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«Acuérdate de esos caballos cuando te sientas flaquear», dijo.

Me acordé dos días más tarde, cuando se estrenó una obra de teatro basada en mi libro Paula.

Camino al teatro pasamos por la feria de Folsom, en San Francisco. No sospechábamos que ese día era el carnaval de los sadomasoquistas: cuadras y cuadras abarrotadas de gente en las más extravagantes indumentarias.

«¡Libertad! ¡Libertad para hacer lo que quiero, joder!», gritaba un buen hombre vestido con una túnica de fraile abierta por delante para mostrar un cinturón de castidad. Tatuajes, antifaces, cachuchas de revolucionarios rusos, cadenas, látigos, cilicios de varias clases. Las mujeres lucían bocas y uñas pintadas de negro o verde, botas con tacones de aguja, portaligas de plástico negro, en fin, todos los símbolos de esta curiosa cultura. Había varias gordas monumentales sudando en pantalones y chalecos de cuero con esvásticas y calcomanías de calaveras. Damas y caballeros llevaban argollas o púas atravesadas en las narices, labios, orejas y pezones. Más abajo no me atreví a mirar. Sobre el frente de un coche de los años sesenta había una joven con los senos al aire y las manos atadas, a quien otra mujer vestida de vampiro azotaba con una fusta de caballo en el pecho y los brazos. No era broma, la tenía muy machucada y los gritos se oían por el barrio entero; todo esto ante la mirada divertida de un par de policías y varios turistas que tomaban fotos. Quise intervenir, pero Willie me agarró de la chaqueta, me levantó en vilo y me sacó de allí pataleando en el aire. Media cuadra más lejos vimos a un gigante panzón que llevaba a un enano atado con una correa y un collar de perro. El enano, como su dueño, iba con botas de combate y desnudo, excepto por un forro de cuero negro con remaches metálicos en el piripicho, sostenido precariamente por unas tiritas invisibles metidas en la raya del trasero. El chiquito nos ladró, pero el gigante nos saludó muy amable y nos ofreció chupetes dulces en forma de pene. Willie me soltó y se quedó mirando, boquiabierto, a la pareja.

«Si alguna vez escribo una novela, este enano será mi protagonista», dijo, inesperadamente.

Paula, la obra teatral, comenzó con los actores en un círculo, tomados de las manos, llamando a tu espíritu. Fue tan emocionante, que tampoco Willie pudo contener los sollozos cuando al final leyeron la carta que escribiste «para ser abierta cuando muera». Una bailarina etérea y graciosa, vestida con una camisa blanca, tenía el papel protagonista. A veces estaba tendida en una camilla, en coma, otras su espíritu danzaba entre los actores. No habló sino al final, para pedirle a su madre que la ayudara a morir. Cuatro actrices representaron diversos momentos de mi vida, desde la niña hasta la abuela, y pasaban de mano en mano un chal rojo de seda, que simbolizaba a la narradora. El mismo actor hizo de Ernesto y de Willie; otro era el tío Ramón y arrancó risas del público cuando le declaraba su amor a mi madre o explicaba que era descendiente directo de Jesucristo, vean la tumba de Jesús Huidobro en el cementerio católico de Santiago. Salimos del teatro en silencio, con la certeza de que tú flotas todavía entre los vivos. ¿Imaginaste alguna vez que tocarías a tanta gente?

Al día siguiente fuimos al bosque de tus cenizas a saludarte y saludar a Jennifer. Había terminado el verano, el suelo estaba tapizado de hojas crujientes, algunos árboles se habían vestido con los colores de la fortuna, desde cobre oscuro hasta oro refulgente, y en el aire ya se anunciaba la primera lluvia. Nos sentamos en un tronco de secuoya en la capilla formada por las cúpulas de los árboles.

