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Un sábado a mediodía llegaron a nuestra casa tres personas, que al principio confundimos con misioneros mormones. No lo eran, por suerte. Me explicaron que manejaban los derechos mundiales de El Zorro, el héroe californiano que todos conocemos. Me crié con El Zorro porque el tío Ramón era uno de sus fanáticos admiradores. Recuerda, Paula, que en 1970 Salvador Allende nombró a tu abuelo embajador en Argentina, una de las misiones diplomáticas más difíciles de esos tiempos, que él cumplió con honores hasta el día del golpe militar, cuando renunció a su puesto porque no estaba dispuesto a representar a una tiranía. Tú lo visitaste muchas veces; tenías siete años y viajabas sola en avión. En ese enorme edificio, con innumerables salones, veintitrés baños, tres pianos de cola y un ejército de empleados, te sentías como una princesa, porque tu abuelo te había convencido de que era su propio palacio y él pertenecía a la realeza. Durante esos tres años de intenso trabajo en Buenos Aires, el señor embajador escapaba de cualquier compromiso a las cuatro de la tarde para gozar en secreto durante media hora de la serial de El Zorro en la televisión. Con ese antecedente, no pude menos que recibir con los brazos abiertos a aquellos tres visitantes.

El Zorro fue creado en 1919 por Johnston McCulley, un escritor californiano de novelitas de diez centavos, y desde entonces ha permanecido en la imaginación popular. La maldición de Capistrano narraba las aventuras de un joven hidalgo español en Los Ángeles en el siglo XIX. De día don Diego de la Vega era un señorito hipocondríaco y frívolo; de noche se vestía de negro, se ponía una máscara y se convertía en El Zorro, vengador de indios y pobres.

– Hemos hecho de todo con El Zorro: películas, seriales de televisión, historietas, disfraces, menos una obra literaria. ¿Le gustaría escribirla? -me propusieron.

– ¿Qué se han imaginado? Soy una escritora seria, no escribo por encargo -fue mi primera reacción.

Pero me acordé del tío Ramón y de mi nieto postizo, Aquiles, disfrazado de El Zorro para Halloween, y la idea empezó a rondarme tanto que Inés Suárez y la conquista de Chile debieron aguardar su turno. Según los dueños de El Zorro, el proyecto me calzaba como un guante: soy hispana, escribo en español, conozco California y

tengo alguna experiencia con novelas históricas y de aventuras. Era el caso clásico de un personaje en busca de autor. Para mí, sin embargo, el asunto no era tan claro, porque El Zorro no se parece a ninguno de mis protagonistas, no era un tema que yo hubiese escogido. Con el último libro de la trilogía había dado por terminado el experimento con las novelas juveniles, descubrí que prefiero escribir para adultos: tiene menos limitaciones. Un libro juvenil requiere el mismo trabajo que uno para adultos, pero hay que andar con suma prudencia en lo que se refiere a sexo, violencia, maldad, política y otros asuntos que dan mucho sabor a una historia pero que los editores no consideran adecuados para esa edad. Me revienta la idea de escribir «con un mensaje positivo». No veo razón para proteger a los chiquillos, que de todos modos ya tienen mucha mugre dentro de la cabeza; pueden ver en internet a gordas fornicando con burros o narcotraficantes y policías torturándose mutuamente con la mayor ferocidad. Es ingenuo machacarles mensajes positivos en las páginas de un libro; lo único que se consigue es que no lo lean. El Zorro es un personaje positivo, el héroe por excelencia, una mezcla de Che Guevara, obsesionado con la justicia, de Robin Hood, siempre dispuesto a quitarles a los ricos para darles a los pobres, y de Peter Pan, eternamente joven. Habría que esmerarse mucho para convertirlo en un villano, y, tal como me explicaron sus dueños, no se trataba de eso. Además, me advirtieron de que la novela no debía contener sexo explícito. En pocas palabras, era un gran desafío. Lo pensé concienzudamente y al final resolví mis dudas en la forma habituaclass="underline" tiré una moneda al aire. Y así fue como terminé encerrándome en mi cuchitril con Diego de la Vega durante varios meses.

