«¡Le meteré juicio a medio mundo si es necesario, pero voy a conseguir alguna compensación para esa pobre familia!», le oí decir a Willie mil veces. Por lo visto no era un caso fácil. Tenía una fotografía medio desteñida de la familia Pacheco en su oficina: padre, madre, abuela, tres niños pequeños y un bebé en los brazos, vestidos con su ropa de ir a la iglesia, alineados a pleno sol en una plaza polvorienta de México. El único que llevaba zapatos era Jovito Pacheco, un indio prieto con una sonrisa orgullosa y su aporreado sombrero de paja en la mano.
En esa gira fui vestida de negro de pies a cabeza con el pretexto de que es un color elegante, pues no quería admitir ni ante mí misma que iba de luto.
«Pareces una viuda chilena», me dijo Willie, me regaló una bufanda roja de bombero. No recuerdo a qué ciudades fui, a quién conocí, ni qué hice, tampoco importa, sólo que me encontré en Nueva York con Ernesto. Tu marido se emocionó mucho cuando le conté que estaba escribiendo unas memorias sobre ti. Lloramos juntos y la suma de nuestras tristezas desencadenó una tormenta de granizo.
«Suele granizar en invierno», me dijo Nico cuando se lo comenté por teléfono. Pasé varias semanas lejos de los míos en estado hipnótico. Por la noche me tumbaba en camas desconocidas, aturdida por los somníferos, y por la mañana me sacudía las pesadillas con café retinto. Hablaba por teléfono con los de California y a mi madre le mandaba cartas por fax, que el tiempo fue borrando porque se imprimían con una tinta sensible a la luz. Muchos acontecimientos de entonces se perdieron; estoy segura de que fue mejor así. Contaba las horas que faltaban para regresar a mi casa y esconderme del mundo; deseaba dormir con Willie, jugar con mis nietos y consolarme haciendo collares en el taller de mi amiga Tabra.
Me enteré de que Celia estaba perdiendo peso con el embarazo, en vez de ganarlo, de que mi nieto Alejandro ya iba con mochila a una guardería infantil, y que Andrea necesitaba someterse a una operación de los ojos. Mi nieta era menuda, tenía una pelusa dorada en la cabeza y era completamente bizca, su ojo izquierdo vagaba solo. Era quieta y callada, siempre parecía estar planeando algo, y se chupaba el dedo aferrada a un pañal de algodón -su «tuto»que no soltaba jamás. A ti no te gustaban los niños, Paula. Una vez que viniste de visita y te tocó cambiarle el pañal a Alejandro, me confesaste que mientras más estabas con tu sobrino, menos ganas tenías de ser madre. A Andrea no la conociste, pero la noche de tu muerte ella estaba durmiendo, junto a su hermano, a los pies de tu cama.
UN ALMA ANTIGUA VIENE DE VISITA
En mayo Willie me llamó a Nueva York para contarme que, desafiando los pronósticos de la ciencia y la ley de probabilidades, Jennifer había dado a luz a una niña. Una dosis doble de narcóticos precipitó el parto, y Sabrina nació dos meses antes de lo que le correspondía. Alguien llamó a una ambulancia, que la condujo al servicio de urgencias más cercano, un hospital católico privado donde nunca habían visto a nadie en aquel estado de intoxicación. Gracias a eso se salvó Sabrina, porque si hubiese nacido en el hospital público del barrio humilde de Oakland donde Jennifer vivía, habría sido uno más de los cientos de bebés que nacen para morir, condenados por las drogas en el vientre materno; nadie habría reparado en ella y su minúscula persona se habría perdido en las rendijas del recargado sistema de medicina social. Ella, en cambio, cayó en las hábiles manos del médico de turno, quien alcanzó a interceptarla cuando fue escupida al mundo y se convirtió en el primer seducido por los ojos hipnóticos de la pequeña.
