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«¿Cómo no van a ganar -me preguntaba yo-, si la popularidad de Bush ha descendido a las cifras de Nixon en sus peores tiempos?»

La más angustiada era Tabra. De joven se había expatriado porque no pudo soportar la guerra del Vietnam; ahora estaba dispuesta a hacer lo mismo, incluso a renunciar a su ciudadanía estadounidense. Su sueño era terminar sus días en Costa Rica, pero muchos extranjeros habían tenido la misma idea y los precios de las propiedades se habían encumbrado por encima de sus posibilidades. Entonces decidió trasladarse a Bali, donde podría continuar su negocio con los orfebres y artesanos locales. Dejaría un par de representantes de

ventas en Estados Unidos y el resto podría hacerse por internet. No hablábamos de otros temas en nuestras caminatas. Ella percibía signos fatalistas en todos lados, desde en el noticiario de la televisión hasta en el mercurio de los salmones.

– ¿Crees que en Bali sería diferente? -le pregunté-. Adonde vayas, los salmones tendrán mercurio, Tabra. No se puede escapar.

– Por lo menos allí no seré cómplice de los crímenes de este país. Tú te fuiste de Chile porque no querías vivir en una dictadura. ¿Cómo no entiendes que yo no quiera vivir aquí?

– Esto no es una dictadura.

– Pero puede llegar a serlo más pronto de lo que piensas. Lo que me dijo tu tío Ramón es cierto: los pueblos eligen el gobierno que merecen. Ése es el inconveniente de la democracia. Tú deberías irte también, antes de que sea tarde.

– Aquí está mi familia. Me ha costado mucho reunirla, Tabra, y quiero gozarla, porque sé que no durará mucho. La vida tiende a separarnos y hay que hacer un gran esfuerzo para mantenernos juntos. En todo caso, no creo que hayamos llegado al punto en que sea necesario irse de este país. Todavía podemos cambiar la situación. Bush no será eterno.

– Buena suerte, entonces. En cuanto a mí, voy a instalarme en un lugar pacífico, adonde puedas llegar con tu familia cuando lo necesites.

Empecé a despedirme mientras ella desmantelaba el taller que le había costado tantos años poner en pie; le ayudaba su hijo Tongi, quien dejó su trabajo para acompañarla en los últimos meses. Despidió uno a uno a los refugiados con quienes había trabajado por mucho tiempo, preocupada por ellos, porque sabía que para algunos sería muy difícil encontrar otro empleo. Se deshizo de la mayor parte de sus colecciones de arte, salvo algunos cuadros valiosos que guardó en mi casa. No podía cortar lazos con Estados Unidos, tendría que volver por lo menos un par de veces al año a ver a su hijo y supervisar su negocios, porque sus joyas requieren un mercado más grande que las playas para turistas de un paraíso en Asia. Le aseguré que siempre dispondría de espacio en nuestro hogar; entonces vació su casa de muebles y la arregló para venderla.

Estos preparativos y las tristes caminatas con Tabra me contagiaban su delirio de incertidumbre. Llegaba a la casa a abrazarme a Willie, perturbada. Tal vez no era mala idea invertir nuestros ahorros en monedas de oro, coserlas en el ruedo de la falda y prepararnos para huir.

«¿De qué monedas de oro me estás hablando?», me preguntaba Willie.

LA TRIBU REUNIDA

Andrea entró a la adolescencia de golpe y porrazo. Una noche de noviembre llegó a la cocina, donde la familia estaba reunida, con lentes de contacto, los labios pintados, un vestido blanco largo, unas sandalias plateadas y unos pendientes de Tabra que había escogido para cantar en el coro del colegio en la fiesta de Navidad. No reconocimos a esa dorada beldad de Ipanema, sensual, con un aire distante y misterioso. Estábamos acostumbrados a verla en vaqueros astrosos, zapatones de explorador y un libro en la mano. Jamás habíamos visto a esa joven que nos sonreía cohibida desde la puerta. Cuando Nico, de cuya serenidad zen tanto nos reíamos, se dio cuenta de quién era, se demudó. En vez de celebrar a la mujer que acababa de llegar, debimos consolar al padre de la pérdida de la niña torpe que había criado. Lori, quien había acompañado a Andrea a comprar el vestido y el maquillaje, era la única que sabía el secreto de la transformación. Mientras los demás nos sacudíamos la impresión, Lori le tomó una serie de fotografías a Andrea, unas con su mata de pelo color miel oscura suelto sobre los hombros, otras con moño, en poses de modelo que eran en realidad de afectación y burla.

