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«Vamos a dejar la casa tan linda como era al principio», dijo, y partió en busca de los planos originales para devolverle su gracia victoriana. Lo logró a plenitud y, a pesar de la profanación de las herramientas, sus paredes todavía conservan el perfume francés de las meretrices, del incienso cristiano y del chocolate de las galletas.

En los mismos cuartos donde antaño las damas de la noche hacían olvidar sus penas a sus clientes, Willie baraja hoy las incertidumbres de la ley. En lo que antes fuera la cochera, yo lidié con mis fantasmas literarios durante años, hasta que dispuse de mi propio cuchitril en la casa, donde ahora escribo. Aprovechando la mudanza, Willie se deshizo de la mitad de sus empleados y pudo seleccionar mejor sus casos, pero su bufete todavía era caótico y poco rentable.

«Por mucho que entre, es más lo que sale. Saca la cuenta, Willie, trabajas por un dólar la hora», le hice ver. El cálculo no le gustó nada, pero Tong, que había trabajado con él por treinta años y lo había salvado por un pelo de la bancarrota en más de una ocasión, estaba de acuerdo conmigo. Me crié con un abuelo vasco muy cauteloso con el dinero, y luego con el tío Ramón, que vivía con lo mínimo. La filosofía de mi padrastro era «Somos inmensamente ricos», aunque por necesidad él debía ser muy prudente en los gastos. Se proponía gozar de la vida con espléndido estilo y estiraba cada centavo de su magro sueldo de empleado público para mantener a cuatro hijos suyos y tres de mi madre. El tío Ramón dividía el dinero del mes y colocaba los billetes en sobres, contados y vueltos a contar, para alcanzar a cubrir las necesidades de cada semana. Si podía ahorrar un poquito aquí y otro allá, nos llevaba a tomar helados. Mi madre, a la que siempre se la consideró una mujer a la moda, cosía su ropa en la casa y transformaba los mismos vestidos una y otra vez. Hacían mucha vida social, ineludible para los diplomáticos, y ella tenía un traje de baile básico de seda gris, al que le ponía y quitaba mangas, cinturones y lazos, de modo que en las fotografías de entonces siempre aparece con un vestido diferente. A ninguno de los dos se le habría pasado por la mente endeudarse. El tío Ramón me dio los más útiles instrumentos para la vida, como descubrí en terapia a una edad madura: memoria selectiva para recordar lo bueno, prudencia lógica para no arruinar el presente, y optimismo desafiante para encarar el futuro. También me dio espíritu de servicio y me enseñó a no quejarme, porque eso estropea la salud. Ha sido mi mejor amigo, nada hay que no haya compartido con él. Por la forma en que me criaron y por los sobresaltos del exilio, tengo mentalidad de campesina en materia de dinero. Si por mí fuese, escondería mis ahorros debajo del colchón, como hacía aquel pretendiente de Tabra con sus barras de plata. La forma de gastar de mi marido me horrorizaba, pero cada vez que asomaba la nariz en sus asuntos, provocaba una batalla.

Una vez que el manuscrito de Paula partió hacia España y llegó sano y salvo a las manos de Carmen Balcells, mi agente-madraza, me bajó un cansancio profundo. Estaba muy ocupada con la familia, viajes, conferencias y la burocracia de mi oficina, que había ido creciendo hasta adquirir proporciones aterradoras. El tiempo me rendía muy poco, daba vueltas en el mismo sitio como un perro mordiéndose el rabo, sin producir nada que valiese la pena. Intenté escribir muchas veces, incluso había concluido buena parte de la investigación para una novela sobre la fiebre del oro en California, pero me sentaba ante la computadora con la mente llena de ideas y no lograba traspasarlas a la pantalla.

«Tienes que darte tiempo, todavía estás de duelo», me recordaba mi madre en sus cartas, y lo mismo me repetía suavemente la Abuela Hilda, quien en esa época se turnaba entre la casa de su hija en Chile, y la nuestra y la de Nico en California. Esa buena señora, madre de Hildita, la primera mujer de mi hermano Pancho, se había constituido en abuela por adopción sentimental de todos nosotros, en especial de Nico y de ti, a quienes mimó desde el momento en que nacieron. Era mi cómplice en cuanta locura se me ocurrió hacer en la juventud y la compañera de aventuras de ustedes dos.

La Abuela Hilda, infatigable, menuda y alegre, se las había ingeniado durante su vida para evitar aquello que podía producirle angustia; ése debía de ser el secreto de su sorprendente buen carácter. Tenía boca de santa: no hablaba mal de nadie, huía de discusiones, toleraba sin chistar la estupidez ajena y podía volverse transparente a voluntad. En una ocasión se mantuvo en pie con una pulmonía durante dos semanas, hasta que empezaron a castañetearle los dientes y la fiebre le empañó las gafas; recién entonces nos dimos cuenta de que estaba a punto de irse al otro mundo. Pasó diez días en un hospital americano, donde nadie hablaba español, muda de susto, pero si le preguntábamos cómo estaba, decía que muy contenta y agregaba que la gelatina y el yogur eran mejores que los chilenos. Vivía en una nebulosa, porque no hablaba inglés y a nosotros se nos olvidaba traducirle la mezcolanza de idiomas que se hablaba en la casa. Como no entendía las palabras, observaba los gestos. Un año después, cuando se desató el drama de Celia, ella fue la primera en sospecharlo, porque notaba señales invisibles para los demás. El único medicamento que tomaba eran unas misteriosas píldoras verdes que se echaba a la boca cuando el ambiente a su alrededor se ponía tenso. No pudo ignorar tu ausencia, Paula, pero fingía que andabas de viaje y hablaba de ti en futuro, como si fuese a verte mañana. Disponía de una paciencia ilimitada con mis nietos y, a pesar de que pesaba cuarenta y cinco kilos y tenía huesos de tórtola, andaba siempre con Nicole en brazos. Temíamos que mi nieta menor cumpliera quince años sin aprender a caminar.

– ¡Arriba el ánimo, suegra! Lo que te hace falta para la inspiración literaria es un pito de marihuana -fue el consejo de Celia, quien jamás la había probado pero se moría de curiosidad.

– Eso embota la mente y no ayuda para la inspiración -opinó Tabra, quien estaba de vuelta de aquellos experimentos.

– ¿Por qué no probamos? -preguntó la Abuela Hilda, para zanjar dudas.

Y así fue como las mujeres de la familia terminamos en casa de Tabra fumando yerba después de haber anunciado que nos íbamos a un retiro espiritual.

La tarde empezó mal, porque la Abuela quiso que Tabra le hiciera agujeros en las orejas y la máquina de hierro se atascó, pegada al lóbulo. Al ver la sangre, a Tabra le flaquearon las rodillas, pero la Abuela no perdió la compostura. Sostuvo el aparato, que pesaba medio kilo, hasta que Nico llegó, una hora más tarde, provisto de su caja de herramientas, desarmó el mecanismo y la liberó. La oreja ensangrentada había aumentado al doble de su volumen.