«Esta niña tiene pocas posibilidades de sobrevivir», opinó al examinarla, pero quedó enredado en su mirada oscura y esa tarde no se fue a su casa cuando terminó la guardia. Para entonces había llegado una pediatra y los dos permanecieron parte de la noche vigilando la incubadora y calculando cómo desintoxicarían a la recién nacida sin dañarla más de lo que estaba y cómo la alimentarían, ya que no tragaba. De la madre no se preocuparon, pues había abandonado el hospital apenas pudo levantarse de la camilla.
A Jennifer, un dolor sordo le partía las caderas y no recordaba bien lo ocurrido, sólo la angustiosa sirena de la ambulancia, un largo pasillo con luces blancas y unos rostros que le gritaban órdenes. Creía que había dado a luz a una niña, pero no podía quedarse para confirmarlo. La habían dejado descansando en un cuarto, pero al cabo de un rato sintió el síndrome de abstinencia y comenzó a temblar de náuseas, cubierta de sudor, con los nervios electrizados; se vistió como pudo y escapó por una puerta de servicio. Un par de días más tarde, algo más repuesta del parto y tranquilizada por las drogas, pensó en la criatura que había dejado atrás y regresó a buscarla, pero ya no le pertenecía. Los Servicios de Menores habían intervenido y habían colocado en el brazo de la niña un dispositivo de seguridad, que activaba una alarma si alguien intentaba sacarla de la sala.
Interrumpí mi gira en Nueva York y volví en el primer vuelo disponible a California. Willie me recogió en el aeropuerto y me condujo directamente a la clínica; por el camino me explicó que su nieta estaba muy débil. Jennifer, perdida en su propio purgatorio, no podía cuidarse a sí misma y menos aún podía hacerse cargo de su hija. Vivía con un tipo que le doblaba la edad, que se ganaba la vida con tráficos sospechosos y había estado preso en más de una ocasión.
«Seguro que explota a Jennifer y le facilita las drogas», fue lo primero que se me ocurrió, pero Willie, mucho más noble que yo, le estaba agradecido de que al menos le diera un techo.
Corrimos por los pasillos de la clínica hasta la sala de los bebés prematuros. La enfermera ya conocía a Willie y nos llevó a una cunita en un rincón. Tomé en brazos a Sabrina por primera vez un día tibio de mayo, arropada en una mantilla de algodón, como un paquete. Abrí el bulto pliegue a pliegue y encontré en el fondo a la niña, como un caracol enrollado, con un pañal demasiado grande cubriéndola desde los tobillos hasta el cuello, y un gorro de lana en la cabeza. Del pañal salían dos patitas arrugadas, unos brazos como palillos y una cabeza perfecta, de facciones finas y ojos grandes, almendrados y oscuros, que me miraron con la determinación de un guerrero. No pesaba nada, tenía la piel seca y olía a medicamentos, era blanda, pura espuma.
«Nací con los ojos abiertos», dijo la enfermera. Sabrina y yo nos observamos durante un par de largos minutos, conociéndonos. Dicen que a esa edad los niños son casi ciegos, pero ella tenía la misma expresión intensa que la caracteriza hoy. Estiré un dedo para acariciarle la mejilla y s puño diminuto se aferró a mí con fuerza. Noté que tiritaba y la arropé con la mantilla, apretándola en mi pecho.
– ¿Cuál es su relación con la niña? -preguntó una mujer joven que antes se había presentado como la pediatra.
– Él es su abuelo -respondí, señalando a mi marido, que estaba junto a la puerta, tímido o demasiado emocionado para hablar-Los exámenes revelan la presencia de varias sustancias tóxicas en el sistema de la niña. También es prematura; calculo que tiene siete meses de desarrollo, pesa kilo y medio y su aparato digestivo no está totalmente formado.
– ¿No debería estar en una incubadora? -sugirió Willie.
– La sacamos hoy de la incubadora porque su respiración es normal, pero no se hagan ilusiones. Me temo que el pronóstico no es bueno…