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El teléfono sonó a las tres de la madrugada -así lo indicaban los números verdes del reloj de viaje, que brillaban en la oscuridad- despertándome de un sueño caliente y pesado. Estiré la mano buscando a tientas el aparato, sin dar con él, hasta que tropecé con un interruptor y encendí la lámpara. No supe dónde me hallaba, ni qué eran esos velos transparentes flotando sobre mi cabeza o los demonios alados que amenazaban desde el techo pintado. Sentí las sábanas húmedas, pegadas a la piel, y un olor dulzón que no pude identificar. El teléfono seguía repicando y cada campanillazo aumentaba mi aprensión, porque sólo una desgracia inmensa justificaría la urgencia de llamar a esa hora.

«Alguien se murió», dije en voz alta.

«Calma, calma», repetí. No podía tratarse de Nico, porque yo ya había perdido a una hija y según la ley de probabilidades eso no se repetiría en mi vida. Tampoco podía ser mi madre, porque es inmortal. Tal vez eran noticias de Jennifer… ¿La habrían encontrado? El sonido me guió al otro extremo de la habitación y descubrí un anticuado teléfono entre dos elefantes de porcelana. Desde el otro lado del mundo me llegó, con una claridad de presagio, la inconfundible voz de Celia. No alcancé a preguntarle qué había pasado.

– Parece que soy bisexual -me anunció con voz trémula.

– ¿Qué pasa? -preguntó Willie, atontado de sueño.

– Nada. Es Celia. Dice que es bisexual.

– ¡Ah! -rezongó mi marido, y siguió durmiendo.

Supongo que me llamó para pedirme socorro, pero no se me ocurrió nada mágico que pudiera ayudarla en ese momento. Rogué a mi nuera que no se diera prisa en tomar medidas desesperadas, ya que casi todos somos más o menos bisexuales, y si había esperado veintinueve años para descubrirlo, bien podía esperar a que nosotros retornásemos a California. Un asunto como ése merecía discutirse en familia. Maldije la distancia, que me impedía ver la expresión de su cara. Le prometí que trataríamos de volver lo antes posible, aunque a las tres de la mañana no era mucho lo que podía hacer para cambiar los pasajes aéreos, gestión que incluso de día era complicada en la India. Se me había espantado el sueño y no regresé a la cama de velos. Tampoco me atreví a despertar a Tabra, quien ocupaba otra habitación del mismo piso.

Salí al balcón a esperar la mañana sentada en un columpio de madera policromada con almohadones de seda color topacio. Una enredadera de jazmín y un árbol de grandes flores blancas despedían aquella fragancia de cortesana que había percibido en la habitación. La noticia de Celia me produjo una rara lucidez, como si pudiese verme y ver a mi familia desde el aire, despegada.

«Esta nuera nunca dejará de sorprenderme», murmuré. En su caso, el término «bisexual» podía significar varias cosas, pero ninguna inocua para los míos. Vaya, lo escribí sin pensar: los míos. Así los sentía a todos ellos, míos, de mi propiedad: Willie, mi hijo, mi nuera, mis nietos, mis padres e incluso los hijastros, con quienes vivía de escaramuza en escaramuza, eran míos. Me había costado mucho reunirlos y estaba dispuesta a defender a esa pequeña comunidad contra las incertidumbres del destino y la mala suerte. Celia era una fuerza incontenible de la naturaleza, nadie tenía influencia sobre ella. No me pregunté dos veces de quién se había prendado, la respuesta me pareció obvia.

«Ayúdanos, Paula, mira que esto no es broma», te pedí, pero no sé si me oíste.

NADA QUE AGRADECER

El desastre -no se me ocurre otra palabra para definirlo- se desencadenó a finales de noviembre, el día de Acción de Gracias. Cierto, parece irónico, pero uno no escoge las fechas para estas cosas. Willie y yo regresamos a California lo más deprisa que pudimos, pero conseguir vuelos, cambiar los pasajes y atravesar medio planeta nos tomó más de tres días. Aquella noche en que Celia me despertó, alcancé a decirle a Willie de qué se trataba, pero estaba dormido, no me oyó y a la mañana siguiente debí repetírselo. Le dio risa.

«Esta Celia es una bala suelta de cañón», me dijo, sin medir las consecuencias que el anuncio de mi nuera tendría para la familia. Tabra debía seguir viaje a Bali, así es que nos despedimos sin muchas explicaciones. Al llegar a San Francisco, Celia estaba esperándonos en el aeropuerto, pero nada dijimos al respecto hasta que nos hallamos a solas; no era una confidencia que ella estuviese dispuesta a hacer frente a Willie.

– Nunca imaginé que me iba a pasar esto, Isabel. Acuérdate de lo que yo pensaba de los gays -me dijo.

– Me acuerdo, Celia, cómo se me iba a olvidar. ¿Ya te acostaste con ella?

– ¿Con quién?

– Con Sally, con quién va a ser.

– ¿Cómo sabes que es ella?

– Ay, Celia, no hay que verse la suerte entre gitanos. ¿Se acostaron?

– ¡Eso no es lo importante! -exclamó con los ojos ardientes.

– A mí me parece muy importante, pero puedo estar equivocada… Las calenturas se pasan, Celia, y no vale la pena destruir un matrimonio por eso. Estás confundida por la novedad, eso es todo.

– Estoy casada con un hombre estupendo y tengo tres hijos que no soltaré jamás. Puedes imaginarte cuánto lo he pensado antes de decírtelo. Una decisión así no se toma a la ligera. No quiero herir a Nico y a los niños.

– Es curioso que me lo confieses a mí, que soy tu suegra. ¿No será que inconscientemente…?

– ¡No me vengas con vainas psicológicas! Tú y yo nos contamos todo -me interrumpió. Y era cierto.

Soporté una semana de brutal ansiedad, pero nada comparado con la angustia de Celia y Sally, quienes debían decidir su futuro. Habían vivido en la misma casa, trabajaban juntas, compartían niños, secretos, intereses y diversiones, pero de carácter eran muy diferentes y tal vez en eso consistía la mutua atracción. La Abuela Hilda me había hecho notar que «estas niñas se quieren mucho». Callada, discreta, casi invisible, a la Abuela nada se le pasaba por alto. ¿Quiso advertirme? Imposible saberlo, porque esa vieja prudente nunca habría hecho un comentario malicioso.

Me debatí en la confusión de cargar con aquel secreto mientras preparaba el pavo del día de Acción de Gracias con una receta nueva que mi madre me había mandado por carta. Se ponía un montón de hierbas en la licuadora con aceite de oliva y limón, luego se le inyectaba con una jeringa esa mezcla verde entre cuero y carne al pájaro y se dejaba macerar por cuarenta y ocho horas.

Sally renunció al empleo en mi oficina, pero nos veíamos casi a diario cuando yo visitaba a mis nietos, porque ella pasaba mucho tiempo en esa casa. Yo procuraba no clavar los ojos en ella y Celia cuando estaban juntas, pero si se rozaban por casualidad, me daba un

brinco el corazón. Willie, aturdido por el largo viaje a la India y la resaca de la infección intestinal, se mantuvo al margen con la esperanza de que las pasiones se disolvieran en el aire.