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Ese año 2000 culminó con un sencillo ritual para despedirnos del niño de Lori y Nico que nunca existió y otros duelos. Una tarde de ventisca partimos a las montañas guiados por una amiga de Lori, una joven que es como la encarnación de Gaia, diosa-tierra. Fuimos provistos de linternas y ponchos, por si nos sorprendía la noche. Desde lo alto de un cerro, Gaia nos señaló una quebrada y abajo, en un valle, un amplio laberinto circular hecho con piedras, perfecto en su geometría. Descendimos por un atajo angosto entre colinas grises, bajo un cielo blanco cruzado de pájaros negros. Nuestra guía dijo que nos habíamos reunido para deshacernos de ciertas tristezas, que estábamos allí para acompañar a Lori, pero que a nadie le faltaba una pena propia para dejar allí. Nico llevaba una foto tuya, Willie una de Jennifer, Lori una caja y una foto de su pequeña sobrina. Echamos a andar siguiendo los senderos trazados por las piedras, lentamente, cada uno a su ritmo, mientras los pajarracos fúnebres revoloteaban graznando en aquel cielo lívido. A veces nos cruzábamos en el dédalo y noté que todos tiritábamos de frío y estábamos emocionados.

En el centro había un montículo de rocas, como un altar, donde otros caminantes habían dejado recuerdos que la lluvia había mojado: mensajes, una pluma, flores marchitas, una medalla. Nos sentamos alrededor de ese altar y depositamos nuestros tesoros. Lori colocó la foto de su sobrina, parecida al niño que ella tanto había deseado, con el color y el olor de su familia. Nos contó que desde muy joven había planeado con su hermana vivir en el mismo barrio y criar juntas a sus hijos; los de ella serían una niña, Uma, y un niño llamado Pablo. Agregó que al menos tenía la suerte de que Nico compartía a sus hijos con ella y que trataría de ser una leal amiga para ellos. Sacó de la caja tres bulbos de flores y los plantó en la tierra. A uno le puso al lado una piedra, por Alejandro, a quien le gustan los minerales, a otro un corazón de vidrio rosado, por Andrea, que todavía no superaba la etapa de ese horrendo color, y al último un gusano vivo por Nicole, que ama a los animales. Willie, callado, colocó la fotografía de Jennifer sobre el altar, sujeta con piedrecillas para que no se la llevara el viento. Nico explicó que dejaba tu retrato para que acompañaras al niño que no nació y a las otras penas que allí quedaban, pero que él no deseaba desprenderse de la suya.

«Echo de menos a mi hermana y así será siempre, por el resto de mi vida», dijo. Tantos años más tarde, la tristeza de tu partida está intacta, Paula. Basta rascar un poco la superficie y brota de nuevo, fresca como el primer día.

Sin embargo, no basta un ritual en un laberinto de las montañas para superar el deseo de ser madre, por mucha terapia y voluntad que se empleen. Es una cruel ironía que mientras otras mujeres evitan hijos o los abortan, a Lori el destino se los negara. Debió resignarse a no gestarlo, porque aún el método fantástico de plantarle en el vientre un óvulo ajeno fertilizado fue en vano, pero quedaba el recurso de adoptar. Hay infinidad de criaturas sin familia aguardando que alguien les ofrezca un hogar generoso. Nico estaba seguro de que eso agravaría los problemas de Lori de falta de tiempo, exceso de trabajo y poca privacidad.

«Si ahora se siente atrapada, peor estaría con un bebé», me decía. Yo no podía darle ningún consejo. La encrucijada en que estaban era endemoniada, porque cualquiera de los dos que cediese quedaría resentido, ella porque Nico la había privado de algo esencial y él porque ella le había impuesto un hijo adoptado.

Nico y yo solíamos ir solos a tomar el desayuno a una cafetería, para ponernos al tanto de los sucesos cotidianos y los secretos del alma. Durante un año el tema predominante de aquellas conversaciones íntimas fue la angustia de Lori y el asunto de la adopción. Él no comprendía que ser madre fuese más importante que el amor entre ellos, que estaba en peligro por esa obsesión. Me decía que ellos habían nacido para quererse, se complementaban en todo y contaban con los recursos para llevar una vida ideal, pero en vez de apreciar lo que tenían, ella sufría por lo que le faltaba. Le expliqué que la especie no existiría sin esa necesidad que a las mujeres nos vence. No hay razón alguna para someter el cuerpo al prodigioso esfuerzo de gestar y dar a luz a un crío, para defenderlo como leona aun a costa de sí misma, para dedicarle cada instante durante años y años, hasta que pueda valerse solo, y luego vigilarlo de lejos con la nostalgia de haberlo perdido, porque los hijos se separan tarde o temprano. Nico alegó que esto de ser madre no es ni tan absoluto ni tan claro: algunas mujeres carecen de ese imperativo biológico.

