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También me preocupaba Nico, porque acabábamos de enterarnos de que tu hermano también tiene porfiria.

«Paula no murió de porfiria, sino por negligencia médica», insistía tu hermano, para tranquilizarme, pero estaba inquieto, no tanto por sí mismo como por sus dos hijos y el tercero que venía en camino. Los niños podrían haber recibido esa nefasta herencia; lo sabríamos cuando tuvieran edad para someterse a los exámenes. Tres meses después de tu muerte, Celia nos anunció que esperaban otro crío, lo que yo ya sospechaba, por sus ojeras de sonámbula y porque yo lo había soñado, tal como soñé a Alejandro y Andrea antes de que se movieran en el vientre de su madre. Tres hijos en cinco años era una imprudencia; Nico y Celia carecían de empleo seguro y sus visas de estudiante estaban a punto de expirar, pero igual celebramos la noticia.

«No se preocupen, cada niño llega con un pan bajo el brazo», fue el comentario de mi madre al enterarse. Así fue. Esa misma semana comenzamos los trámites para las visas de residencia de Nico y su familia; yo había obtenido mi ciudadanía en Estados Unidos, después de cinco años de espera, y podía apadrinarlos.

Willie y yo nos conocimos en 1987, tres meses antes de que tú conocieras a Ernesto. Alguien te dijo entonces que yo había dejado a tu padre por él, pero te prometo que no fue así. Tu padre y yo estuvimos juntos veintinueve años, nos conocimos cuando yo tenía quince y él iba a cumplir veinte. Cuando decidimos divorciarnos, yo ni siquiera sospechaba que tres meses más tarde encontraría a Willie. Nos reunió la literatura: Willie había leído mi segunda novela y sintió curiosidad por conocerme cuando yo pasaba como un cometa por el norte de California. Se llevó un chasco conmigo, porque no soy para nada el tipo de mujer que él prefiere, pero lo disimuló bastante bien y hoy asegura que sintió de inmediato una «conexión espiritual». No sé lo que será eso. Por mi parte, debí de actuar deprisa, porque iba saltando de ciudad en ciudad en un viaje demente. Te llamé para pedirte consejo y me dijiste, riéndote a carcajadas, que para qué te preguntaba, si ya había tomado la decisión de lanzarme de cabeza a la aventura. Se lo conté a Nico y exclamó horrorizado: «¡A tu edad, mamá!». Yo tenía cuarenta y cinco años, que a él le parecían el umbral de la sepultura. Eso me dio la clave de que no había tiempo que perder, debía ir al grano. Mi urgencia barrió con la justificada cautela de Willie. No voy a repetir aquí lo que ya sabes y he contado muchas veces; según Willie, tengo cincuenta versiones de cómo empezó nuestro amor y todas son ciertas. Para resumir, te recuerdo que pocos días más tarde dejé mi vida anterior y aterricé sin invitación en casa de ese hombre de quien me había encaprichado. Nico dice que «abandoné a mis hijos», pero tú estabas estudiando en Virginia y él ya tenía veintiún años, era un guajalote que no necesitaba los mimos de su mamá. Una vez que Willie se repuso de la brutal sorpresa de verme en su puerta con un bolso de viaje, iniciamos la vida en común con entusiasmo, a pesar de las diferencias culturales que nos separaban y los problemas de sus hijos, que ni él ni yo sabíamos manejar. Me parecía que la vida y la familia de Willie eran como una mala comedia en la que nada funcionaba. ¿Cuántas veces te llamé para pedirte consejo? Creo que todos los días. Y siempre me contestabas lo mismo: «¿Qué es lo más generoso que puedes hacer en este caso, mamá?». Willie y yo nos casamos ocho meses después. No fue por iniciativa de él, sino mía. Al comprender que la pasión del primer momento iba convirtiéndose en amor y que probablemente me quedaría en California, decidí traer a mis hijos. Debía ser ciudadana estadounidense si deseaba reunirme contigo y tu hermano, así es que no me quedó más remedio que tragarme el orgullo y sugerirle a Willie la idea del matrimonio. Su reacción no fue de dicha explosiva, como yo tal vez osé esperar, sino de pavor, porque varios amores fracasados habían apagado las brasas románticas de su corazón, pero al final le doblé la mano. Bueno, en realidad no fue difíciclass="underline" le di hasta las doce del día siguiente para que se decidiera y empecé a hacer mi maleta. Quince minutos antes de que se cumpliera el plazo, Willie aceptó mi mano, aunque nunca entendió mi porfiada insistencia en vivir cerca de Nico y de ti, porque en Estados Unidos los jóvenes abandonan el hogar paterno cuando terminan la escuela y sólo vuelven de visita para Navidad o el día de Acción de Gracias. A los americanos les choca la costumbre chilena de convivir en clan para siempre.

