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El único recuerdo vívido que me quedó fue una escena en Nueva York, en pleno invierno, que habría de dolerme hasta que pude exorcizarla más tarde, después de un viaje a la India. Willie se había reunido conmigo por el fin de semana y acabábamos de visitar a Jason y a un grupo de sus compañeros de la universidad, jóvenes intelectuales con chaqueta de cuero. Durante esos meses en que había estado separado de Sally no volvió a hablarse de matrimonio; teníamos la idea de que ese noviazgo había acabado, porque así lo sugirió ella en un par de ocasiones, aunque Jason lo negaba por completo. Según él, se casarían apenas él se graduara. En una visita que Ernesto nos hizo en California, supimos que tuvo un breve pero intenso encuentro amoroso con Sally, por eso asumimos que ella estaba libre de ataduras. Jason no se enteró de eso hasta muchos años más tarde. Para entonces ya se habían desencadenado los eventos que demolieron su fe en nuestra familia, que él tanto había idealizado.

Willie y yo nos habíamos despedido de aquel hijo emocionados, pensando en lo mucho que había cambiado. Cuando llegué a vivir con él, pasaba la noche leyendo o de juerga con sus amigotes, se levantaba a las cuatro de la tarde, envuelto en una frazada roñosa, y se instalaba en la terraza a fumar, beber cerveza y hablar por teléfono, hasta que yo lo movilizaba a coscorrones para que fuese a clases. Ahora iba camino de convertirse en escritor, tal como siempre supimos que haría, porque tiene talento. Con Willie estábamos recordando aquella etapa del pasado, mientras paseábamos por la Quinta Avenida en medio del ruido y las multitudes, tráfico, cemento y escarcha, cuando ante la vitrina de una tienda que exhibía una colección de joyas antiguas de la Rusia imperial vimos a una mujer acurrucada en el suelo, tiritando. Era afroamericana, estaba inmunda, envuelta en trapos y tapada con una bolsa negra de basura, y lloraba. La gente pasaba deprisa por su lado, sin verla. Su llanto era tan desesperado, que para mí el mundo quedó congelado, como en una fotografía; hasta el aire se detuvo por un instante en la pena insondable de aquella infeliz. Me agaché a su lado, le di todo mi dinero en efectivo, aunque estaba segura de que pronto vendría un chulo a quitárselo, y traté de comunicarme con ella, pero no hablaba inglés o estaba más allá de la palabra. ¿Quién era? ¿Cómo llegó a ese estado de abandono? Tal vez venía de una isla caribeña o de la costa africana y el oleaje la lanzó a la Quinta Avenida por azar, como esos meteoritos que caen en la tierra desde otra dimensión. Me quedé con el angustioso sentido de culpa de que no pude o no quise ayudarla. Seguimos andando, apurados, con frío; unas cuadras más adelante, nos metimos al teatro y la mujer quedó atrás, perdida en la noche. No imaginé entonces que no podría olvidarla, que su llanto sería un llamado implacable, hasta que un par de años más tarde la vida me diera oportunidad de responder.

Si Willie lograba escapar del trabajo, volaba a encontrarse conmigo en diversos puntos del país para pasar una o dos noches juntos. Su bufete lo retenía y le daba más disgustos que satisfacciones. Los clientes eran gente pobre que se había accidentado en el trabajo. A medida que aumentaba el número de inmigrantes de México y Centroamérica, la mayoría ilegales, aumentaba también la xenofobia en California. Willie cobraba un porcentaje de la compensación que negociaba para sus clientes o que ganaba en un juicio, pero esas cifras eran cada vez más mezquinas y difíciles de obtener. Por suerte, no pagaba renta, porque éramos dueños del antiguo burdel de Sausalito, donde tenía su oficina. Tong, su contador, hacía malabarismos de juglar para cubrir salarios, cuentas, impuestos, seguros y bancos. Este noble chino protegía a Willie como a un hijo tonto y ahorraba hasta el punto de que su tacañería alcanzó niveles de leyenda. Celia aseguraba que en la noche, cuando nos íbamos de la oficina, Tong sacaba de la basura los vasos de papel, los lavaba y volvía a colocarlos en la cocina. La verdad es que sin el ojo vigilante y el ábaco de su contador, Willie se habría hundido. Tong tenía casi cincuenta años, pero se veía como un joven estudiante, delgado, pequeño, con una mata de pelo tieso y siempre vestido con vaqueros y zapatillas. No se hablaba con su esposa desde hacía doce años, aunque vivían bajo el mismo techo, y tampoco se divorciaban para no dividir sus ahorros y por temor a la madre de él, una viejecita diminuta y feroz que había vivido treinta años en California y creía hallarse en el sur de China. La señora no hablaba una sola palabra de inglés, hacía sus compras en los mercados de Chinatown, escuchaba la radio en cantonés y leía el periódico en mandarín de San Francisco. Tong y yo teníamos en común el afecto por Willie, eso nos unía, a pesar de que ninguno de los dos entendía el acento del otro. Al comienzo, cuando recién llegué a vivir con Willie, Tong sentía por mí una desconfianza atávica, que manifestaba cuando se daba la oportunidad.

