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«Ahora perfórame la otra», pidió la Abuela a Tabra. Nico se quedó para desarmar la máquina de nuevo y después se fue, por respeto a nuestro «retiro espiritual».

En el proceso de machucarle las orejas, los senos de Tabra rozaron varias veces a la Abuela Hilda, quien les daba unas miradas de soslayo, hasta que no aguantó más y le preguntó qué era lo que tenía en el pecho. Mi amiga habla español, de manera que pudo explicarle que eran de silicona. Le contó que cuando ella era una joven maestra en Costa Rica, debió ir al médico porque le salió un sarpullido en un brazo. El doctor le pidió que se despojara de la blusa y, aunque ella le explicó que el problema era local, él insistió. Ella se quitó la blusa.

«¡Mujer, eres plana como tabla!», exclamó al verla. Tabra reconoció que así era, y entonces él le propuso una solución que los beneficiaría a ambos.

«Pretendo especializarme en cirugía plástica, pero aún no tengo clientes. ¿Qué te parece si me dejas experimentar contigo? No te cobro nada por operarte y te pondré unas tetas formidables.» Era una proposición tan generosa y expresada de modo tan delicado que Tabra no pudo rehusar. Tampoco se atrevió a negarse cuando él manifestó cierto interés en acostarse con ella, honor que sólo tenían algunas de sus pacientes, según le explicó el doctor, pero se opuso cuando él quiso extender el ofrecimiento a su hermana menor, de quince años. Así fue como Tabra acabó con aquellas prótesis de mármol.

– Yo nunca había visto pechugas tan duras -comentó la Abuela Hilda.

Celia y yo se las tocamos también y luego quisimos verlas. Sin duda eran extrañas, parecían pelotas de fútbol americano.

– ¿Cuánto tiempo hace que andas con esto a cuestas, Tabra? -le pregunté.

– Como veinte años.

– Alguien tiene que examinarte, esto no me parece normal.

– ¿No te gustan?

El resto de las mujeres nos quitamos las blusas para que comparara. Las nuestras nunca aparecerían desplegadas en una revista erótica, pero al menos eran blandas al tacto, como las creó la naturaleza, y no como aquéllas, que tenían la consistencia de cauchos de camión. Mi amiga aceptó que la acompañáramos a consultar a un especialista, y poco tiempo después, en la clínica de un cirujano plástico, se inició lo que en la familia llamamos «la odisea de las pechugas», una serie de desafortunados accidentes que tuvieron, como única ventaja, solidificar mi amistad con Tabra.

Al caer la noche hicimos una fogata entre los árboles y asamos salchichas y bombones de malvavisco ensartados en varillas. Luego encendimos uno de los pitillos, que bastantes molestias nos había costado conseguir. Tabra aspiró un par de veces, anunció que la yerba la ponía meditativa, cerró los ojos y cayó anestesiada. La llevamos a duras penas a la casa, la depositamos en el suelo, tapada con una frazada, y las demás regresamos bajo el amparo de los árboles perfumados del jardín. Había luna llena, y el arroyo, alimentado por la lluvia, saltaba entre las piedras de su cauce. Celia cantó en la guitarra sus canciones más nostálgicas y la Abuela se puso a tejer entre un pito y otro, que no tuvieron el efecto de elevarnos al cielo, como esperábamos; sólo nos produjeron risa e insomnio. Nos quedamos en el bosque de Tabra contándonos las vidas hasta el alba, cuando la Abuela anunció que era hora de tomarse un whisky, en vista de que la marihuana no servía ni para calentar los huesos. Diez horas más tarde, cuando Tabra despertó y revisó el cenicero, calculó que nos habíamos fumado una docena de pitos sin consecuencias aparentes y dedujo, asombrada, que éramos invulnerables. La Abuela opinó que los cigarrillos estaban rellenos con paja.

