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EL IMPERIO DEL TERROR

El martes 11 de septiembre de 2001 yo estaba en la ducha cuando sonó el teléfono, temprano en la mañana. Era mi madre, desde Chile, horrorizada con la noticia que nosotros todavía desconocíamos, porque en California es tres horas más temprano que en la otra costa del país y acabábamos de salir de la cama. Al oír su voz pensé que me hablaba del aniversario del golpe militar en Chile, también un atentado terrorista contra una democracia, que cada año recordamos como un duelo: martes, 11 de septiembre de 1973. Encendimos la televisión y vimos una y mil veces las mismas imágenes de los aviones estrellándose contra las torres del World Trade Center, que me recordaron las del bombardeo de los militares contra el palacio de La Moneda en Chile, donde ese día murió el presidente Salvador Allende. Corrimos al banco a retirar dinero en efectivo y a abastecernos de agua, gasolina y alimentos. Se cancelaron los vuelos de avión, miles de pasajeros quedaron atrapados, los hoteles se llenaron y debieron poner camas en los pasillos. En esos días yo debía partir en gira de libros a Europa, pero tuve que cancelar el viaje. Las líneas telefónicas estaban tan recargadas que Lori no pudo comunicarse con sus padres durante dos días ni yo con los míos en Chile. Nico y Lori se trasladaron a nuestra casa con los niños, que estaban con ellos esa semana y no iban a la escuela porque las clases se suspendieron. Juntos nos sentíamos más seguros.

Durante días, nadie pudo volver a su trabajo en Manhattan. En el cielo flotaba una nube de polvo y de las cañerías rotas escapaban gases

tóxicos. Cuando todavía reinaba la confusión, recibimos noticias de Jason. Nos contó que en Nueva York la situación empezaba a mejorar lentamente. Caminó en la noche hacia el área del desastre con una pala y un casco para ayudar a los equipos de rescate, que estaban extenuados. Pasó junto a docenas de voluntarios que regresaban de muchas horas de trabajo en las ruinas con trapos blancos amarrados al cuello, en honor a las víctimas atrapadas en las torres, que habían agitado pañuelos por las ventanas para despedirse. Desde lejos se veía el humo que se levantaba de las ruinas. Los neoyorquinos se sentían como apaleados. Sonaban sirenas y corrían ambulancias vacías, porque ya no quedaban sobrevivientes, mientras docenas de cámaras de televisión se alineaban cerca del área demarcada por los bomberos. Se anticipaba otro ataque, pero nadie hablaba en serio de dejar la ciudad; Nueva York no había perdido su carácter ambicioso, fuerte y visionario. Al llegar al lugar del desastre, Jason se encontró con muchos voluntarios como él; por cada víctima desaparecida en las ruinas había varias personas dispuestas a buscarla. Cada vez que pasaba un camión con trabajadores, la multitud lo saludaba con gritos de ánimo. Otros voluntarios llevaban agua y comida. Donde antes se alzaban las soberbias torres, había un humeante hueco negro.

«Esto es como un mal sueño», dijo Jason.

El bombardeo de Afganistán comenzó pronto. Los misiles llovían sobre las montañas donde se escondía un puñado de terroristas a quienes nadie quería enfrentar cara a cara, aplanando el mundo con su estrépito. Mientras, el invierno se dejó caer y mujeres y niños empezaron a morir de frío en los campos de refugiados: daños colaterales. Entretanto, en Estados Unidos aumentaba la paranoia, la gente abría el correo con guantes y máscara por la posibilidad de un virus de viruela o ántrax, supuestas armas de destrucción masiva. Contagiada por el terror de los demás, salí a conseguir Cipro, un poderoso antibiótico que podía salvar a mis nietos en caso de guerra biológica, pero Nico me dijo que si al primer síntoma de resfrío les

dábamos esa píldora a los niños, en una enfermedad real ya no sería efectiva. Era como matar moscas a cañonazos.

