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– Sospecho que es un adúltero crónico, Juliette, pero ése no es tu problema, sino de su esposa. Tú tienes que cuidarte y cuidar a tus hijos.

Para probarme la honestidad de los sentimientos del galán, Juliette me mostró sus cartas, que me parecieron de una prudencia sospechosa. No eran cartas de amor, sino documentos de abogado.

– Se está cubriendo las espaldas. Tal vez teme que lo demandes por acoso sexual en el trabajo, eso aquí es ilegal. Cualquiera que lea estas cartas, incluso su mujer, pensaría que tú tomaste la iniciativa, lo atrapaste y ahora lo persigues.

– ¡Cómo puedes decir eso! -exclamó, alarmada-. Ben está esperando el momento oportuno para decírselo a su mujer.

– No creo que lo haga, Juliette. Tienen hijos y llevan mucho tiempo juntos. Lo lamento por ti, pero más lo lamento por la esposa. Ponte en su lugar, es una mujer madura con un marido infiel.

– Si Ben no es feliz con ella…

– No se puede tener todo, Juliette. Deberá elegir entre tú y la buena vida que ella le ofrece.

– No quiero ser la causa de un divorcio. Le he pedido que trate de reconciliarse con su mujer, que vayan a terapia o que la invite a una luna de miel en Europa -dijo, y se echó a llorar.

Pensé que así seguiría ese juego hasta que la cuerda se cortara por lo más delgado (Juliette), pero no insistí, porque ella se alejaría de nosotros. Además, no soy infalible, como me recordó Willie, y bien podía ser que Ben realmente estuviese enamorado y se divorciara para quedarse junto a ella, en cuyo caso yo, por comportarme como un ave de mal agüero, perdería a esa amiga que he llegado a querer como a otra hija.

Tal como temíamos, la esposa de Ben vino de Chicago a oler el aire de San Francisco. Se instaló en la oficina de su marido, quien tuvo la prudencia de desaparecer con diversos pretextos, y en pocas horas su instinto y el conocimiento que tenía de él confirmaron sus peores temores. Decidió que su rival no podía ser otra que la bella asistente y la enfrentó con el peso de su autoridad de esposa legítima, de la confianza que da el dinero y de su sufrimiento, que Juliette no podía dejar de lado. La despidió sin miramientos y le advirtió de que si volvía a comunicarse con Ben, ella misma se encargaría de hacerle daño. El hombre no dio la cara durante esos días, se limitó a ofrecer a Juliette por teléfono una pequeña indemnización y a pedirle, nada menos, que entrenara a su sucesora antes de irse. Su mujer supervisó esa llamada y la quejumbrosa carta, última de la serie, con que él cerró el episodio.

Dos días más tarde Willie llegó a la casa y nos encontró a Lori y a mí en el baño, sosteniendo a Juliette, que estaba encogida en el suelo como un niño golpeado. Lo pusimos al tanto de lo que había pasado. Su opinión fue que se veía venir, no era un drama original, pero todo el mundo se recupera de un corazón destrozado y dentro de un año estaríamos muertos de la risa, con un vaso de vino en la mano, recordando este desventurado episodio. Sin embargo, cuando Juliette le contó las amenazas de la esposa, ya no le pareció divertido y se ofreció para representarla legalmente, porque tenía derecho a interponer juicio. El caso no podía ser más atractivo para un abogado: una joven viuda, madre de dos niños, sin dinero, víctima de un millonario que la acosa sexualmente en el empleo y después la echa. Cualquier jurado hundiría a Ben. Willie ya tenía un cuchillo entre los dientes, pero Juliette no quiso oír hablar de eso porque no era verdad: se habían enamorado y ella no era una víctima. Sólo aceptó que Willie mandara una carta de rajadiablos anunciando que si volvían a amenazarla intervendría la justicia. Willie agregó, por iniciativa propia, que si esa señora deseaba resolver el problema, controlara mejor a su marido. La carta no la haría desistir, si era la clase de persona capaz de contratar a un mafioso para hacer daño a una rival, pero probaba que Juliette no estaba desamparada. En menos de una semana, un abogado de Chicago llamó a Willie para asegurarle que hubo un malentendido y las amenazas no volverían a repetirse.

