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– ¿Para qué sirve esto? -le pregunté en español señalando el lodo.

– No sé, son cosas que les gustan a los americanos. -Parece caca.

– Es caca, pero no de gente, sino de animal -me contestó con naturalidad.

La muchacha no despegaba los ojos de Willie, y cuando ya nos íbamos le preguntó si él era el abogado Gordon, de San Francisco.

– ¿No se acuerda de mí, licenciado? Soy Magdalena Pacheco.

– ¿Magdalena? ¡Pero cómo has cambiado, niña!

– Es por la permanente -dijo ella, sonrojándose.

Se abrazaron eufóricos. Era hija de Jovito Pacheco, el cliente de Willie muerto en un accidente de construcción años antes. Esa noche fuimos con ella a cenar a un restaurante mexicano, donde su hermano mayor, Socorro, era el rey de la cocina. Estaba casado y ya tenía su primer hijo, un niño de tres meses a quien le habían puesto de nombre Jovito, como el abuelo. El otro hermano trabajaba al norte, en los viñedos del valle de Napa. Magdalena tenía un novio salvadoreño, mecánico de coches, y nos dijo que fijaría el día de la boda apenas la familia pudiera reunirse en su pueblo de México, porque le había prometido a su madre que se casaría de blanco en presencia de la parentela completa. Willie le aseguró que nosotros también iríamos, si nos invitaban.

Los Pacheco nos contaron que un par de años antes la abuela había amanecido muerta y le hicieron un funeral épico, con un ataúd de caoba que los nietos llevaron en una camioneta desde San Diego. Por lo visto cruzar la frontera en ambas direcciones no era un problema para ellos, tampoco con un pesado cajón de muerto. La madre tenía un almacén y vivía con el hermano menor, el ciego, que ya había cumplido catorce años. Camino al restaurante, Willie me recordó el caso de los Pacheco, que se arrastró por años en los tribunales de San Francisco. Yo no lo había olvidado porque a menudo nos burlábamos de su frase altisonante en el juicio: «¿Van a permitir que el abogado de la defensa arroje a esta pobre familia al basural de la historia Willie apeló de un juez a otro hasta que por fin consiguió una indemnización modesta para la familia. Había visto dilapidar pequeñas fortunas a lo largo de su carrera, porque los clientes beneficiados, que nunca habían tenido más que agujeros en los bolsillos, al sentirse ricos perdían la cabeza, se ponían ostentosos y atraían como moscas a parientes lejanos, amigos olvidados y timadores dispuestos a quitarle hasta el último peso. La indemnización de los Pacheco estaba mi lejos de ser una fortuna, pero traducida a pesos mexicanos los ayudó a salir de la miseria. Por indicación de Willie, la abuela decidió invertir la mitad en instalar un pequeño almacén y el resto fue depositado en una cuenta a nombre de los hijos de Jovito en Estados Unidos, lejos de embaucadores y parientes pedigüeños. Había transcurrido más de una década desde la muerte del padre y en ese tiempo todos los hijos, excepto el menor, se despidieron uno a uno de la abuela y la madre y abandonaron su villorrio para trabajar en California. Cada uno traía en un papelito el nombre y el teléfono de Willie para cobrar la parte correspondiente del dinero, que les sirvió para comenzar la vida en mejores condiciones que la mayoría de los inmigrantes ilegales, los cuales llegaban sin nada más que el hambre y los sueños. Así se cumplió el propósito de Willie al llevarlos a Disneylandia cuando eran niños.

Gracias a Socorro y a Magdalena Pacheco conseguimos la mejor cabaña de las termas, una casita impecable de adobe y tejas, del más puro estilo mexicano, con una cocinilla, un traspatio y un jacuzzi al aire libre. Allí nos encerramos después de comprar provisiones para tres días. Hacía mucho que Willie y yo no estábamos solos y ociosos y gastamos las primeras horas en tareas inventadas. Con los utensilios mínimos de la cocinilla, que apenas servían para improvisar un desayuno, Willie decidió preparar rabo de buey, una de esas recetas reposadas del Viejo Mundo que requiere varias ollas. El guiso llenó el aire de un aroma poderoso que espantó a los pájaros y atrajo a los coyotes. Como debía descansar en la nevera hasta el otro día para quitarle la grasa que se congelaba en la superficie, al caer la noche cenamos pan, vino y queso, tendidos muy juntos en una hamaca del patio, mientras la jauría de coyotes se relamía al otro lado del muro de piedra que protegía nuestra pequeña vivienda.

