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La casa era mágica: se estiraba y se encogía según las necesidades. Encaramada a media altura de un cerro, tenía una vista panorámica de la bahía, cuatro habitaciones en el piso principal y un apartamento abajo. Allí instalamos en 1992 la sala de hospital donde tú pasaste varios meses sin alterar el ritmo de la familia. Algunas noches me despertaba con el murmullo de mis propios recuerdos y de los personajes escapados de los sueños ajenos, me levantaba en silencio y recorría los cuartos, agradecida por la quietud y tibieza de esa casa.

«Nada malo puede ocurrir aquí pensaba-, el mal ha sido expulsado para siempre, el espíritu de Paula nos cuida.» A veces me sorprendía el alba con sus caprichosos colores de sandía y durazno y me asomaba a ver el paisaje tendido a los pies del cerro, con la bruma que se desprendía de la laguna y los gansos salvajes volando hacia el sur.

Celia empezaba a reponerse del desgaste de los tres embarazos cuando debió ir a Venezuela a la boda de su hermana. Para entonces contaba con una visa de residente que le permitía viajar al extranjero y volver a Estados Unidos. Nico y los niños se trasladaron temporalmente a nuestra casa, una solución que a la Abuela le pareció ideaclass="underline" «¿Por qué no vivimos todos juntos, como se debe?», preguntó. Entretanto, en Caracas, Celia se enfrentó con aquello que quiso dejar atrás al casarse con Nico, y se me ocurre que no debió de ser agradable, porque regresó con el ánimo por el suelo, decidida a cortar el contacto con una parte de su parentela. Se pegó a mí y me dispuse a defenderla contra todo, incluso contra sí misma. Volvió a perder peso y entonces le hicimos una encerrona familiar y la obligamos a consultar a un especialista, quien le recetó terapia y antidepresivos.

«Yo no creo en nada de esto», me decía, pero el tratamiento la ayudó y pronto empezó de nuevo a rasgar la guitarra y a hacernos reír y rabiar con sus ocurrencias. A pesar de los inexplicables arranques de tristeza, la maternidad la hizo florecer.

Los niños eran un circo permanente y la Abuela nos recordaba a diario que debíamos gozarlos, porque crecen y se van demasiado pronto. Los niños, más que las recetas médicas, ayudaron a Celia en ese tiempo. Alejandro, que era más bien tímido pero muy avispado, tartamudeaba frases sabias con la misma voz ronca de su madre. Ese año, para la Pascua, antes de salir con su canasto a cosechar los huevos: pintados entre las matas del jardín, me susurró al oído que los conejos no ponen huevos, porque son mamíferos.

«Y entonces, ¿quién deja los huevos de Pascua?», le pregunté, como una estúpida.

«Tú», me contestó. Nicole, la menor, debió defenderse de sus hermanos desde que pudo tenerse de pie. Para un cumpleaños tuve la mala idea de regalarle a Alejandro, quien me lo había pedido de rodillas batiendo sus pestañas de jirafa, un juego de puñales Ninja de plástico. Primero obtuve autorización especial de los padres -que no permitían armas, igual que se oponían a la televisión, dos tabúes de la Nueva Era en California-, porque no se puede criar a los chiquillos en una burbuja; más vale que se contaminen desde pequeños, así se inmunizan. Enseguida le advertí a mi nieto que no podía atacar a sus hermanas, pero fue como darle un dulce y decirle que no lo chupara. A los cinco minutos le mandó un cuchillazo a Andrea, quien se lo devolvió de inmediato, y luego los dos se enfrentaron con Nicole. Vimos pasar a Alejandro y Andrea corriendo despavoridos y Nicole detrás, con un puñal en cada mano, aullando como apache de película. Todavía usaba pañales. Andrea era la más pintoresca, vestía entera de rosado, salvo las chancletas verde limón, le asomaban unos crespos dorados entre los adornos que se ponía en la cabeza -tiaras, cintas de paquete, flores de papel- y vivía perdida en su mundo imaginario. Además tenía Poder Rosado, un anillo mágico con una piedra de ese color, regalo de Tabra, que podía transformar el brécol en helado de fresa y mandarle una patada a distancia al chico que se había burlado de ella en el recreo. Una vez su maestra le alzó la voz y ella se le plantó al frente, apuntándola con el dedo del poderoso anillo: «¡Tú no te atrevas a hablarme así! ¡Yo soy Andrea!». En otra ocasión regresó muy alterada del colegio y se abrazó a mí.

