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Reservé «días especiales» con cada nieto por separado, en que ellos escogían la actividad. Así es como tuve que calarme la película animada de Tarzán trece veces y otra que se llamaba Mulan diecisiete; podía recitar los diálogos de atrás para adelante. Siempre querían lo mismo en el día especiaclass="underline" pizza, helados y cine, excepto una vez que Alejandro manifestó interés en ver a los hombres vestidos de monja que habían anunciado por televisión. Un grupo de homosexuales, gente de teatro, se disfrazaba de monjas con las caras pintadas y se pavoneaba pidiendo dinero para obras de caridad. El desatino era que lo hacían en Semana Santa. Salió en el noticiario porque la iglesia católica ordenó a sus feligreses que no visitaran San Francisco, para sabotear el turismo de esa ciudad que, como Sodoma y Gomorra, vivía en pecado mortal. Llevé a Alejandro a ver Tarzán una vez más.

Nico se había vuelto muy callado y tenía una dureza nueva en la mirada. La rabia lo había cerrado como una ostra, no compartía sus sentimientos con nadie. No fue el único que sufrió, a cada uno le tocó su parte, pero él y Jason se quedaron solos. Me aferré al consuelo de que nadie actuó con perfidia, fue una de esas tormentas en que se pierde el control del timón. ¿Qué pasó a puerta cerrada entre Celia y él? ¿Qué papel desempeñó Sally? Ha sido inútil sondearlo, siempre me responde con un beso en la frente y alguna frase neutra para distraerme, pero no pierdo la esperanza de averiguarlo en mi hora final, cuando no se atreva a negarle un último deseo a su madre moribunda. La existencia de Nico se redujo al trabajo y a ocuparse de sus hijos. Nunca fue muy sociable, sus amistades habían sido aportadas por Celia y él no intentó mantenerlas. Se aisló.

En esos días vino a limpiar los vidrios de nuestra casa un psiquiatra con pinta de actor de cine y aspiraciones de novelista que ganaba más limpiando ventanas ajenas que escuchando las quejas latosas de sus pacientes. En realidad, el trabajo no lo hacía él, sino una o dos holandesas espléndidas que no me explicó dónde pescaba, siempre diferentes, bronceadas por el sol californiano, con melenas platinadas y pantaloncitos cortos. Las bellas trepaban por las escaleras de mano con trapos y baldes, mientras él se sentaba en la cocina a contarme el argumento de su próxima novela. Me daba rabia, no sólo por las rubias tontas que hacían la labor pesada, que después él cobraba, sino porque ese hombre no era ni sombra de Nico y disponía de cuanta mujer se le antojara. Le pregunté cómo lo hacía y me dijo: «Prestándoles oído, les gusta que las escuchen». Decidí pasarle el dato a Nico. A pesar de su arrogancia, el psiquiatra era mejor que el hippie viejo que lo precedió en la limpieza de vidrios, quien antes de aceptar una taza de té revisaba la tetera minuciosamente para cerciorarse de que no tuviese plomo, hablaba en susurros y una vez perdió quince minutos tratando de sacar un insecto de la ventana sin machucarlo. Casi se cae de la escalera cuando le ofrecí un matamoscas.