– ¡No me obligues a escoger entre los niños y tú! -le advertí en aquella ocasión.

– No se me ocurriría. Pero ¿estás segura de que ellos quieren vivir cerca de ti? -me preguntó.

– Una madre siempre tiene derecho a convocar a sus hijos.

Nos casó un señor que había obtenido su licencia por correo, mediante el pago de veinticinco dólares, porque Willie, siendo abogado, no consiguió ningún juez amigo que lo hiciera. Eso me dio mala espina. Fue el día de más calor en la historia del condado de Marin. La ceremonia se llevó a cabo en un restaurante italiano sin aire acondicionado; la torta se derritió por completo, la señorita que tocaba el arpa se desmayó y los invitados, chorreados de sudor, fueron quitándose la ropa. Los hombres terminaron sin camisa ni zapatos, y las mujeres, sin medias ni ropa interior. Yo no conocía a nadie, excepto a tu hermano y a ti, a mi madre y a mi editor americano, que vinieron de lejos para acompañarme. Siempre he sospechado que esa boda no fue del todo legal y espero que algún día nos dé el ánimo para casarnos como corresponde.

No quiero darte la impresión de que me casé sólo por interés, ya que sentía por Willie la lujuria heroica que suele perder a las mujeres de nuestra estirpe, tal como te pasó a ti con Ernesto, pero a la edad que teníamos cuando nos conocimos no había necesidad de casarse, salvo por el asunto de las visas. En otras circunstancias habríamos vivido en concubinato, como sin duda Willie hubiese preferido, pero yo no pensaba renunciar a mi familia, por muy parecido a Paul Newman que fuese aquel novio renuente. Contigo y con Nico salí de Chile durante la dictadura militar en la década de los setenta, con ustedes me refugié en Venezuela hasta finales de los ochenta, y con ustedes pensaba convertirme en inmigrante en Estados Unidos en los noventa. No me cabía duda de que tu hermano y tú estarían mucho mejor conmigo en California que desparramados por el mundo, pero no calculé las demoras legales. Pasaron cinco años, que fueron como cinco siglos, y entretanto ustedes se casaron, Nico con Celia en Venezuela y tú con Ernesto en España, pero eso no me pareció un inconveniente serio. Al cabo de un tiempo logré instalar a Nico y su familia a dos cuadras de nuestra casa, y si la muerte no te hubiera dado un zarpazo prematuro, también vivirías a mi lado.

Partí de viaje cruzando Estados Unidos en varias direcciones para promocionar mi novela y dar las conferencias que había postergado el año anterior, cuando no podía moverme de tu lado. ¿Sentías mi presencia, hija? Me he preguntado eso muchas veces. ¿Qué soñabas en la larga noche del noventa y dos? Soñabas, estoy segura, porque se movían tus ojos bajo los párpados y a veces despertabas asustada. Estar en coma debe de ser como estar atrapado en la densa niebla de una pesadilla. Según los médicos, no te dabas cuenta de nada, pero me cuesta creerlo.

En el viaje llevaba una bolsa de píldoras para dormir, para dolores imaginarios, para secar el llanto y para el miedo a la soledad. Willie no pudo acompañarme porque debía trabajar; su bufete no cerraba ni los domingos, siempre había una corte de milagros en su antesala y un centenar de casos sobre su escritorio. En esos días andaba afanado con la tragedia de un inmigrante mexicano que se mató al caer del quinto piso de un edificio en construcción en San Francisco. Se llamaba Jovito Pacheco y tenía veintinueve años. Oficialmente no existía. La empresa constructora se lavaba las manos, porque el hombre no figuraba en sus planillas. El subcontratista no tenía seguro y tampoco reconocía a Pacheco; lo había reclutado días antes en un camión; junto a veinte ilegales como él, y lo había conducido al sitio de trabajo. Jovito Pacheco era campesino y jamás se había subido a un andamio, pero tenía las espaldas fuertes y muchas ganas de trabajar… Nadie le indicó que debía ponerse un arnés de seguridad.