Juliette sufrió durante meses, envuelta en el abrazo cerrado de la familia, pero yo no estaría contando este lamentable episodio si ella no me lo hubiese autorizado y si el pronóstico de Willie no se hubiese cumplido. La contraté como mi asistente, se puso a estudiar español y pasó a formar parte del burdel literario de Sausalito, donde puede trabajar en paz con Lori, Willie y Tong, quienes se encargarían de protegerla y de mantener a raya a cualquier marido infiel que tocara el timbre con intenciones lujuriosas. Antes del año, una noche en que la familia entera cenaba en la mesa de la castellana, Juliette levantó su copa para brindar por los amoríos del pasado.

«¡Por Ben!», dijimos en una sola voz, y ella se echó a reír de buena gana. Ahora estoy esperando la alineación de los planetas para que aparezca el hombre de buena índole que hará feliz a esta joven. Se supone que eso puede ocurrir pronto.

LA ABUELA SE VA CONTIGO

Desde hacía algún tiempo, la Abuela Hilda vivía con su hija en Madrid, donde ella y su segundo marido cumplían una misión diplomática. En el último año ya no vino a pasar largas temporadas con nosotros, como antes, porque había envejecido de súbito y temía viajar sola. En los años sesenta, en Chile, yo era una joven periodista que hacía malabarismos con tres empleos simultáneos para sobrevivir, pero la llegada de mis dos hijos no complicó mi vida, porque contaba con ayuda. Por las mañanas, antes de ir a trabajar, pasaba a dejarte en casa de mi suegra, la adorable Granny, o donde la Abuela Hilda, quienes te recibían envuelta en un chal, dormida, y te cuidaban durante el día hasta que yo llegaba a recogerte por la tarde. Después comenzaste a ir a la escuela y entonces fue el turno de tu hermano, criado por esas abuelas que lo mimaron como al primogénito de un emir. Después del golpe militar nos fuimos a Venezuela y lo que ustedes más echaron de menos fueron a esas dos abuelas de cuento. La Granny, quien no tenía más vida que sus nietos, se murió de pena un par de años más tarde. La Abuela Hilda enviudó y se fue a Venezuela, porque allí vivía su única hija, Hildita, y se turnaba entre la casa de ella y la nuestra. Mi relación con la Abuela comenzó cuando yo tenía unos diecisiete años. Hildita fue la primera novia de mi hermano Pancho; se conocieron en la escuela a los catorce años, se fugaron, se casaron, tuvieron un hijo, se divorciaron, se volvieron a casar, tuvieron una hija y se divorciaron por segunda vez. En total pasaron más de una década amándose y odiándose, mientras

la Abuela Hilda presenciaba el lamentable espectáculo sin opinar. Jamás le oí una palabra desmesurada contra mi hermano, quien tal vez la merecía.

En algún momento de su vida la Abuela decidió que su papel era acompañar a su pequeña familia, en la que generosamente me incluyó con mis hijos, y lo cumplió a la perfección gracias a su proverbial discreción y buen humor. Además, gozaba de una salud de mula. Era capaz de ir contigo, Nico y otra media docena de adolescentes de excursión a una isla caribeña sin agua, adonde se accedía cruzando un mar traicionero en bote, seguidos de cerca por media docena de tiburones. El botero los dejaba allí con una montaña de equipo para acampar y, con suerte, se acordaba de ir a buscarlos una o dos semanas más tarde. La Abuela resistía como un soldado los mosquitos, las noches bebiendo Coca-Cola tibia con ron, los frijoles en tarro, los agresivos ratones que anidaban entre los sacos de dormir y otros inconvenientes que yo, veinte años más joven, jamás hubiese soportado. Con la misma magnífica voluntad se instalaba frente a la pantalla a ver pornografía. A los comienzos de los ochenta, tú estudiabas psicología y se te ocurrió la idea de especializarte en sexualidad. Andabas para todos lados con una maleta de adminículos para juegos eróticos que a mí me parecían de muy mal gusto, pero nunca me atreví a dar mi opinión porque te habrías burlado sin misericordia de mis remilgos. La Abuela Hilda se sentaba contigo, tejiendo sin mirar los palillos, a ver unos videos pavorosos que incluían perros amaestrados. Fue miembro activo de nuestra ambiciosa compañía de teatro doméstico, cosía disfraces, pintaba escenografías y protagonizaba lo que se le pidiera, desde Madame Butterfly hasta san José en las representaciones navideñas. Con el tiempo se fue reduciendo de tamaño y la voz se le adelgazó como un trino, pero no le flaqueaba el entusiasmo para participar en las locuras familiares.