas, nos esperaban. Para Jennifer aquellas visitas apresuradas tuvieron que ser un tormento, porque había perdido a su bebé y ni siquiera saber que estaba en buenas manos era un consuelo.

Estas citas estratégicas duraban ya unos cinco meses, cuando Jennifer cayó de nuevo al hospital con una infección cardiaca y otra en las piernas. No dio muestras de preocupación, dijo que ya le había ocurrido antes, nada grave, pero los médicos lo trataron con menos ligereza. Fu y Grace decidieron que ya estaban hartas de esconderse y que Jennifer tenía derecho a saber quiénes se habían hecho cargo de su hija. Las acompañé al hospital, saltándonos el protocolo legal.

«Si la visitadora social lo sabe, se verán en un lío», opinó Willie, que piensa como abogado y todavía no conocía bien a Rebeca.

La hija de Willie ofrecía un aspecto desolado, se le podían contar las muelas a través de la piel traslúcida de las mejillas, su cabello era una peluca de muñeca, tenía las manos azulosas y las uñas negras. Su madre también estaba allí, descompuesta al verla en ese estado. Creo que había aceptado el hecho de que Jennifer no viviría mucho más, pero esperaba al menos reencontrarse con ella antes del fin. Pensó que en el hospital podrían hablar y hacer las paces, después de tantos años de herirse mutuamente, pero también en esa ocasión su hija habría de escapar antes de que los medicamentos alcanzaran a hacerle efecto. A la primera mujer de Willie y a mí, las dificultades nos acercaron: ella había sufrido mucho con sus dos hijos, ambos drogadictos y yo te había perdido, Paula. Hacía más de veinte años que ella estaba divorciada de Willie y ambos se habían vuelto a casar, no creo que quedaran rencores pendientes, pero si los había, la llegada de Sabrina a sus vidas los redimió. La atracción que los unió en la juventud se convirtió en desencanto mutuo poco después de casarse y terminó diez años más tarde de manera abrupta. Fuera de los hijos, nada tenían en común. Durante el tiempo que estuvieron casados, él se dedicó por entero a su carrera, decidido a tener éxito y hacer dinero, mientras ella se sintió abandonada y solía caer en hondas depresiones. Además, les tocó la turbulencia de los años sesenta, cuando las costumbres se soltaron bastante en esta parte del mundo: se puso de moda el amor libre, las parejas se cambiaban como una forma de diversión, en las fiestas los asistentes se bañaban desnudos en los jacuzzis domésticos, todo el mundo bebía martinis y fumaba marihuana, mientras los niños corrían sueltos por todos lados. Esos experimentos dejaron un reguero de parejas deshechas, como era fácil predecir, pero Willie asegura que ésa no fue la causa de la ruptura.

«Éramos como aceite y agua, no combinábamos, ese matrimonio no podía resultar.» Al comienzo de mi relación con Willie le pregunté si íbamos a tener un «amor abierto» -eufemismo para la infidelidad- o monógamo. Yo necesitaba aclararlo porque no tengo tiempo ni vocación para espiar a un amante veleidoso.

«Monógamo, ya he probado la otra fórmula y es un desastre», me contestó sin vacilar.

«Está bien, pero si te pillo en una aventura te mato, a ti, a tus hijos y al perro. ¿Me has entendido?», le dije.

«Perfectamente.» Por mi parte he respetado el trato con más decencia de la que podía esperarse de una persona de mi carácter; supongo que él ha hecho otro tanto, pero no pongo las manos en el fuego por nadie.

Jennifer cogió a su hija y la apretó en su pecho escuálido, mientras le daba las gracias a Grace y Fu una y otra vez. Ambas tienen el don de poner humor, calma y belleza en lo que tocan. Bajaron sus defensas -lo que nadie había hecho hasta entonces con Jennifery se dispusieron a aceptarla con toda su compasión, que es mucha. Así transformaron aquel drama sórdido en una experiencia espiritual. Grace acarició a Jennifer, alisó sus cabellos, la besó en la frente y le aseguró que podría ver a Sabrina a diario, si quería ella misma se la traería, y cuando la dieran de alta podría visitarla en la finca budista. Le contó lo inteligente y vivaracha que era, cómo ya empezaba a tragar leche sin dificultad y no mencionó sus serios problemas de salud.

– ¿No te parece que Jennifer debe conocer la verdad, Grace? -le pregunté al salir.

– ¿Qué verdad?

– Si Sabrina sigue debilitándose a este ritmo. Sus células blancas… -No se morirá. Eso te lo puedo jurar -me interrumpió con la más tranquila convicción.

Ésa fue la última vez que vimos a Jennifer.

El 25 de mayo de 1994 celebramos el primer cumpleaños de Sabrina en el Centro de Budismo Zen, en un círculo de medio centenar de personas descalzas, con ropajes sueltos de peregrinos medievales, algunos con la cabeza rapada y esa expresión de sospechosa placidez que distingue a los vegetarianos. Celia, Nico, los niños, Jason con su novia, Sally y el resto de la familia estaban allí. La única mujer con maquillaje era yo, y el único hombre con cámara fotográfica era Willie. En el centro de la sala jugueteaban varios niños con un escándalo de globos en torno a una monumental torta orgánica de zanahoria. Sabrina, vestida de gnomo, con una hilera de estrellas metálicas pegadas en la frente, coronada reina de Etiopía por Alejandro, y con un globo amarillo atado con una cuerda a la cintura, para que la vieran de lejos y no la pisaran, pasaba de brazo en brazo, de beso en beso. Comparada con mi nieta Nicole, densa y compacta como un koala, Sabrina parecía una muñeca blanda, pero en ese año había superado casi todos los pronósticos fatalistas de los médicos: ya se sentaba, trataba de gatear e identificaba a todos los residentes del Centro de Budismo Zen. Uno a uno se presentaron los invitados: «Soy Kate, cuido a Sabrina los martes y jueves»; «Me llamo Mark y soy su fisioterapeuta»; «Soy Michael, monje zen desde hace treinta años, y Sabrina es mi maestra»…

MINÚSCULOS MILAGROS COTIDIANOS

El 6 de diciembre se cumplió el primer aniversario de tu muerte. Quería recordarte bella, sencilla, contenta, vestida de novia o saltando charcos bajo la lluvia en Toledo, con un paraguas negro; pero de noche, en mis pesadillas, me asaltaban las imágenes más trágicas: tu cama del hospital, el ronquido de la máquina de respirar, tu silla de ruedas, el pañuelo con que después cubríamos el hueco de la traqueotomía, tus manos crispadas. Muchas veces rogué morir en vez de ti, y más tarde, cuando ese trueque ya no fue posible, rogué tanto para morir que en justicia debí enfermarme en serio; pero morir es muy difícil, como tú sabes y como decía mi abuelo cuando le faltaba poco para cumplir un siglo de existencia. Un año más tarde yo seguía viva, gracias al cariño de mi familia y las agujas mágicas y yerbas chinas del sabio japonés Miki Shima, quien estuvo junto a ti y junto a mí en los meses en que te fuiste despidiendo de a poco. No sé qué efecto tuvieron sus remedios en ti, pero su tranquila presencia y su mensaje espiritual me sostuvieron semana a semana en aquella época.