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Un año más tarde Fu y Grace ofrecieron una ceremonia en el Centro de Budismo Zen para conmemorar a Jennifer, dar dignidad a esa vida trágica y clausura a su inexplicable fin, que dejó a la familia en suspenso para siempre. Nuestra pequeña tribu, incluidos Tabra, Jason y Sally, y la madre de Jennifer con algunas amigas, nos juntamos en la misma sala en que habíamos celebrado el primer cumpleaños de Sabrina, frente a un altar con retratos de Jennifer en sus mejores tiempos, flores, incienso y velas. Pusieron un par de zapatos en el centro del círculo, para indicar el nuevo camino que ella había emprendido. Jason y Willie estaban conmovidos por las buenas intenciones de todos los presentes, pero no pudieron evitar un intercambio de sonrisas, porque Jennifer jamás se hubiera puesto unos zapatos como ésos; debieron haber conseguido unas sandalias moradas, más de su estilo. Ambos, que la conocían bien, imaginaron que si ella estaba observando esa triste reunión desde el aire, reventaría de risa, porque todo lo que huele a Nueva Era le parecía ridículo, y además no era de las que se lamentan; carecía por completo de autocompasión, era atrevida y valiente. Sin las adicciones, que la atraparon en una vida de miseria, tal vez habría cumplido un destino aventurero, porque tenía la fuerza de su padre. De los tres hijos de Willie, sólo Jennifer heredó el corazón de león de Willie, y ella se lo dio a su hija. Sabrina, como Willie, puede caer de rodillas, pero siempre se pone de pie. Esa niña, que casi no conoció a su madre, pero tenía su imagen grabada en el alma antes de nacer, participó en el rito acurrucada en brazos de Grace. Al final Fu dio a Jennifer un nombre budista: U Ka Da¡ Shin, «alas de fuego, gran corazón». Era un nombre adecuado para ella.

En la ceremonia, durante el rato que dedicamos a meditar, Jason creyó sentir la voz de su hermana que le soplaba al oído: «¿Qué joda están haciendo? ¡No tienen la menor idea de lo que me pasó! Podría estar viva, ¿no? La broma es que jamás lo sabrán». Tal vez por eso Jason nunca ha dejado de buscarla, y ahora, tantos años más tarde, cuando existen pruebas de ADN, él está empecinado en encontrarla en los infinitos archivos de desgracias de la policía. En cuanto a mí, durante la meditación surgió con gran claridad en mi mente una escena en la que Jennifer estaba sentada a la orilla de un río, remojándose los pies y tirando piedrecillas al agua. Llevaba un vestido de verano y se veía joven y sana, sin rastros de dolor. Rayos de sol penetraban entre las hojas de los árboles e iluminaban su cabello rubio y su cuerpo delgado. De pronto se acostaba acurrucada en el suelo, sobre el musgo, y cerraba los ojos. Esa noche le conté aquella visión a Willie y los dos decidimos que ése fue su verdadero fin y no el que dijo la psíquica: estaba muy cansada, se durmió y no despertó más. En la mañana nos levantamos temprano y fuimos los dos al bosque, escribimos el nombre de Jennifer en un papel, lo quemamos y echamos las cenizas en el mismo arroyo donde habíamos esparcido antes las tuyas. Ustedes no se conocieron en este mundo, Paula, pero nos gusta imaginar que tal vez sus espíritus juegan entre esos árboles como hermanas.

VIDA EN FAMILIA

En 1994, Ruanda aparecía con frecuencia en la prensa. Las noticias del genocidio eran tan horrorosas que costaba creerlas: niños asesinados, mujeres embarazadas abiertas a cuchilladas para arrancarles el feto del vientre, familias enteras asesinadas, centenares de huérfanos hambrientos deambulando por los caminos, aldeas quemadas con todos sus habitantes.

– ¿Qué le importa al mundo lo que pasa en África? Los que mueren son unos pobres negros -comentaba Celia, indignada, con esa pasión incendiaria que empleaba para todo.

– Es terrible, Celia, pero creo que no estás deprimida sólo por eso. Dime qué te pasa en realidad… -la sondeaba yo.

– ¡Imagínate que destrozaran a machetazos a mis niños! -Y se echaba a llorar.

