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Este incidente fue la prueba de fuego para Lori. Cuando nos escabullíamos en la camioneta, ella temblaba en brazos de Amanda. Admito que la vista de un hombre desangrándose de cinco tiros es terrible, pero Lori había sido asaltada en Nueva York dos o tres veces y había recorrido mucho mundo, no era la primera vez que se

hallaba en una situación de violencia. Fue la única que no pudo tolerarlo, las demás aguantamos mudas. Su reacción fue tan dramática, que al llegar al hotel debieron llamar a un médico para que le diera un tranquilizante. Esa joven serena, que durante las semanas anteriores se había mantenido sonriendo bajo presión y había demostrado buen humor ante la incomodidad, osadía para remojarse en el río entre pirañas, y firmeza para poner en su sitio a cuatro rusos borrachos que prodigaban sus atenciones con ella y Amanda, aunque a Tabra y a mí nos trataban con el respeto debido a dos abuelas de Ucrania, se derrumbó con esos cinco balazos. Tal vez Lori podría asumir la carga de mis tres nietos y lidiar con nuestra extraña familia sin que le hiciese mella, pero al verla en ese estado comprendí que era más vulnerable de lo que parecía a primera vista. Necesitaría un poco de ayuda.

OFICIO DE CELESTINA

El Amazonas me incendió la imaginación. Terminé de escribir Afrodita en pocas semanas y le agregué las recetas eróticas de la cocina de Dadá en Bahía y otras inventadas por mi madre y luego le pedí a Lori que diseñara el libro, buen pretexto para ir bajándole las defensas.

Amanda era mi cómplice. Una vez fuimos las tres a un retiro budista, por iniciativa de Lori, y terminamos durmiendo en unas celdas con paredes de papel de arroz sobre unas colchonetas en el suelo, después de largas sesiones de meditación. Había que sentarse durante horas en safus, unos cojines redondos y duros que son parte de la práctica espiritual. Quien aguanta el cojín, ya tiene ganado medio camino a la iluminación. Este tormento se interrumpía tres veces al día para comer granos y dar lentos paseos en círculo, en completo silencio, por un jardín japonés de pinos enanos y piedras muy ordenadas. En nuestra austera celda sofocábamos la risa con los safus, pero llegó una señora con trenzas grises y límpidos ojos a recordarnos las reglas.

«¿Qué clase de religión es ésta que prohíbe reírse?», comentó Amanda. Yo estaba un poco inquieta, porque Lori parecía disfrutar en ese antro de paz y murmullos, que tal vez calzaba con el temperamento ecuánime de Nico pero era incompatible con la tarea de criar tres niños. Amanda me explicó que Lori había vivido dos años en el Japón y todavía le quedaba una rémora zen, pero no había que preocuparse, no era incurable.

Invité a Lori a cenar con Amanda y Tabra a nuestra casa y le presenté a Nico y a los dos niños que no conocía, que, comparados con

Andrea, resultaban casi anodinos. A Lori le había dicho que Nico todavía andaba enfurruñado por el divorcio y no le sería fácil encontrar una pareja, ya que ninguna mujer en su sano juicio desearía a un hombre con tres mocosos. A Nico le comenté al pasar que había conocido a una mujer ideal, pero como era mayor que él y tenía una especie de novio, deberíamos seguir buscando.

«Creo que eso me corresponde a mí», respondió sonriendo, pero una sombra de pánico se atravesó en su mirada. A Willie le confesé el plan, porque de todos modos ya lo había adivinado, y en vez de repetirme lo usual, que no me metiera, se esmeró en hacer una apetitosa comida vegetariana para Lori, porque al verla le gustó de inmediato, dijo que tenía clase y calzaría muy bien en nuestro clan. A ti también te habría gustado, hija, tienen mucho en común. Durante la cena Lori y Nico no intercambiaron ni una sola palabra, ni siquiera se miraron. Amanda y Tabra estuvieron de acuerdo conmigo en que habíamos fallado estrepitosamente, pero un mes más tarde mi hijo me confesó que había salido con Lori varias veces. No puedo entender cómo se las arregló para ocultármelo durante un mes completo.

– ¿Están enamorados? -le pregunté.

– Me parece que eso es algo prematuro -replicó tu hermano, con su cautela habitual.

– El amor nunca es prematuro, y menos a tu edad, Nico. -¡Acabo de cumplir treinta años!

– ¿Treinta, dices? ¡Pero si ayer no más te partías los huesos andando en patineta y le tirabas huevos con una honda a la gente! Los años vuelan, hijo, no hay tiempo que perder.

