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Me he preguntado de dónde proviene esta tendencia a convivir con espíritus; parece que otra gente no tiene esta manía. Antes que nada debo aclarar que rara vez me he topado con uno de frente, y en las ocasiones en que eso ha ocurrido, no puedo asegurar que no estaba soñando; pero no dudo de que el tuyo me acompaña todo el tiempo. Si no, ¿para qué estaría escribiéndote estas páginas? Te manifiestas de las maneras más raras. Por ejemplo, una vez, cuando Nico estaba cambiándose de trabajo, se me ocurrió inventar una corporación para darle empleo. Incluso alcancé a consultar con el contador y un par de abogados, quienes me agobiaron con reglamentos, leyes y cifras.

«¡Si pudiera llamar a Paula para pedirle consejo!», exclamé en voz alta. En ese momento llegó el correo y entre la correspondencia había un sobre para mí, escrito con una letra tan parecida a la mía, que lo abrí de inmediato. La carta contenía pocas líneas escritas con lápiz en papel de cuaderno: «De ahora en adelante no trataré de resolver los problemas de los demás antes de que me pidan ayuda. No voy a echarme a la espalda responsabilidades que no me corresponden. No voy a sobreproteger a Nico y mis nietos». Estaba firmado por mí y fechado siete meses antes. Entonces me acordé de que había ido a la escuela de los nietos para «el día de los abuelos» y la maestra había pedido a todos los presentes que escribieran una resolución o un deseo y lo pusieran en un sobre con su dirección, para que ella lo enviara por correo más adelante. No hay nada extraño en esto. Lo extraño es que llegara justamente en el momento en que yo clamaba por recibir tu consejo. Suceden demasiadas cosas inexplicables. La idea de los seres espirituales, reales, imaginarios o metafóricos, la inició mi abuela materna. Esa rama de la familia siempre fue original y me ha dado material para la escritura. Jamás habría escrito La casa de los espíritus si mi abuela no me hubiese convencido de que el mundo es un sitio muy misterioso.

La situación familiar se resolvió de una manera más o menos normal. Normal para California; en Chile habría sido un escándalo digno de la prensa amarilla, sobre todo porque Celia consideró necesario anunciarlo con un megáfono y predicar las ventajas del amor gay. Decía que todo el mundo debía probarlo, que era mucho mejor que ser heterosexual, y ridiculizaba a los hombres y sus caprichosos piripichos. Tuve que recordarle que tenía un hijo y que no convenía desvalorizarlo. Yo misma comentaba demasiado, andábamos de boca en boca, los chismes iban y venían a gran velocidad. Gente que apenas conocíamos se acercaba para darnos el pésame, como si estuviésemos de duelo. Creo que lo supo todo California. Mucha bulla. Al principio me daban ganas de esconderme en una cueva, pero Willie me convenció de que no es la verdad expuesta la que nos hace vulnerables, sino los secretos. El divorcio de Nico y Celia no zanjó las cosas, porque seguíamos atrapados en una maraña de relaciones que cambiaban constantemente pero que no se cortaban, ya que los tres niños nos mantenían unidos, quisiéramos o no. Vendieron la casa, que con tanto esfuerzo habíamos comprado, y se repartieron el dinero. Decidieron que los niños pasarían una semana con la madre y otra con el padre, es decir, vivirían con una maleta a cuestas, pero eso resultaba preferible a la solución salomónica de partirlos por la mitad. Celia y Sally consiguieron una casita que necesitaba arreglos, pero estaba muy bien ubicada, y se instalaron como mejor pudieron. Fue muy duro para ellas al principio, porque sus propios parientes y varios amigos les dieron la espalda. Se quedaron casi solas, con pocos recursos y la sensación de ser juzgadas y condenadas. Yo me mantuve cerca de ellas y traté de ayudarlas, a menudo a espaldas de Nico, que no podía entender mi debilidad por esa ex nuera que había herido a la familia. Celia me ha confesado que lloraba casi todos los días, y Sally debió aguantar que la acusaran de haber destruido un hogar, pero a medida que pasaban los meses el ruido se fue acallando, como casi siempre sucede.

Nico encontró una vieja casa a dos cuadras de la nuestra y la remodeló cambiándole los pisos, las ventanas y los baños. Contaba con un jardín coronado por dos enormes palmeras y se asomaba a la orilla de una pequeña laguna donde anidaban gansos y patos salvajes. Allí vivía con el hermano de Celia, a quien le ofreció techo durante un año, y quien por alguna razón no se fue con su propia hermana. Ese joven seguía buscando su destino sin mucho éxito, tal vez porque no

tenía permiso de trabajo y su visa de turista, que ya había renovado un par de veces, estaba a punto de expirar. A menudo se deprimía o se ponía de mal humor, y en más de una ocasión Nico debió parar en seco las rabietas de aquel hombre que ya no era su cuñado pero seguía siendo su huésped.