Algo se estaba gestando en el alma de mi nuera. No tenía ni un momento de paz, corría cumpliendo mil tareas, creo que lloraba a escondidas y estaba cada día más flaca y demacrada, pero mantenía una postura de desfachatada alegría. Había desarrollado una verdadera obsesión por las malas noticias de la prensa, que comentaba con Jason, el único en la familia que leía todos los periódicos y era capaz de analizar los hechos con instinto de periodista. Él fue la primera persona a quien le oí relacionar la religión con el terror, mucho antes de que fundamentalismo y terrorismo fuesen prácticamente sinónimos. Nos explicó que la violencia en Bosnia, Oriente Próximo y África, los excesos de los talibanes en Afganistán y otros hechos desconectados eran causados por un odio tanto racial como religioso.

Jason y Sally hablaban de mudarse apenas pudieran conseguir un piso en alguna parte, pero habían buscado en vano algo al alcance de su magro presupuesto. Les ofrecimos ayuda, pero sin insistir demasiado, para no darles la impresión de que los estábamos echando. NOS gustaba tenerlos con nosotros, eran entretenidos y suavizaban el ambiente. Era conmovedor ver a Jason enamorado por primera vez y hablando de casarse, aunque Willie estaba convencido de que no hacía buena pareja con Sally. No sé por qué se le metió esa idea en la cabeza; parecían llevarse muy bien.

La Abuela Hilda pasaba largas temporadas en California y bajo su influencia la casa se convertía en un garito de juego. Hasta mis nietos, unos inocentes que todavía andaban con chupete, aprendieron a hacer trampas con los naipes. Les enseñó a jugar con tal habilidad que más tarde Alejandro, cuando ya tenía diez años, habría podido ganarse la vida con un mazo de naipes. En una ocasión, cuando el mocoso era un alfeñique con lentes redondos y dientes de castor, se metió en un campamento de tipos patibularios, que estaban con sus carromatos y sus motos en una playa. El aspecto de aquellos hombres, con camisetas sin mangas, tatuajes, botas de mercenarios y las inevitables barrigas de los buenos bebedores de cerveza, no espantó a Alejandro, porque vio que estaban jugando a las cartas. Se acercó= muy seguro de sí mismo y pidió permiso para participar. Le contestó un coro de risotadas, pero él insistió.

«Aquí apostamos dinero, chiquillo», le advirtieron. Alejandro asintió; se sentía seguro porque ya podía ganarle a la Abuela Hilda y rico porque tenía cinco dólares monedas chicas. Lo invitaron a sentarse y le ofrecieron cerveza, que él rechazó amablemente, más interesado en los naipes. A los veinte minutos mi nieto había esquilado a los siete matones y se alejaba del lugar con los bolsillos llenos de billetes, bajo una granizada de maldiciones y palabrotas.

Vivíamos en tribu, al estilo chileno, siempre estábamos juntos. La Abuela se divertía mucho con Celia, Nico y los niños; prefería mil veces su compañía a la nuestra, y pasaba mucho tiempo en la casa de ellos. Le habíamos explicado a la Abuela que las madres de Sabrina eran lesbianas, budistas y vegetarianas, tres palabras que no conocía. Lo de vegetarianas fue lo único que le pareció inaceptable, pero de todos modos se hizo amiga de ellas. Más de una vez las visitó en el Centro de Budismo Zen, donde las incitaba a comer hamburguesas, beber margaritas y apostar al póquer. Mi madre y el tío Ramón, mi inefable padrastro, venían a menudo de Chile; a veces se sumaba mi hermano Juan, quien llegaba de Atlanta con la cabeza ladeada y la expresión grave de un obispo, pues estaba estudiando teología. Después de cuatro años dedicado a lo divino, Juan se graduó con honores; entonces decidió que no tenía pasta de predicador y volvió a su empleo, que tiene hasta hoy, de profesor de ciencias políticas en una universidad. Willie compraba alimentos al por mayor y cocinaba para aquel campamento de refugiados. Lo veo en la cocina, atacando con cuchillos ensangrentados un cuarto de vaca, friendo sacos de papas y picando toneladas de lechuga. En los momentos de inspiración hacía unos tacos mexicanos picantes y mortales al son de sus discos de rancheras. La cocina quedaba como madrugada de carnaval y los comensales se relamían, aunque después pagaban las consecuencias del exceso de grasa y chiles.