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– He rezado mucho para que Lori y Nico se casaran -me confesó.

– ¿Para que no siguieran viviendo en pecado mortal? -le pregunté, en broma, sabiendo que es católico practicante.

– Sí, pero más que nada por los niños -me contestó con absoluta seriedad.

Antes de jubilarse, Tom fue dueño de una farmacia de barrio. Eso lo entrenó para el esfuerzo y el susto, porque lo asaltaron en varias ocasiones. Aunque ya no está tan joven, continúa apaleando nieve en invierno y trepando por una escalera de tijera para pintar los techos en verano. Ha lidiado sin vacilar con inquilinos bastante extraños que a lo largo de los años han ocupado sucesivamente un pequeño apartamento en el primer piso de la casa, como un levantador de pesas que lo amenazaba con un martillo; un paranoico que acumulaba periódicos del suelo al techo y había dejado apenas un camino de hormigas, que iba de la puerta al excusado y de allí a la cama; o un tercero que estalló -no se me ocurre otra palabra para describir lo ocurrido- y dejó las paredes cubiertas de excremento, sangre y órganos, que Tom debió limpiar. Nadie pudo explicar lo sucedido, porque no se hallaron rastros de explosivos, pero me imagino que debe haber sido como el fenómeno de autocombustión. A pesar de éstas y otras macabras experiencias, Lucille y Tom mantienen incólume su confianza en la humanidad.

Sabrina, que ya tenía cinco años, bailó la noche entera colgada de diferentes personas, mientras sus madres vegetarianas aprovechaban para mordisquear con disimulo chuletas de cerdo y cordero. Alejandro, con traje y corbata de enterrador, presentó los anillos, acompañado por Andrea y Nicole, vestidas de princesas en raso color ámbar, en contraste con el largo traje morado de la novia, que se veía radiante. Nico estaba orondo, de negro y camisa Mao, con el pelo atado en la nuca y más parecido que nunca a un noble florentino del mil quinientos. Era un final como aquellos que nunca podré poner en mis novelas: se casaron y fueron muy felices. Así se lo manifesté a Willie, mientras él bailaba swing y yo trataba de seguirlo. El hombre guía, como decía la escandinava aquella.

– Puedo morirme aquí mismo de un oportuno ataque al corazón, mi labor en este mundo ya está completa: coloqué a mi hijo -le anuncié.

– Ni se te ocurra, ahora es cuando te van a necesitar -replicó él.

Hacia el final de la noche, cuando ya los comensales se despedían, me arrastré gateando debajo de una mesa con mantel largo acompañada por una docena de niños, borrachos de azúcar, excitados por la música y con la ropa en jirones de tanto revolcarse. Se había corrido la voz entre ellos de que yo conocía todos los cuentos que existen, sólo era cosa de pedir. Sabrina quiso que el cuento fuese de una sirena. Les conté de aquella sirena minúscula que se cayó en un vaso de whisky y Willie se la tragó sin darse cuenta. La descripción del viaje de la infeliz criatura por los órganos del abuelo, navegando con infinitas peripecias en el sistema digestivo, donde se encuentra con toda clase de obstáculos y peligros repugnantes, luego llega a la orina, para ir a dar a una alcantarilla y de allí a la bahía de San Francisco, los dejó mudos de asombro. Al día siguiente Nicole vino con ojos desorbitados a decirme que no le había gustado nada la historia de la sirenita.

– ¿Es un cuento verdadero? -me preguntó.

– No todo es verdadero, pero no todo es falso tampoco.

– ¿Cuánto es falso y cuánto es verdadero?

– No sé, Nicole. La esencia de la historia es verdadera, y en mi trabajo como contadora de cuentos, eso es lo único que importa.

– Las sirenas no existen, así es que en tu cuento todo es mentira.

– ¿Y cómo sabes tú si acaso esa sirena no era una bacteria, por ejemplo?

– Una sirena es una sirena y una bacteria es una bacteria -replicó, indignada.

A CHINA TRAS EL AMOR

Tong aceptó una invitación social por primera vez en los treinta años que había trabajado como contador en la oficina de Willie. Nos habíamos resignado a no convidarlo, porque jamás aparecía, pero la boda de Nico y Lori era un acontecimiento importante incluso para un hombre tan introvertido como él.