Un par de ardillas jugaban con una bellota a nuestros pies, mirándonos de soslayo, sin miedo. Pude verte intacta, antes de que la enfermedad cometiera sus estragos: de tres años cantando y bailando en Ginebra, de quince recibiendo un diploma, de veintiséis vestida de novia. Los caballos de mi sueño, que caían y volvían a levantarse, me vinieron a la mente, porque me he caído y vuelto a levantar muchas veces en la vida, pero ninguna caída fue tan dura como la de tu muerte.

UNA BODA MEMORABLE

En enero de 1999, dos años después de la primera noche que pasaron juntos, Nico y Lori se casaron. Hasta entonces ella se había resistido porque no le parecía necesario, pero él consideró que los niños habían pasado por muchos sobresaltos y se sentirían más seguros si ellos se casaban. A Celia y Sally las habían visto siempre juntas y no cuestionaban su amor, pero creo que temían que Lori escapara en cualquier descuido. Nico tuvo razón, porque los chiquillos celebraron la decisión más que nadie.

«Ahora Lori va a estar más con nosotros», me dijo Andrea. Dicen que se requiere ocho años para adaptarse al papel de madrastra y el caso más arduo es el de la mujer sin hijos que llega a la vida de un hombre que es padre. Para Lori no fue fácil cambiar su vida y aceptar a los niños; se sentía invadida. Sin embargo, se hacía cargo de las tareas ingratas, desde lavar la ropa hasta comprarle zapatos a Andrea, que sólo usaba sandalias de plástico verde, pero no cualquier sandalia, tenía que ser de Taiwán. Se mataba trabajando para cumplir como la madre perfecta, sin fallar en un solo detalle, pero no era necesario que se esmerara tanto, ya que los niños la querían por las mismas razones que la queríamos todos los demás: su risa, su cariño incondicional, sus bromas amistosas, su pelo alborotado, su inmensa bondad, su manera de estar muy presente en las buenas y en las malas.

El casamiento fue en San Francisco; una ceremonia alegre que culminó con una clase colectiva de swing, única ocasión en que Willie y yo hemos bailado juntos desde aquella humillante experiencia con

la profesora escandinava. Willie, en esmoquin, se veía igual a Paul Newman en una de sus películas, aunque no recuerdo cuál. Ernesto y Giulia vinieron de Nueva Jersey; la Abuela Hilda y mis padres, de Chile. Jason no vino porque tenía que trabajar. Seguía solo, aunque no le faltaban mujeres por una noche. Según él, andaba buscando a alguien tan digno de confianza como Willie.

Conocimos a los amigos de Lori, que acudieron desde los cuatro puntos cardinales. Con el tiempo, varios de ellos se convirtieron en los mejores amigos de Willie y míos, a pesar de la diferencia de edad. Después, cuando nos entregaron las fotos de la fiesta, me di cuenta de que todos parecían modelos de revista; nunca he visto un grupo de gente tan bella. En su mayoría resultaron ser artistas con talento y sin pretensiones: diseñadores, dibujantes, caricaturistas, fotógrafos, cineastas. Willie y yo hicimos amistad inmediata con los padres de Lori, que no veían en mí a la encarnación de Satanás, como había ocurrido con los de Celia, a pesar de que en mi brindis tuve la falta de tino de hacer alusión al amor carnal entre nuestros hijos. Nico todavía no me lo perdona. Los Barra, gente sencilla y cariñosa, son de origen italiano y han vivido más de cincuenta años en la misma casita de Brooklyn, donde criaron a sus cuatro hijos, a una cuadra de las antiguas mansiones de los mafiosos, que se distinguen entre las demás del barrio por las fuentes de mármol, las columnas griegas y las estatuas de ángeles. La madre, Lucille, se está quedando ciega de a poco, pero no le da importancia, no tanto por orgullo como para no molestar. Dentro de su casa, que conoce de memoria, se mueve con certeza, y en su cocina es imbatible; sigue preparando a tientas las complicadas recetas heredadas de generación en generación. Tom, su marido, un abuelo de cuentos, me abrazó con genuina simpatía.