UN LUGAR CALLADO

La noche en el desierto tiene la profundidad insondable del fondo del mar. Las estrellas, infinitas, bordaban un cielo negro sin luna, y la tierra, al enfriarse, desprende un vaho denso, como aliento de fiera. Encendimos tres velas gruesas, que reflejaban su luz ceremonial sobre el agua del jacuzzi. Poco a poco el silencio fue librándonos de la tensión acumulada de tanto bregar y bregar. A mi lado siempre hay un invisible e implacable capataz, látigo en mano, criticándome y dándome órdenes: «¡Levántate, mujer! Son las seis de la mañana y tienes que lavarte el pelo y pasear a la perra. ¡No comas pan! ¿O crees que vas a perder peso por arte de magia? Acuérdate de que tu padre era obeso. Tienes que rehacer tu discurso, está lleno de clichés, y tu novelita es un desastre, llevas un cuarto de siglo escribiendo y no has aprendido nada». Y dale y dale con la misma cantaleta. Tú me decías que aprendiera a quererme un poco, que yo no trataría ni a mi peor enemigo como me trataba a mí misma.

«¿Qué harías, mamá, si alguien entrara a tu casa y te insultara de esa manera?», me preguntabas. Le diría que se fuera al carajo y lo sacaría a escobazos, por supuesto, pero no siempre me resulta esa táctica con el capataz, porque es solapado y astuto. Menos mal que en esa ocasión se quedó rezagado en el hotelito de Toulouse Lautrec y no vino a jorobarme en la cabaña.

Transcurrió una hora, tal vez dos, callados. No sé lo que pasaba por la mente y el corazón de Willie, pero yo imaginé que en esa hamaca me desprendía, pedazo a pedazo, de mi yelmo oxidado, mi pesada armadura de hierro, mi picuda cota de malla, mi peto de cuero, mis botas remachadas y las patéticas armas con que me he defendido y he defendido a mi familia, no siempre con éxito, de los caprichos del destino. Desde tu muerte, Paula, suelo perderme en tu bosque, tranquilas excursiones en las que tú me acompañas y me invitas a escarbar en el alma. En todos estos años me parece que se han ido abriendo mis cavernas selladas y con tu ayuda ha entrado luz. A veces en el bosque me sumo en la añoranza y me invade una pena sorda, pero eso no dura mucho, pronto te siento caminando a mi lado y me consuela el rumor de las secuoyas y la fragancia del romero y el laurel. Imagino que sería bueno morir con Willie en ese lugar encantado, viejos, pero en pleno control de nuestra vida y nuestra muerte. Lado a lado, tomados de la mano, sobre la tierra blanda, abandonaríamos el cuerpo para reunirnos con los espíritus. Tal vez Jennifer y tú nos estén esperando; si viniste a buscar a la Abuela Hilda, espero que no te olvides de hacer lo mismo conmigo. Esos paseos me hacen mucho bien, cuando terminan me siento invencible y agradecida, por la tremenda abundancia de mi vida: amor, familia, trabajo, salud, un gran contento. La experiencia de esa noche en el desierto fue distinta: no sentí la fuerza que tú me das en el bosque, sino abandono. Mis antiguas capas de duras escamas se fueron desprendiendo y quedé con el corazón vulnerable y los huesos blandos.

A eso de la medianoche, cuando a las velas les faltaba poco para consumirse, nos quitamos la ropa y nos sumergimos en el agua caliente del jacuzzi. Willie ya no es el mismo que me atrajo a primera vista años antes. Todavía irradia fortaleza y su sonrisa no ha cambiado, pero es un hombre sufrido, con la piel demasiado blanca, la cabeza afeitada para disimular la calvicie, el azul de los ojos más pálido. Y yo llevo marcados en la cara los duelos y pérdidas del pasado, me he encogido una pulgada y el cuerpo que reposaba en el agua es el de una mujer madura que nunca fue una beldad. Pero ninguno de los dos juzgaba o comparaba, ni siquiera recordábamos cómo éramos en la juventud: hemos alcanzado ese estado de perfecta invisibilidad que da la convivencia. Hemos dormido juntos durante tanto tiempo, que ya no tenemos capacidad para vernos. Como dos ciegos, nos tocamos, nos olemos, percibimos la presencia del otro como se siente el aire.