– ¿Qué tiene tu contador contra mí? -le pregunté un día a Willie.

– Nada en particular. Todas las mujeres que he tenido me han salido caras, y como él lleva mis cuentas, preferiría que viviera en riguroso celibato -me informó.

– Explícale que me he mantenido sola desde los diecisiete años.

Supongo que se lo dijo, porque Tong empezó a mirarme con algo de respeto. Un sábado me encontró en la oficina fregando los baños y quitando el polvo con la aspiradora; entonces el respeto se transformó en disimulada admiración.

– Usted se casa con ésta. Ella limpia -le aconsejó a Willie en su inglés algo limitado. Fue el primero en felicitarnos cuando anunciamos que nos casaríamos.

Este largo amor con Willie ha sido un regalo en los años maduros de mi existencia. Cuando me divorcié de tu padre me preparé para seguir andando sola, porque pensé que sería casi imposible encontrar otro compañero. Soy mandona, independiente, tribal y tengo un trabajo poco común que me exige pasar la mitad de mi tiempo sola, callada y escondida. Pocos hombres pueden con todo eso. No quiero pecar de falsa modestia, también tengo algunas virtudes. ¿Te acuerdas de alguna, hija? A ver, déjame pensar… Por ejemplo: requiero poco mantenimiento, soy sana y cariñosa. Tú decías que soy divertida y nadie se aburre conmigo, pero eso era antes. Después de que tú te fuiste se me acabaron las ganas de ser el alma de la fiesta. Me he vuelto introvertida, no me reconocerías. El milagro fue hallar -donde y cuando menos lo esperaba- al único hombre que podía soportarme. Sincronía. Suerte. Destino, diría mi abuela. Willie sostiene que nos hemos amado en vidas anteriores y que seguiremos haciéndolo en vidas futuras, pero ya sabes cómo me asustan el karma y la reencarnación. Prefiero limitar este experimento amoroso una sola vida, que ya es bastante. ¡Willie todavía me parece tan extranjero! Por la mañana, cuando se está afeitando y lo veo en el espejo, suelo preguntarme quién diablos es ese hombre demasiado blanco, grande y norteamericano y por qué estamos en el mismo baño.

Cuando nos conocimos teníamos muy poco en común, veníamos de medios muy diferentes y tuvimos que ir inventando un idioma -espánglish- para entendernos. Pasado, cultura y costumbres nos se paraban, también los problemas inevitables de los hijos en una familia pegada artificialmente, pero a codazos logramos abrir el espacio indispensable para el amor. Es cierto que para instalarme en Estados Unidos con él dejé casi todo lo que tenía y me acomodé como pude al desorden de batalla de su vida, pero él también hizo muchas concesiones y cambios para que estuviéramos juntos. Desde el principio adoptó a mi familia y respetó mi trabajo, me ha acompañado en lo que ha podido, me ha apoyado y protegido hasta de mí misma, no me critica, se burla suavemente de mis manías, no se deja atropellar, no compite conmigo y hasta en las peleas que hemos tenido me ha tratado con nobleza. Willie defiende su territorio sin alharacas; dice que ha trazado un pequeño círculo de tiza dentro del cual está a salvo de mí y de la tribu: cuidado con violarlo. Una inmensa dulzura yace agazapada bajo su apariencia ruda; es sentimental como un perro grande. Sin él, yo no podría escribir tanto y tan tranquila como lo hago, porque se ocupa de todo aquello que a mí me asusta, desde mis contratos y nuestra vida social, hasta el funcionamiento de las misteriosas máquinas domésticas. A pesar de que todavía me sorprende verlo a mi lado, me he acostumbrado a su enorme presencia y ya no podría vivir sin él. Willie llena la casa, llena mi vida.