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Willie me dijo que yo era su alma, que me había esperado y buscado durante los primeros cincuenta años de su existencia, seguro de que antes de morirse me encontraría. No es hombre que se prodigue en frases bonitas, es más bien tosco y aborrece los sentimentalismos, por eso cada palabra suya, medida, pensada, me cayó encima como gota de lluvia. Comprendí que él también había entrado en esa zona misteriosa de la más secreta entrega, él también se había desprendido de la armadura y, como yo, se abría. Le dije, en un hilo de voz, porque se me había cerrado el pecho, que también yo, sin saberlo, lo había buscado a tientas. He descrito en mis novelas el amor romántico, ese que todo lo da, sin escatimar nada, porque siempre supe que existía, aunque tal vez nunca estaría a mi alcance. El único atisbo de esa entrega sin reparos la tuve contigo y tu hermano cuando eran muy pequeños; sólo con ustedes he sentido que éramos un solo espíritu en cuerpos apenas separados. Ahora también lo siento con Willie. He amado a otros hombres, como sabes, pero aun en las pasiones irracionales me cuidé las espaldas. Desde que era una niña, me dispuse a velar por mí misma. En aquellos juegos en el sótano de la casa de mis abuelos, donde me crié, nunca fui la doncella rescatada por el príncipe, sino la amazona que se batía con el dragón para salvar a un pueblo. Pero ahora, le dije a Willie, sólo quería apoyar la cabeza en su hombro y rogarle que me cobijara, como se supone que hacen los hombres con las mujeres cuando las aman.

– ¿Acaso no te cuido? -me preguntó, extrañado.

– Sí, Willie, tú corres con todo lo práctico, pero me refiero a algo más romántico. No sé exactamente lo que es. Supongo que quiero ser la doncella del cuento y que tú seas el príncipe que me salva. Ya me cansé de matar dragones.

– Soy el príncipe desde hace casi veinte años, pero ni cuenta te das, doncella.

– Cuando nos conocimos, acordamos que yo me las arreglaría sola.

– ¿Eso dijimos?

– No con esas palabras, pero quedó entendido: seríamos compañeros. Eso de compañeros ahora me suena a guerrilla. Me gustaría probar qué se siente al ser una frágil esposa, para variar.

– ¡Ajá! La escandinava del salón de baile tenía razón: el hombre guía -se rió.

Le respondí con una palmada en el pecho, me empujó y acabamos bajo el agua. Willie me conoce más que yo misma y así y todo me ama. Nos tenemos el uno al otro, es para celebrarlo.

– ¡Qué cosas! -exclamó al emerger-. Yo esperándote en mi rincón, impaciente porque no venías, y tú esperando que yo te sacara a bailar. ¿Tanta terapia para esto?

– Sin terapia nunca habría admitido este anhelo de que me ampares y protejas. ¡Qué cursilada! Imagínate, Willie, esto contradice una vida de feminismo.

– No tiene nada que ver con eso. Necesitamos más intimidad, quietud, tiempo para nosotros solos. Hay demasiada pelotera en nuestras vidas. Ven conmigo a un lugar de sosiego -susurró Willie, atrayéndome.

– Un lugar de sosiego…, me gusta eso.

Con la nariz en su cuello, agradecí la suerte de haber tropezado por casualidad con el amor y que tantos años más tarde preservara intacto su brillo. Abrazados, livianos en el agua caliente, bañados por la luz color ámbar de las velas, sentí que me fundía en ese hombre con quien había andado un camino largo y abrupto, tropezando, cayendo, volviendo a levantarnos, entre peleas y reconciliaciones, pero sin traicionarnos jamás. La suma de los días, penas y alegrías compartidas, ya eran nuestro destino.

Fin (por el momento)