– ¡He tenido un día muy desgraciado! -me confesó, sollozando.

– ¿No hubo un solo momento bueno en el día, Andrea?

– Sí. Una niña se cayó y se partió los dientes.

– ¡Pero qué tiene eso de bueno, Andrea, por Dios!

– Que no fui yo.

MENSAJES

Se publicó Paula en España con una foto tuya en la tapa, que te había tomado Willie, en la que apareces sonriendo y plena de vida, con tu melena oscura cubriéndote como un manto. Pronto empezaron a llegarme centenares de cartas, que llenaban cajones en la oficina; a Celia no le alcanzaban las horas para ordenarlas y responder. Durante años había recibido cartas de lectores entusiastas, aunque admito que no todas eran motivadas por simpatía hacia mis libros: algunas eran peticiones, como la de un novelista de dieciséis obras inéditas, que me ofrecía galantemente asociarse conmigo y que nos repartiéramos los derechos de autor por la mitad, o un par de chilenos en Suecia que me pedían pasajes para volver a Chile, porque por culpa de mi tío Salvador Allende ellos tuvieron que exiliarse. Sin embargo, nada pudo compararse con la avalancha de correspondencia que nos inundó a raíz de Paula. Quise contestar a todo, aunque fuese sólo con un par de líneas garabateadas en una tarjeta, porque cada misiva había sido escrita con el corazón y enviada a ciegas, algunas a mis editores, otras a mi agente, muchas a través de amigos o librerías. Pasaba parte de la noche fabricando tarjetas con papeles japoneses que me regalaba Miki Shima y pequeñas piezas de plata y piedras semipreciosas de Tabra. Las cartas que recibía eran tan sentidas, que años más tarde, cuando el libro había sido traducido a varios idiomas, algunos editores europeos decidieron publicar una selección de aquella correspondencia. A veces me escribían padres que habían perdido un hijo, pero la mayoría era gente joven que se identificaba contigo, incluso muchachas que deseaban conocer a Ernesto, enamoradas del viudo sin conocerlo. Alto, fornido, moreno y trágico, atraía a las mujeres. No creo que le faltara consuelo: no es un santo y el celibato no es su fuerte, como él mismo me ha contado y como tú siempre supiste. Ernesto asegura que si no fuera porque se enamoró de ti, habría entrado al seminario para hacerse cura, pero lo dudo. Necesita una mujer a su lado.

Ocupada con las cartas, no tuve tiempo para la escritura y hasta la comunicación con mi madre disminuyó. En vez del mensaje diario que nos mantuvo unidas durante décadas, hablábamos por teléfono o enviábamos breves faxes, evitando confidencias que podían quedar expuestas a la curiosidad ajena. Nuestra correspondencia de esa época es muy aburrida. Nada como el correo, con su paso de tortuga y su privacidad, nada como el placer de esperar al cartero, abrir un sobre, sacar las hojas, que mi madre había doblado, y leer sus noticias con dos semanas de atraso. Si eran malas, ya no importaba, y si eran buenas, siempre se podían celebrar.

Entre las cartas llegó la de una joven enfermera que te había atendido en la unidad de cuidados intensivos del hospital de Madrid. A Celia le tocó abrirla y verla primero. Me la trajo, pálida, y la leímos juntas. La enfermera decía que después de leer el libro consideró que era su deber contarme lo que había ocurrido. La negligencia médica y un corte de electricidad, que afectó a la máquina de oxígeno, te destruyeron el cerebro. Muchas personas en el hospital sabían lo sucedido, pero trataron de ocultarlo, tal vez con la esperanza de que murieras sin que hubiese una investigación. Durante meses, las enfermeras me veían esperando el día entero en el corredor de los pasos perdidos y a veces quisieron contarme la verdad, pero no se atrevieron a enfrentar las consecuencias. La carta me dejó mareada durante varios días.