A la chiquilla le brillaban los ojos y estaba arrebolada como si hubiese tomado el sol. Los demás lucíamos la palidez de noviembre. Tenía una tos de tísica desde hacía varios días. Nico quiso tomarse una foto con ella sentada en sus rodillas, en la misma postura de otra en la que ella tenía cinco años y era un pato desplumado con espejuelos de alquimista y mi camisa de dormir rosada, que se ponía

encima de su ropa normal. Al tocarla sintió que ardía. Lori le puso el termómetro y la pequeña fiesta familiar terminó pésimo, porque Andrea ardía de fiebre. En las horas siguientes comenzó a delirar. Trataron de bajarle la fiebre con baños de agua fría, pero al fin debieron llevarla volando al servicio de emergencia del hospital y allí se supo que tenía pulmonía. Quién sabe cuántos días llevaba incubándola y no había dicho ni una palabra, fiel a su carácter estoico e introvertido.

«Me duele el pecho, pero pensé que era porque me estoy desarrollando», fue su explicación.

De inmediato acudieron Celia y Sally, luego los demás. Andrea quedó internada en el hospital del condado, rodeada por su familia, que vigilaba como halcones que no le dieran ningún remedio de la lista negra de la porfiria. Al verla en esa cama de hierro, con los ojos cerrados, los párpados transparentes, cada instante más pálida, respirando con dificultad y conectada a sondas y cables, me volvieron los recuerdos más crueles de tu enfermedad en Madrid. Como Andrea, entraste al hospital con un resfrío mal curado, pero cuando saliste, meses más tarde, ya no eras tú, sino una muñeca inerte sin más esperanza que una muerte dulce. Nico, tranquilo, me hizo ver que no era el mismo caso. Tú llevabas varios días con terribles dolores de estómago y sin poder comer por los vómitos, síntomas de una crisis de porfiria que Andrea no presentaba. Decidimos que para prevenir una posible negligencia o error médico, Andrea nunca estaría sola. No pudimos hacer eso en Madrid, donde la burocracia del hospital se apoderó de ti sin explicaciones. Tu marido y yo aguardamos durante meses en un corredor sin saber qué ocurría al otro lado de las pesadas puertas de la unidad de cuidados intensivos.

El cuarto de Andrea en el hospital estaba lleno. Nico y Lori, Celia y Sally, yo misma, nos instalamos a su lado; después llegaron Juliette, las madres de Sabrina, los demás parientes y algunos amigos. Quince teléfonos celulares nos mantenían conectados y además yo llamaba a diario a mis padres y a Pía en Chile, para que nos acompañaran a distancia. Nico repartió la lista de los medicamentos prohibidos y las instrucciones para cada eventualidad. Tu regalo, Paula, fue que estábamos preparados, no nos asaltó por sorpresa. Nuestra doctora, Cheri Forrester, advirtió al personal del piso que se armara de paciencia, porque esa niña venía con su tribu. Mientras la enfermera pinchaba a Andrea buscando una vena para colocarle el suero, once personas observaban en torno a la cama.

«Por favor no entonen cánticos», dijo la mujer. Nos echamos a reír en coro.

«Ustedes parecen la clase de gente capaz de eso», agregó, preocupada.

Comenzó la vigilia de día y de noche, nunca menos de dos o tres de nosotros en la habitación. Pocos fueron a trabajar durante ese tiempo; los que no hacían su turno en el hospital, se encargaban de los otros niños y de los perros -Poncho, Mack y sobre todo Olivia, que estaba con los nervios rotos al verse postergada-, de mantener funcionando las casas y llevar comida al hospital para alimentar a ese ejército. Durante dos semanas, Lori asumió con naturalidad el papel de capitán, que nadie intentó usurparle porque de todos modos es la gerente de esta familia, no sé qué haríamos sin ella. Nadie tiene más influencia ni más dedicación que Lori. Criada en Nueva York, es la única con carácter intrépido para no dejarse intimidar por médicos y enfermeras, llenar formularios de diez páginas y exigir explicaciones. En los últimos años hemos superado los obstáculos del comienzo; Lori es mi verdadera hija, mi confidente, mi brazo derecho en la fundación, y he visto cómo se va convirtiendo poco a poco en la matriarca. A ella le tocará pronto encabezar la mesa de la castellana.