Para Celia y Sally, que tenían empleos con horario flexible, cuidar a los niños en la semana que les tocaba no era tan complicado como para Nico, que debía hacerlo solo y trabajaba muy lejos. Ligia, la misma señora que había mecido a Nicole en los meses de su llanto inconsolable, lo ayudaba y continuaría haciéndolo por varios años. Ella recogía a mis nietos en la escuela, donde había un jardín de infancia al que incluso Nicole podía asistir, los llevaba a la casa y se quedaba con ellos hasta que llegaba yo, si podía hacerlo, o Nico, quien trataba de salir más temprano de su oficina en la semana en que tenía a sus hijos y compensaba las horas cuando no los tenía. Nico nunca dio muestras de azoramiento o impaciencia, por el contrario, era un padre alegre y tranquilo. Gracias a su organización mantenía rodando su hogar, pero se levantaba al alba y se acostaba muy tarde, extenuado.

«No tienes ni un minuto para ti mismo, Nico», le dije un día.

«Sí, mamá, tengo dos horas solo y callado en el coche cuando voy y vuelvo de la oficina. Mientras más tráfico, mejor», me contestó.

La relación de Nico y Celia se puso color de hormiga. Nico defendía su territorio como podía, y la verdad es que yo no lo ayudaba en esa ingrata tarea. Por último, cansado de chismes y pequeñas traiciones, me pidió que cortara mi amistad con su ex mujer, porque, tal como estaba la situación, él debía pelear en dos frentes. Se sentía desdeñado e impotente como padre de los niños y atropellado por su propia madre. Celia acudía a mí si necesitaba algo, y yo no lo consultaba a él antes de actuar, así es que, sin quererlo, saboteaba algunas decisiones que ellos habían acordado antes y que después Celia cambiaba. Además, le mentía para evitar explicaciones y, por supuesto, siempre me pillaba; por ejemplo, los niños se encargaban de decirle que me habían visto el día anterior en casa de su madre.

La Abuela Hilda, perpleja con el curso de los acontecimientos, volvió a Chile a casa de Hildita, su única hija. No se le oyó ni una palabra de crítica, se abstuvo de dar su opinión, fiel a su fórmula de evadir conflictos, pero Hildita me contó que cada tres horas se echaba a la boca una de sus misteriosas píldoras verdes para la felicidad; tuvieron un efecto mágico, porque cuando un año más tarde volvió a California, pudo visitar a Celia y Sally con el mismo cariño de siempre.

«Estas niñas son tan buenas amigas, da gusto ver cómo se avienen», dijo, repitiendo el comentario que me había hecho mucho antes, cuando nadie sospechaba lo que iba a ocurrir.

UNA TRIBU MUY VAPULEADA

En los primeros tiempos yo hablaba por teléfono escondida en el baño para concertar citas clandestinas con Celia. Willie me oía cuchichear y empezó a sospechar que yo tenía un amante, nada más halagador, porque bastaba verme desnuda para comprender que no mostraría mis carnes a nadie más que a él. Pero en realidad a mi marido no le alcanzaban las fuerzas para ataques de celos. En esa época tenía más casos legales que nunca entre las manos y todavía no se daba por vencido con el de Jovito Pacheco, aquel mexicano que se cayó de un andamio en un edificio en construcción de San Francisco. Cuando la compañía de seguros le negó una indemnización, Willie entabló juicio. La selección del jurado era fundamental, como me explicó, porque existía una creciente hostilidad contra los inmigrantes latinos y era casi imposible conseguir un jurado benevolente. En su larga experiencia como abogado había aprendido a descartar del jurado a personas obesas, que por alguna razón siempre votaban contra él, y a los racistas y xenófobos, que siempre existían, pero que aumentaban día a día. La hostilidad entre anglos y mexicanos en California es muy antigua, pero en 1994 se aprobó una ley, la Proposición 187, que hizo explotar ese sentimiento. A los estadounidenses les encanta la idea de la inmigración, es el fundamento del sueño americano -un pobre diablo que llega a estas orillas con una maleta de cartón puede convertirse en millonario-, pero detestan a los inmigrantes. Ese odio, que sufrieron escandinavos, irlandeses, italianos, judíos, árabes y otros inmigrantes, es peor contra la gente de color y en especial contra los hispanos, porque son muchos y no hay forma de detenerlos. Willie viajó a México, alquiló un coche y, siguiendo las complicadas indicaciones que le habían dado por carta, anduvo durante tres días culebreando por huellas polvorientas hasta llegar a una aldea remota con casitas de barro. Llevaba una fotografía amarillenta de la familia Pacheco, que le sirvió para identificar a sus clientes: una abuela de hierro, una viuda tímida y cuatro niños sin padre, entre ellos uno ciego. Nunca habían usado zapatos, carecían de agua potable y electricidad, y dormían en jergones en el suelo.