– Paula era una de ellas, nunca quiso tener hijos -me recordó.

– Tal vez temía las consecuencias de la porfiria, no sólo por el riesgo para ella, sino porque podía transmitirla a sus hijos.

– Mucho antes de sospechar que tenía porfiria, mi hermana decía que los niños son adorables solamente de lejos y que hay otras maneras de realizarse, no sólo la maternidad. También hay mujeres en quienes el instinto maternal no se despierta. Si quedan encinta se sienten invadidas por un ser extraño que las consume y después no quieren al niño. ¿Te imaginas qué cicatriz quedará en el alma de alguien rechazado al nacer?

– Sí, Nico, hay excepciones, pero la inmensa mayoría de las mujeres desea tener hijos y, cuando llegan, sacrifica la vida por ellos. No hay peligro de que la humanidad sucumba por falta de niños.

ESPOSA POR ENCARGO

Lili llegó de la China con una visa de novia por tres meses, al cabo de los cuales debía casarse con Tong o regresar a su país. Era una mujer saludable y bonita, que parecía de veinte años, pero tenía alrededor de treinta, y estaba tan poco contaminada por la cultura occidental como su futuro marido deseaba. Además, no hablaba una sola palabra de inglés; mucho mejor, así sería más fácil mantenerla sometida, opinó la futura suegra, quien desde el principio aplicó el tradicional método de hacerle imposible la existencia a la nuera. Su rostro de luna y ojos chispeantes nos parecieron irresistibles, hasta mis nietos se enamoraron de ella.

«Pobre chica, le costará mucho adaptarse», comentó Willie cuando se enteró de que Lili se levantaba al alba para hacer las labores de la casa y preparar los platos complicados que le exigía la despótica suegra, quien a pesar de su minúsculo tamaño la trataba a insultos y empujones.

«¿Por qué no manda a la vieja al carajo?», le pregunté por señas a Lili, pero no me entendió.

«No te metas», recitó Willie y agregó que yo nada sabía de la cultura china; pero sé un poco más que él, por lo menos he leído a Amy Tan. La novia por correo no era tan pusilánime como había dicho Willie al conocerla, de eso yo estaba segura. Tenía firmeza campesina, espaldas anchas, determinación en la mirada y en los gestos; de un papirotazo podía romperle la crisma a la madre de Tong y a él también, si se lo proponía. De dulce paloma, nada.

A los tres meses, cuando la visa de Lili estaba a punto de expirar, Tong nos anunció que se casarían. Willie, como abogado y amigo, le recordó que la única razón que tenía esa joven para casarse era instalarse en Estados Unidos, donde necesitaba marido sólo por dos años; después podía divorciarse e igual obtendría su permiso de residente. Tong lo había pensado, no era tan ingenuo como para suponer que una chica de internet iba a enamorarse a simple vista de su fotografía, por mucho que Lori la hubiese retocado, pero decidió que los dos ganarían algo con ese arreglo: él la posibilidad de un hijo y ella la visa. Ya verían cuál de las dos cosas se daba primero; el riesgo valía la pena. Willie le aconsejó que hiciera un acuerdo prematrimonial; de otro modo ella se quedaría con parte de los ahorros que con tanta cicatería él había acumulado, pero Lili manifestó que no firmaría un documento que no podía leer. Fueron donde un abogado en Chinatown, quien se lo tradujo. Al comprender el alcance de lo que se le pedía, Lili se puso color remolacha y por primera vez alzó la voz. ¡Cómo podían acusarla de casarse por una visa! ¡Había venido a formar un hogar con Tong!, alegó, sumiendo al novio y al abogado en hondo arrepentimiento. Se casaron sin el acuerdo prematrimonial. Al contármelo, Willie echaba chispas por las orejas, no podía creer que su contador fuese tan tonto, que cómo se le ocurría semejante estupidez, que ahora estaba jodido, que si acaso no había visto cómo a él mismo lo esquilmaron todas las mujeres que se le cruzaron por delante, y dale y dale con una letanía de funestos pronósticos. Por una vez me di el gusto de devolverle la mano: «No te metas».