EL ÁNGEL DE LA MUERTE

En el otoño de ese año, cuando se respiraba un clima de paz inusual en la casa y empezábamos a abandonarnos a una peligrosa complacencia, llegó de visita un ángel de la muerte. Era el compañero de Jennifer, confuso, con el rostro abotagado de los duros bebedores. En su jerga arrastrada, que Willie apenas lograba descifrar, anunció que Jennifer había desaparecido. No se sabía nada de ella desde hacía tres semanas, cuando estaba de visita en casa de una tía en otra ciudad. Según la tía, la última vez que la vio fue en compañía de unos tipos con aspecto de maleantes que pasaron a recogerla en una camioneta. Willie le recordó a ese hombre que a menudo transcurrían meses sin tener noticias de Jennifer, pero él repitió que había desaparecido y agregó que estaba muy enferma y en sus condiciones no podía haber ido lejos. Willie empezó una búsqueda sistemática por cárceles y hospitales, habló con la policía, recurrió a los federales por si su hija hubiera ido a parar a otro estado y contrató a un detective privado, sin resultados, mientras Fu y Grace ponían a orar a los miembros del Centro de Budismo Zen y yo a mis hermanas del desorden. La historia que nos contó el hombre me olía mal, pero Willie me aseguró que, en casos así, el primer sospechoso ante los ojos de la ley es el conviviente, especialmente si tiene un extenso prontuario, como aquél. Sin duda lo habían investigado a fondo.

Dicen que no hay dolor tan grande como la muerte de un hijo, pero creo que es peor cuando desaparece, porque queda para siempre la incógnita de su destino. ¿Murió? ¿Sufrió? Se mantiene la ilusión de que viva, pero uno se pregunta sin cesar qué clase de existencia lleva y por qué no se comunica con su familia. Cada vez que sonaba el teléfono tarde en la noche, a Willie le saltaba el corazón de esperanza y de terror: podía ser la voz de Jennifer para pedirle que fuese a buscarla a alguna parte, pero también podía ser la voz de un policía para que fuese a la morgue a identificar un cuerpo.

Meses más tarde Jennifer seguía sin dar señales, pero Willie se aferraba a la idea de que estaba viva. No sé quién le sugirió que consultara a una psíquica que a veces ayudaba a la policía a resolver casos, porque tenía el don de encontrar cadáveres y a gente desaparecida, y así fue como terminamos juntos en la cocina de una casa bastante estropeada cerca del puerto. La mujer no tenía aspecto de adivina, nada de faldas con estrellas, ojos pintarrajeados ni bola de cristaclass="underline" era una gorda con zapatillas de tenis y delantal de casa, que nos hizo esperar un rato mientras terminaba de bañar a su perro. La cocina, estrecha, limpia y ordenada, contaba con un par de sillas de plástico amarillo, donde nos instalamos. Una vez que el animal estuvo seco, ella nos ofreció café y se sentó en un banquito frente a nosotros. Bebimos de nuestros jarros en silencio durante unos minutos, luego Willie le explicó el motivo de la visita y le mostró una serie de fotos de su hija, algunas en las que todavía estaba más o menos sana, y las últimas, hechas en el hospital, ya muy enferma, con Sabrina en brazos. La psíquica las examinó una por una, luego las puso sobre la mesa, colocó las manos encima y cerró los ojos durante largos minutos.

«Se la llevaron unos hombres en un vehículo», dijo al fin.

«La mataron. Tiraron el cuerpo en un bosque, cerca del río Russian. Veo agua y una torre de madera, debe de ser una torre de vigilancia forestal.»

Willie, pálido, no reaccionó. Deposité sobre la mesa el pago de sus servicios, tres veces más que la consulta de un médico, tomé a mi marido de un brazo y lo arrastré hasta el coche. Le saqué la llave del bolsillo, lo empujé en el asiento y manejé, con mano temblorosa y la vista nublada, a través del puente, rumbo a casa.

«No debes creer nada de esto, Willie, no es científico, son charlatanerías», le supliqué.

«Ya lo sé», me contestó, pero el daño estaba hecho. Así y todo, no se lamentó hasta mucho más tarde, cuando fuimos a ver una película sobre la pena de muerte, Dead Man Walking, en la que hay una escena del asesinato de una muchacha en un bosque, similar a lo descrito por la psíquica. En el silencio y la oscuridad del cine se oyó un grito desgarrado, como un lamento de animal herido. Era Willie, doblado en su asiento, con la cabeza en las rodillas. Salimos a tientas de la sala, y en el estacionamiento, encerrado en el automóvil, lloró largamente a la hija desaparecida.