El Zorro se había explotado demasiado, no quedaba mucho por contar, salvo su juventud y su vejez. Opté por lo primero, porque a nadie le gusta ver a su héroe en silla de ruedas. ¿Cómo era Diego de la Vega de niño? ¿Por qué se convirtió en El Zorro? Investigué el período histórico, los comienzos del mil ochocientos, época extraordinaria en el mundo occidental. Las ideas democráticas de la Revolución francesa estaban transformando a Europa y en ellas se inspiraban las guerras libertadoras de las colonias americanas. Los ejércitos victoriosos de Napoleón invadieron varios países, incluida España, donde la población inició una guerrilla sin cuartel que finalmente expulsó a los franceses de su suelo. Eran tiempos de piratas, sociedades secretas, tráfico de esclavos, gitanos y peregrinos. En California, en cambio, nada novelesco sucedía; era una vasta extensión rural con vacas, indios, osos y algunos colonos españoles. Tenía que llevarme a Diego de la Vega a Europa.

Como la investigación me dio material de sobra y el protagonista ya existía, mi tarea fue crear la aventura. Entre otras cosas, fuimos con Willie a Nueva Orleans tras las huellas del célebre corsario Jean Laffitte, y alcanzamos a conocer esa exuberante ciudad antes de que el huracán Katrina la redujera a una vergüenza nacional. En el French Quarter se oían de noche y de día las charangas y el banjo, las voces de oro de los blues, el llamado irresistible del jazz. La gente bebía y bailaba al ritmo cálido de los tambores en el medio de la calle; color, música, aroma de sus guisos y magia. Daba para una novela entera, pero tuve que limitarme a una breve visita de El Zorro. Ahora trato de recordar Nueva Orleans como era entonces, con su pagano carnaval, en el que la gente de diversos pelajes se mezclaba danzando, con sus antiguas calles residenciales de árboles centenarios -cipreses, olmos, magnolios en flor- y balcones de hierro forjado, donde hace doscientos años tomaban el fresco las mujeres más hermosas del mundo, nietas de reinas senegalesas y de los amos de entonces, barones del azúcar y el algodón. Pero las imágenes más perseverantes de Nueva Orleans son las del reciente huracán: torrentes de agua inmunda y sus habitantes, siempre los más pobres, luchando contra la devastación de la naturaleza y la desidia de las autoridades. Se convirtieron en refugiados en su propio país, abandonados a su suerte, mientras el resto de la nación, estupefacta ante escenas que parecían

tan remotas como un monzón en Bangladesh, se preguntaba si la indiferencia del gobierno hubiera sido igual si la mayoría de los damnificados hubieran sido blancos.

Me enamoré de El Zorro. Aunque en el libro no pude contar sus hazañas eróticas con los detalles que me hubiera gustado, puedo imaginarlas. Mi fantasía sexual predilecta es que el simpático héroe trepa sigilosamente mi balcón, me hace el amor en la penumbra con la sabiduría y paciencia de Don Juan, sin importarle mi celulitis ni mi mucha edad, y desaparece al amanecer. Me quedo dormitando entre sábanas arrugadas, sin tener ni una clave de quién era el galán que me hizo tamaño favor, porque no se quitó la máscara. No hay culpa.

EL VERANO

Llegó el verano con su escándalo habitual de abejas y ardillas; el jardín estaba en su apogeo y también las alergias de Willie, quien no renunciará jamás a contar los pétalos de cada rosa. Las alergias no le impiden afanarse con unos asados monumentales en los que Lori también participa, porque dejó su larga práctica vegetariana cuando el doctor Miki Shima, tan vegetariano como ella, la convenció de que necesitaba más proteínas. La piscina tibia atraía a hordas de niños y visitantes; los días se estiraban al sol, largos, lentos, sin reloj, como en el Caribe. Tabra era la única ausente, porque estaba en Bali, donde fabrican algunas de las piezas que usa en sus joyas. Lagarto Emplumado la acompañó por una semana, pero tuvo que regresar a California porque no soportó el terror a las víboras y las levas de perros sarnosos y hambrientos. Parece que estaba abriendo la puerta de su pieza y una culebrita verde pasó rozándole la mano. Era de las más letales que existen. Esa misma noche cayó del techo algo caliente, húmedo y peludo, que aterrizó encima de ellos y salió corriendo. No alcanzaron a encender la luz a tiempo para verlo. Tabra dijo que seguramente se trataba de un rabopelado, se acomodó en la almohada y siguió durmiendo; él permaneció el resto de la noche vigilando, con las luces encendidas y su cuchillo de matarife en la mano, sin tener la menor idea de lo que era un rabopelado.