«Calma, mamá, no se puede prevenir todo», me dijo. Y entonces me acordé de ti, hija, del golpe militar en Chile y de tantos otros momentos de impotencia en mi vida. No tengo control sobre los sucesos esenciales, aquellos que determinan el curso de la existencia, por lo mismo más vale que me relaje. La histeria colectiva me hizo olvidar esa tremenda lección durante varias semanas, pero el comentario de Nico me devolvió a la realidad.

JULIETTE Y LOS NIÑOS GRIEGOS

Al hacer la investigación para la trilogía juvenil, conocí en la librería Book Passage a Juliette, una joven americana muy bella y muy encinta, quien apenas lograba equilibrar la panza más descomunal que me había tocado ver. Esperaba mellizos, pero no eran suyos, sino de otra pareja; ella sólo había prestado el vientre, me dijo. Era una iniciativa altruista de su parte, pero al conocer su historia me pareció una barbaridad.

A los veintitantos años, después de graduarse en la universidad, Juliette hizo un viaje a Grecia, el destino lógico para quien había estudiado arte, y allí, en la isla de Rodas, conoció a Manoli, un griego exuberante, con melena y barba de profeta, ojos de terciopelo y una personalidad avasalladora que la sedujo de inmediato. El hombre usaba pantalones tan cortos, que al agacharse o sentarse cruzado de piernas se le veían sus vergüenzas. Imagino que eran excepcionales, ya que las mujeres lo perseguían al trote por las callecitas de Lindos, su pueblo. Manoli tenía lengua de oro y podía pasar doce horas en la plaza o en una cafetería contando anécdotas sin pausa, rodeado de oyentes hipnotizados por su voz. La historia de su propia familia era toda una novela: los turcos habían decapitado a su abuelo y su abuela delante de sus siete hijos, a quienes obligaron a caminar, junto a cientos de otros prisioneros griegos, desde el mar Negro hasta el Líbano. En esa ruta del dolor murieron seis de los hermanos; sólo el padre de Manoli, que entonces tenía seis años, sobrevivió. Entre las numerosas turistas bronceadas por el sol y dispuestas a rodar con él en las arenas calientes de Grecia, Manoli escogió a Juliette por su aire de inocencia y su hermosura. Ante la sorpresa de los habitantes de la isla, que lo consideraban soltero insalvable, le propuso matrimonio. Había estado casado antes con una chilena, curiosamente, quien se fugó con un profesor de yoga el día de su boda. La historia no era clara, pero según las lenguas sueltas el rival puso LSD en la bebida de Manoli, quien despertó al otro día en una institución psiquiátrica y para entonces su casquivana esposa había desaparecido. No supo de la chilena nunca más. Para casarse de nuevo debió hacer los trámites legales para probar que ella había desertado del matrimonio, ya que no había nadie para firmar los papeles del divorcio.

Manoli ocupaba una antigua vivienda sobre un acantilado mirando el mar Egeo, una casa que había pertenecido por cientos de años a los sucesivos vigías que oteaban el horizonte. A la vista de barcos enemigos debían montarse en un caballo, que siempre estaba ensillado, y galopar cincuenta kilómetros hasta la mítica ciudad de Rodas, fundada por los dioses, para dar la alarma. Manoli puso mesas fuera y lo convirtió en un restaurante. Cada año daba una mano de pintura blanca a la casa y marrón a las persianas y puertas, como todas las viviendas del idílico pueblo, donde no circulan coches y la gente se conoce por el nombre. Lindos, coronado por su acrópolis, se ve más o menos igual desde hace muchos siglos, con el agregado de un castillo medieval, ya en ruinas. Juliette no dudó en casarse, aunque supo desde el comienzo que no habría manera de sujetar a ese hombre. Para evitar el dolor de los celos y la humillación de que alguien viniera a contarle un chisme, le dijo a Manoli que podía tener las aventuras amorosas que se le antojaran pero nunca a sus espaldas; prefería saberlas. Manoli se lo agradeció, pero por suerte poseía suficiente experiencia como para no cometer la tontería de confesar una infidelidad. Gracias a eso, Juliette vivió tranquila y enamorada. Estuvieron juntos dieciséis años en Lindos.