Yo vivía pendiente de Nico y nos veíamos casi a diario, pero se había vuelto un desconocido para mí, cada día más retraído y distante, aunque siempre hizo gala de la misma impecable cortesía. Esa delicadeza llegó a molestarme; hubiera preferido que nos haláramos el pelo mutuamente. A los dos o tres meses ya no pude más y decidí que no podíamos seguir postergando una conversación franca. Los enfrentamientos son muy raros entre nosotros, en parte porque nos llevamos bien sin proclamas sentimentales y en parte porque así somos por carácter y hábito. Durante los veinticinco años de mi primer matrimonio, nunca nadie levantó la voz, mis hijos se acostumbraron a una absurda urbanidad británica. Además, partimos con buenos propósitos y suponemos que si hay ofensa es por error u omisión, no por ánimo de herirnos. Por primera vez le hice chantaje a mi hijo y, con la voz quebrada, le recordé mi amor incondicional y lo que había hecho por él y sus niños desde que nacieron, le reproché su alejamiento y rechazo… en fin, un discurso patético. Tuve que admitir, eso sí, que él siempre se había portado como un príncipe conmigo, salvo cuando me hizo la broma pesada de ahorcarse, a los doce años. Te acordarás que tu hermano se colgó de un arnés en el umbral de una puerta y cuando lo vi, con la lengua fuera y una gruesa cuerda al cuello, casi me despacho a mejor vida. ¡Jamás se lo perdonaré! «¿Por qué no vamos al grano, vieja?», me preguntó amablemente al cabo de un buen rato de oírme, cuando ya no pudo evitar que la mirada se le fuera al techo. Entonces nos lanzamos al ataque frontal. Llegamos a un acuerdo civilizado: él haría un esfuerzo por estar más presente en mi vida y yo haría un esfuerzo por estar más ausente en la suya. O sea, ni calvo ni con dos pelucas, como dicen en Venezuela. No pensaba cumplir mi parte del trato, como se vio enseguida cuando le sugerí que tratara de conocer mujeres porque a su edad no convenía el celibato: órgano que no se usa, se atrofia.

– Supe que en una fiesta de tu oficina estuviste conversando con una muchacha muy agradable, ¿quién es? -le pregunté.

– ¿Cómo lo sabes? -contestó, alarmado.

– Tengo mis fuentes de información. ¿Piensas llamarla?

– Me basta con tres niños, mamá. No me sobra tiempo para el romance. -Y se rió.

Estaba segura de que Nico podía atraer a quien quisiese: tenía facha de noble del Renacimiento italiano, era de buena índole, en eso salió a su padre, y no tenía nada de tonto, en eso salió a mí, pero si no se ponía las pilas iba a acabar en un monasterio trapense. Le conté del psiquiatra con su corte de holandesas que limpiaban las ventanas de nuestra casa, pero no manifestó el menor interés.

«No te metas», volvió a decirme Willie, como siempre. Por supuesto que iba a meterme, pero debía darle un poco de tiempo a Nico para que se lamiera las heridas.

SEGUNDA PARTE

EMPIEZA EL OTOÑO

Según el diccionario, otoño no sólo es la estación dorada del año, sino la edad en que se deja de ser joven. A Willie le faltaba poco para los sesenta y yo recorría con paso todavía firme la década de los cincuenta, pero mi juventud terminó junto a ti, Paula, en el corredor de los pasos perdidos de aquel hospital madrileño. Sentí la madurez como un viaje hacia dentro y el comienzo de una nueva forma de libertad: podía usar zapatos cómodos y ya no tenía que vivir a dieta ni complacer a medio mundo, sólo a aquellos que realmente me importan. Antes tenía las antenas siempre listas para captar la energía masculina en el aire; después de los cincuenta las antenas se me pusieron mustias y ahora sólo me atrae Willie. Bueno, también Antonio Banderas, pero eso es puramente teórico. A Willie y a mí nos cambió el cuerpo y la mente. La memoria prodigiosa de él comenzó a dar tropezones, ya no podía recordar los números de teléfono de todos sus amigos y conocidos. Se puso tieso de espalda y rodillas, sus alergias empeoraron y me acostumbré a oírlo carraspear a cada rato como una vieja locomotora. A su vez, él se resignó a mis peculiaridades: los problemas emocionales me producen retortijones de barriga y dolor de cabeza no puedo ver películas sanguinarias, no me gustan las reuniones sociales, devoro chocolate a escondidas, me enojo con facilidad y boto dinero como si éste creciera en los árboles. En este otoño de la vida por fin nos conocemos y nos aceptamos enteramente; nuestra relación se enriqueció. Estar juntos nos resulta tan natural como respirar y la pasión sexual dio paso a encuentros más reposados y tiernos. Nada de castidad. Estamos apegados, ya no queremos separarnos, pero eso no significa que no tengamos algunas peleas; nunca suelto mi espada, por si acaso.