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Al principio Andrea se iba desgastando con el paso de los días, porque no se le podían administrar varios de los antibióticos que se usan en estos casos, lo que prolongó la pulmonía más allá de lo razonable, pero la doctora Forrester, que se mantuvo vigilante, nos aseguró que no había ninguna indicación de porfiria en los exámenes de sangre y orina. Andrea se animaba por ratos breves, cuando la visitaban sus hermanos, los niños griegos o alguna compañera del

colegio, pero el resto del tiempo dormía y tosía de la mano de alguno de sus padres o su abuela. Por fin, al segundo viernes, logró vencer la fiebre y amaneció con los ojos despejados y con deseos de comer. Entonces pudimos respirar aliviados.

La familia llevaba más de diez años en esa danza de escaramuzas que suelen ser los divorcios, un tira y afloja agotador. La relación entre las parejas de padres pasaba por altibajos, era difícil ponerse de acuerdo en los detalles de la crianza de los hijos que tienen en común, pero en la medida en que éstos se despegan del hogar para hacer sus propias vidas, habrá menos razones para confrontarse y llegará un día en que no tendrán necesidad de verse. No falta mucho para eso. A pesar de los inconvenientes que han soportado, pueden felicitarse mutuamente: han criado a tres chiquillos contentos y simpáticos, de buena conducta y buenas notas, que hasta el momento no han dado ni un solo problema serio. Durante las dos semanas de la pulmonía de Andrea, yo viví la ilusión de una familia unida porque me pareció que las tensiones desaparecían junto a la cama de esa niña. Pero en estas historias no hay finales perfectos. Cada uno lo hace lo mejor que puede, eso es todo.

Andrea salió del hospital con cinco kilos menos, lánguida y color pepino, pero más o menos curada de la infección. Pasó otras dos semanas convaleciendo en la casa y se recuperó a tiempo para participar en el coro. Sentados en la platea, la vimos entrar cantando como un ángel en una larga fila de niñas que fueron ocupando el escenario. El vestido blanco le colgaba suelto como un harapo y las sandalias se le caían de los pies, pero todos estuvimos de acuerdo en que nunca había estado más bonita. La tribu entera estaba allí para celebrarla y comprobé, una vez más, que en una emergencia se tira por la borda lo que no es esencial para navegar, es decir, casi todo. Al final, después de alivianar las cargas y sacar las cuentas, resulta que lo único que queda es el cariño.

HORA DE DESCANSAR

Hemos llegado a diciembre y el panorama cambió para nuestra tribu y el país. Tabra se fue a Bali; mis padres, en Chile, están viviendo los descuentos, tienen ochenta y cinco y noventa años respectivamente; Nico cumplió cuarenta, por fin, como dice Lori, y es un hombre maduro; los nietos entraron de lleno en la adolescencia y pronto se irán alejando de la abuela obsesiva que todavía los llama «mis niños». A Olivia le han salido canas y ya se lo piensa dos veces antes de subir el cerro cuando la sacamos a caminar. Willie está terminando su segundo libro y yo sigo arando el suelo duro de los recuerdos para escribir esta memoria. En las elecciones parlamentarias ganaron los demócratas y ahora controlan la Cámara de Representantes y el Senado; todos esperamos que pongan freno a los excesos de Bush, logren retirar las tropas americanas de Irak, aunque sea de a poco y con el rabo entre las piernas, y eviten nuevas guerras. En cuanto a Chile, también hay novedades: en marzo, Michelle Bachelet asumió la presidencia, primera mujer que ocupa ese cargo en mi país, y lo está haciendo muy bien. Es médica cirujana, pediatra, socialista, madre soltera, agnóstica e hija de un general que murió torturado porque no se plegó al golpe militar de 1973. Además, se murió el general Augusto Pinochet, tranquilamente en su cama, cerrando así uno de los más trágicos capítulos de la historia nacional. Con gran sentido de la oportunidad, murió justamente el día de los Derechos Humanos.

