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En esos días una revista decidió destacar mi libro con un reportaje en nuestra casa, y a Lori le tocó supervisarlo, porque yo no entendí qué diablos pretendían. Tres días antes aparecieron dos artistas a medir la luz, hacer muestras de colores y tomar medidas y fotos polaroid. Para el reportaje vinieron siete personas en dos camionetas con catorce cajones llenos de objetos diversos, desde cuchillos hasta un colador de té. Estas invasiones me ocurren con alguna frecuencia, pero nunca me acostumbraré. En este caso el equipo incluía a una estilista y dos chefs, que se apoderaron de la cocina para preparar un menú inspirado en mi libro. Elaboraban los platos con pasmosa lentitud, porque colocaban cada hoja de lechuga como la pluma de un sombrero, en el ángulo exacto entre el tomate y el espárrago. Willie se puso tan nervioso que se fue de la casa, pero Lori parecía comprender la importancia de la maldita lechuga. Entretanto, la estilista reemplazó las flores del jardín, que Willie había plantado con sus propias manos, por otras más coloridas. Nada de esto apareció en la revista, porque las fotos eran detalles en primer plano: media almeja y un trocito de limón. Pregunté para qué habían traído las servilletas japonesas, los cucharones de concha de tortuga y los faroles venecianos, pero Lori me lanzó una mirada significativa para que me callara. Esto duró el día entero, y como no podíamos atacar la comida antes de que fuese fotografiada, nos empinamos cinco botellas de vino blanco y tres de tinto con el estómago vacío. Al final hasta la estilista andaba a tropezones. Lori, quien sólo bebió té de jazmín, tuvo que cargar los catorce cajones de vuelta en las camionetas.

Lori se mantuvo a flote más tiempo que otros diseñadores, pero llegó un día en que no fue posible ignorar los números rojos en su libro de contabilidad. Entonces le propuse que se hiciera cargo por completo de la fundación que yo había creado a mi regreso de la India, inspirada por aquella niña bajo la acacia, algo que ella había estado haciendo a medias durante un tiempo. Todos los años destino una parte sustancial de mis ingresos a la fundación, de acuerdo con ese divertido plan que se te ocurrió de hacer el bien, financiada por la venta de mis libros. En ese año que estuviste dormida me enseñaste mucho, hija; paralizada y muda seguiste siendo mi maestra, tal como lo

fuiste durante los veintiocho años de tu vida. Muy poca gente tiene la oportunidad que me diste de estar quieta y en silencio, recordando. Pude revisar mi pasado, darme cuenta de quién soy en esencia, una vez que me desprendo de la vanidad, y decidir cómo deseo ser en los años que me quedan en este mundo. Me apropié de tu lema: «Sólo se tiene lo que se da» y descubrí, sorprendida, que es la piedra fundamental de mi contento. Lori posee tu misma integridad y compasión; podría cumplir el propósito de «Dar hasta que duela», como solías decir. Nos instalamos ante la mesa mágica de mi abuela a conversar durante días, hasta que se fue perfilando una misión clara: apoyar a las mujeres más pobres por cualquier medio que estuviera a nuestro alcance. Las sociedades más atrasadas y miserables son aquellas en las que las mujeres están sometidas. Si se ayuda a una mujer, sus hijos no se mueren de hambre, y si las familias progresan, se beneficia la aldea, pero esta verdad tan evidente es ignorada en el mundo de la filantropía, donde por cada dólar que se destina a programas de mujeres, se entregan veinte a los de hombres.

Le conté a Lori de la mujer que había visto llorando, tapada con una bolsa de basura en la Quinta Avenida, y la reciente experiencia de Tabra, quien había regresado de Bangladesh, donde mi fundación mantenía escuelas para niñas en aldeas remotas y una pequeña clínica para mujeres. Tabra fue con una higienista dental amiga suya, quien deseaba ofrecer sus servicios durante un par de semanas en la clínica. Llenaron las maletas de remedios, jeringas, cepillos y cuanta ayuda consiguieron de amigos dentistas. Apenas llegaron a la aldea vieron que ya había una fila de pacientes en la puerta del local, un recinto caliente e invadido de mosquitos, donde aparte de las paredes había muy poco más. La primera mujer tenía varios molares podridos y estaba enloquecida por el suplicio persistente de meses. Tabra sirvió de ayudante, mientras su amiga, que nunca había arrancado dientes, le anestesiaba la boca con pulso tembloroso y luego procedió a extraerle las piezas malas procurando no desmayarse en la operación. Cuando terminó, la infeliz le besó las manos, agradecida y aliviada. Ese día atendieron a quince pacientes y sacaron nueve muelas y varios dientes, mientras los hombres de la comunidad, en estrecho círculo, observaban y comentaban. A la mañana siguiente Tabra y la higienista dental llegaron temprano a la improvisada clínica y encontraron a la primera paciente del día anterior con la cara hinchada como una sandía. La acompañaba su marido, quien vociferaba indignado que le habían arruinado a la esposa, y ya se estaban juntando los varones del pueblo para vengarse. Aterrada, la higienista administró antibióticos y calmantes a la mujer, rogando al cielo que no hubiese consecuencias fatales.