«¿Es obligación ir?», preguntó. Lori le contestó que sí, lo que nadie se había atrevido a hacer antes. Se presentó solo, porque por fin su mujer, después de años y años de dormir en la misma cama sin hablarse, le había pedido el divorcio. Pensé que en vista del éxito que obtuve con Nico y Lori, podría buscarle novia también a Tong, pero él me informó que deseaba una china, y en esa comunidad carezco de contactos. Tong tenía la ventaja de que Chinatown, en San Francisco, es el barrio chino más poblado y célebre del mundo occidental, pero cuando le sugerí que buscara allí me explicó que quería una mujer incontaminada por Estados Unidos. Soñaba con una esposa sumisa, con los ojos clavados en el suelo, que cocinara sus platos favoritos, le cortara las uñas, le diera un hijo varón y de paso sirviera como esclava a la suegra. No sé quién le había puesto en la cabeza esa fantasía, supongo que fue su madre, aquella diminuta anciana ante la que todos temblábamos.

«¿Usted cree que quedan mujeres como ésas en este mundo, Tong?», le pregunté perpleja. Por toda respuesta me llevó a la pantalla de su computadora y me mostró una lista interminable de fotos y descripciones de mujeres dispuestas a casarse con un desconocido para huir de su país o de su familia. Estaban clasificadas por raza, nacionalidad, religión

y, si uno es más exigente, hasta por el tamaño del sostén. Si yo hubiese sabido antes que existía ese supermercado de oferta femenina, no me habría angustiado tanto por Nico. Aunque, pensándolo bien, mejor era no saberlo; en esas listas jamás habría hallado a Lori.

La futura novia se convirtió en un largo y complicado proyecto de oficina. Para entonces nos repartíamos con ecuanimidad el burdel de Sausalito entre el bufete de Willie, mi oficina en el primer piso y Lori en el segundo, donde manejaba la fundación. El toque elegante de Lori también había cambiado esa vieja casa, que ahora lucía afiches enmarcados de mis libros, alfombras tibetanas, jarrones de porcelana blanca y azul para las plantas y una cocina completa donde nunca faltaba lo necesario para servir té como en el Savoy. Tong se dio a la tarea de seleccionar a las candidatas, que los demás criticábamos: ésta tiene ojos de mala, ésta es evangélica, ésta se maquilla como una ramera, etc. No permitimos que el contador se dejara impresionar por la apariencia, ya que las fotos mienten, como él sabía muy bien, puesto que Lori había mejorado mucho su retrato con la computadora, lo había hecho más alto, más joven y más blanco, lo que al parecer es un rasgo apreciado en China. La madre de Tong se instaló en la cocina a comparar signos astrales y cuando por fin surgió una joven enfermera de Cantón que a todos nos pareció ideal, la señora se fue a consultar a un sabio astrólogo en Chinatown, quien también dio su aprobación. En la fotografía sonreía una joven de mejillas rojas y ojos vivaces, un rostro que daban ganas de besar.

Después de una correspondencia formal, que duró varios meses, entre Tong y la novia hipotética, Willie anunció que irían juntos a China a conocerla. No pude ir con ellos porque tenía demasiado trabajo, aunque me moría de curiosidad. Le pedí a Tabra que se quedara conmigo, pues no me gusta dormir sola. Mi amiga había logrado poner en pie de nuevo su negocio. Ya no vivía con nosotros, encontró una casa pequeña, con un patio que daba a unas colinas doradas, donde podía crear la ilusión de aislamiento que tanto deseaba. La con vivencia con nuestra tribu debió de ser un tormento para ella, que necesita soledad, pero aceptó acompañarme durante la ausencia de mi marido. Por un tiempo, Tabra dejó de buscar parejas en citas a ciegas porque trabajaba de día y de noche para salir de sus deudas, pero nunca dejó de esperar el regreso de Lagarto Emplumado, quien solía aparecer en el horizonte. De repente su voz grabada en el teléfono le ordenaba: «Son las cuatro y media de la tarde, llámame antes de las cinco o nunca más volverás a verme». Tabra llegaba a su casa a medianoche, extenuada, y se encontraba con este simpático mensaje, que la dejaba trastornada durante semanas. Por suerte su trabajo la obligaba a viajar y pasaba temporadas en Bali, la India y otros sitios lejanos, desde donde me enviaba deliciosas misivas, plenas de aventuras, escritas con esa ironía fluida que la caracteriza.