Años después, Amanda me contó que al día siguiente de conocer a Lori, mi hijo se plantó ante la puerta de su oficina con una rosa amarilla en la mano, y cuando finalmente ella salió a almorzar y lo encontró allí, como un poste, a pleno sol, Nico le dijo que «venía pasando». No sabe mentir, lo traicionó el rubor.

Pronto desapareció del horizonte, sin bulla, el hombre con quien Lori tenía amores, un fotógrafo de viajes bastante célebre. Era quince años mayor que ella, se creía irresistible para las mujeres, y tal vez lo era antes de que la vanidad y los años lo volvieran un poco patético. Cuando no estaba en alguna de sus excursiones en los confines del mundo, Lori se trasladaba a su apartamento en San Francisco, una buhardilla sin muebles, pero con una vista soberbia, donde compartía con él una extraña luna de miel que más parecía peregrinaje a un monasterio. Ella soportaba amablemente el patológico afán de control de ese hombre, sus manías de solterón y el hecho lamentable de que las paredes estaban cubiertas de muchachas asiáticas con poca ropa que él fotografiaba cuando no estaba en los hielos de la Antártida o las arenas del Sahara. Lori debía calarse las reglas de convivencia: silencio, reverencias, quitarse los zapatos, no tocar nada en la buhardilla, no cocinar porque a él le molestaban los olores, no llamar a nadie por teléfono y mucho menos invitar a alguien, eso habría sido una falta capital de respeto. Había que andar de puntillas. La única ventaja de este buen señor eran sus ausencias. ¿Qué admiraba Lori en él? Sus amigas no podían comprenderlo. Por suerte ella ya empezaba a cansarse de competir con las niñas asiáticas y pudo abandonarlo sin culpa cuando Amanda y otras amigas asumieron la tarea de ridiculizarlo mientras exaltaban las virtudes reales y otras imaginarias de Nico. Al despedirse, él le dijo que no se apareciera por ninguno de los lugares donde habían estado juntos. Recuerdo el momento en que el amor de Nico y Lori se hizo público. Un sábado él nos dejó a los niños, para quienes el mejor programa era dormir con los abuelos y hartarse de dulces y televisión, y regresó a buscarlos el domingo por la mañana. Me bastó ver sus orejas escarlatas, como se le ponen cuando quiere ocultarme algo, para adivinar que había pasado la noche con Lori y, conociéndolo, deducir que el asunto iba en serio. Tres meses más tarde estaban viviendo juntos.

El día que Lori llegó con sus bultos a la casa de Nico, le dejé una carta sobre la almohada dándole la bienvenida a nuestra tribu y diciéndole que la habíamos esperado, que sabíamos que existía en alguna parte y que sólo había sido cuestión de encontrarla. De paso le di un consejo que si yo misma hubiese puesto en práctica, me habría ahorrado una fortuna en terapeutas: que aceptara a los niños como se aceptan los árboles, con gratitud, porque son una bendición, pero sin expectativas o deseos; no se espera que los árboles sean diferentes, se los ama tal cual son. ¿Por qué no lo hice con mis hijastros, Lindsay y Harleigh? Si los hubiese aceptado como árboles tal vez habría peleado menos con Willie. No sólo pretendí cambiarlos, sino que yo misma me asigné el ingrato papel de guardián del resto de la familia y de nuestra casa durante los años en que ellos estuvieron dedicados a la heroína. Agregué en esa misiva para Lori que es inútil tratar de controlar las vidas de los niños o protegerlos demasiado. Si yo no pude protegerte de la muerte, Paula, ¿cómo podría proteger a Nico y a mis nietos de la vida? Otro consejo que no practico.

Para vivir con Nico e incorporarse a la tribu, Lori tuvo que cambiar por completo su vida. De ser una sofisticada joven soltera en un departamento perfecto en San Francisco, pasó a convertirse en esposa y madre en un suburbio, con todas las tareas fastidiosas que eso conlleva. Antes tenía cada detalle bajo control, ahora braceaba en el desorden inevitable de un hogar con niños. Se levantaba al alba y, después de cumplir con las tareas domésticas, iba a San Francisco a su taller de diseño, o pasaba horas en la autopista para encontrarse con sus clientes en otras ciudades. No le quedaba tiempo para la lectura, su pasión por la fotografía, los viajes que siempre había hecho, sus numerosas amistades y su práctica de yoga y zen, pero estaba enamorada y asumió sin chistar el papel de esposa y madre. Rápidamente, la familia la absorbió. No lo sabía entonces, pero tendría que esperar casi diez años -hasta que los niños pudieran valerse por sí mismos- para recuperar, mediante un esfuerzo consciente, su antigua identidad.