«¿Qué he hecho? ¡Está deforme!», gimió cuando la pareja se fue.

«No es por la operación. El marido la agarró a bofetones anoche porque no llegó a tiempo a prepararle la comida», le explicó la persona que traducía.

– Así es la vida de la mayoría de las mujeres, Lori. Son siempre las más pobres de los pobres; hacen dos terceras partes del trabajo en el mundo, pero poseen menos del uno por ciento de los bienes -le expliqué.

Hasta entonces la fundación había repartido dinero obedeciendo a impulsos o cediendo a la presión de una causa justa, pero gracias a Lori establecimos prioridades: educación, el primer paso a la independencia en todo sentido; protección, porque hay demasiadas mujeres atrapadas en el miedo; y salud, sin la cual lo anterior sirve de poco. Agregué control de la natalidad, que para mí ha sido esencial, porque si no hubiese podido decidir algo tan básico como el número de hijos que tendría, no habría podido hacer nada de lo que he hecho. Por fortuna se inventó la píldora anticonceptiva, de lo contrario yo habría tenido una docena de chiquillos.

Lori se apasionó con la labor de la fundación y en el proceso demostró que había nacido para ese trabajo. Tiene idealismo, es organizada, se fija hasta en el menor detalle y no le hace el quite al esfuerzo, que en este caso es mucho. Me hizo ver que no era cosa de repartir dinero con ventilador, había que evaluar los resultados y apoyar a los programas durante años; ésa es la única forma de que la ayuda sirva de algo. También teníamos que concentrarnos, no se podía poner parches en sitios remotos que nadie supervisaba o abarcar más de lo posible, era mejor dar más a menos organizaciones. En un año Lori cambió la fisonomía de la fundación y pude delegar todo en ella; sólo me pide que firme los cheques. Ha cumplido de manera tan notable, que no sólo multiplicó la ayuda que damos, sino también el capital, y ahora maneja más dinero del que nunca imaginamos. Todo se destina a la misión que nos hemos propuesto, cumpliendo así tu plan, Paula.

LOS JINETES DE MONGOLIA

A mediados de ese año tuve un sueño espectacular y lo anoté para contárselo a mi madre, como siempre hacemos ella y yo. No hay nada tan aburrido como escuchar sueños ajenos; por eso los psicólogos cobran caro. En nuestro caso los sueños son fundamentales, porque nos ayudan a entender la realidad y sacar a la luz lo que está enterrado en las cavernas del alma. Me hallaba al pie de un acantilado erosionado por el viento, sobre una playa de arena blanca, con un mar oscuro y un cielo límpido color añil. De pronto, en lo alto del acantilado surgían dos enormes caballos de guerra con sus jinetes. Bestias y hombres iban ataviados como guerreros asiáticos de la antigüedad -Mongolia, China o Japón-, con estandartes de seda, pompones y flecos, plumas y adornos heráldicos, una espléndida parafernalia de guerra brillando al sol. Después de un instante de vacilación al borde del abismo, los corceles levantaban las patas delanteras, relinchaban y con un salto de ángeles se lanzaban al vacío, formando en el cielo un amplio arco de telas, plumajes y pendones, mientras yo retenía el aliento ante el valor de aquellos centauros. Era un acto ritual y no suicida, una demostración de bravura y destreza. Un momento antes de tocar tierra, los caballos agachaban la cerviz y caían sobre un hombro, se ovillaban y rodaban sobre sí mismos levantando una nube de polvo dorado. Y cuando el polvo y el estrépito se aquietaban, los alazanes se ponían de pie a cámara lenta, con los jinetes encima, y se alejaban al galope por la playa hacia el horizonte. Días más tarde, cuando todavía andaba con esas imágenes frescas en la memoria, tratando de darles sentido, me topé con una autora de libros sobre sueños. Ella me dio su interpretación, que resultó parecida a lo que habían dicho las conchas en el jogo de búzios en Brasiclass="underline" un largo y dramático derrumbe había puesto a prueba mi coraje, pero me había levantado y, como los corceles, me había sacudido el polvo y corría hacia el futuro. En el sueño los bridones sabían rodar y los jinetes no se soltaban de las monturas. Según ella, las pruebas pasadas me habían enseñado a caer y ya no debía temer, porque siempre podría ponerme de pie.