La escritura de este libro ha sido una experiencia extraña. No he

confiado sólo en mis recuerdos y en la correspondencia con mi madre, también interrogué a la familia. Como escribo en español, la mitad de la familia no pudo leerlo hasta que lo tradujo Margaret Sayers Peden, «Petch», una entrañable dama de ochenta años que vive en Missouri y ha traducido todos mis libros menos el primero. Con paciencia de arqueólogo, Petch ha indagado en las diversas capas de los manuscritos, revisando cada línea mil veces y haciendo los cambios que le pido. Con el texto en inglés, la familia pudo comparar las diferentes versiones, que no siempre coincidieron con la mía. Harleigh, el hijo menor de Willie, decidió que prefería no estar en el libro y debí reescribirlo. Es una lástima, porque es bastante pintoresco y forma parte de esta tribu; excluirlo me parece que es como hacer trampa, pero no tengo derecho a apoderarme de una vida ajena sin permiso. En largas conversaciones pudimos vencer el miedo a expresar lo que sentimos, tanto lo malo como lo bueno; a veces es más difícil mostrar afecto que rencor. ¿Cuál es la verdad? Como dice Willie, llega un punto en que hay que olvidarse de la verdad y concentrarse en los hechos. Como narradora, yo digo que hay que olvidarse de los hechos y concentrarse en la verdad. Ahora, que estoy llegando al final, espero que este ejercicio de ordenar los recuerdos sea beneficioso para todos. Y después, suavemente, las aguas volverán a aquietarse, el fango se asentará en el fondo y quedará la transparencia.

A Willie y a mí nos ha mejorado la vida desde los tiempos de las maratones de terapia, los conjuros mágicos para pagar las cuentas y la misión de rescatar de sí mismos a quienes no deseaban ser rescatados. Por el momento el horizonte parece claro. A menos que suceda un cataclismo, posibilidad que no debe ser descartada, tenemos libertad para disfrutar los años que nos quedan con la panza al sol.

– Creo que estamos en edad de jubilarnos -le comenté una noche a Willie.

– De ninguna manera. Yo recién estoy empezando a escribir no sé qué haríamos contigo si no escribieras; nadie te aguantaría-Te hablo en serio. Llevo un siglo trabajando. Necesito un año sabático.

– Lo que haremos será tomar las cosas con más tranquilidad-decidió.

Espantado ante la amenaza de un hipotético año de ocio, Wil optó por invitarme de vacaciones al desierto. Pensó que una semana sin nada entre manos y en un paisaje yermo bastaría para hacerme cambiar de opinión. El hotel, que según proclamaba la agencia de viajes era de lujo, resultó ser una especie de casa de lenocinio pasada de moda, donde Toulouse-Lautrec se habría hallado a gusto. Habíamos llegado allí por una interminable autopista, una cinta recta en el paisaje desnudo, salpicada de canchas de golf con pasto verde bajo un sol blanco, incandescente, que a las ocho de la noche todavía quemaba. No soplaba una brisa, no volaba un pájaro. Cada gota de agua era transportada de lejos y cada planta crecía gracias al esfuerzo desproporcionado de los humildes jardineros latinos, que mantenían en funcionamiento la complicada maquinaria de ese paraíso ilusorio y por las noches desaparecían como espectros.

Por fortuna en el hotel a Willie le dio un ataque de alergia casi mortal causado por los polvorientos cortinajes, y debimos irnos a otra parte. Así llegamos a unas extrañas termas, de las que jamás habíamos oído hablar, donde ofrecían, entre otros servicios, baños de barro. En unas profundas tinas de hierro reposaba una sustancia espesa y fétida que hervía con gorgoritos. Una india mexicana, chaparrita y con cabello quemado por una permanente ordinaria, nos mostró las instalaciones. No tenía más de veinte años, pero nos sorprendió con descaro.