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De vuelta a su alojamiento, bajo una tarde de invierno no menos triste que la que le había visto llegar, Bálder se entretuvo en seguir a un grupo de operarios. Siempre con ellos precediéndole, atravesó la ciudad hasta el palacio arzobispal. Los otros rodearon el palacio y se esfumaron tras uno de los primeros portales del edificio anexo. Había un cierto bullicio por allí, provocado por un par de decenas de operarios que formaban tres o cuatro corros. Bálder anduvo un poco más, hasta uno de los últimos portales, que era el suyo. Para acceder a él por donde había venido, era preciso realizar un trayecto más largo que para llegar a los portales donde parecía habitar la mayoría. Sin embargo, sus aposentos estaban más cerca del palacio propiamente dicho, que se unía al anexo por uno de sus vértices. Bálder sospechó la existencia de un atajo por el otro lado, y se propuso buscarlo en cuanto tuviera ocasión.

Aquella noche, aunque tenía cansados los músculos y el cerebro, Bálder tardó en dormirse. Había podido asearse y cenar en calma, y no había tenido que enfrentar ninguna visita imprevista como la de la noche anterior. También había repasado sus dibujos. Pero cuando creía haber alcanzado el estado desde el que podría pasar sin mayores trámites al sueño, se encontró dando vueltas entre las sábanas. Oía a Aulo y veía la cara de Pólux, Níccolo era Horacio y Horacio un hombrecillo que se enredaba infinitamente en una red que en realidad eran los brazos de Bálder y le apresaban a él mismo. Hubo de soportar con resignación la mezcla aleatoria de imágenes que forma el paisaje implacable del insomne, sin poder detener el curso desbocado de sus pensamientos, midiendo con exasperación el tiempo hasta que ya no le quedaron fuerzas para tanto.

Despertó destruido, sin saber si había dormido una hora o tres. Durante todo el día siguiente compareció en su propia vida como un sonámbulo. Le hicieron la merced de no perturbarle demasiado o fue él mismo quien se hizo la merced de no enterarse. Mantuvo a Níccolo ocupado en la supervisión del entoldado y él se redujo a perfilar o hacer que perfilaba sus bosquejos, obstinándose en refutar mentalmente, con cierto éxito, la presencia indeseable de Pólux a su espalda. Comió otra vez con Aulo, aunque apenas cruzaron cuatro palabras entre el primer plato y el segundo. Por la tarde lloviznó durante una media hora, sin que el capataz estimara oportuno interrumpir los trabajos. Al atardecer, mientras la campana decretaba el final del día, Aulo le mostró con satisfacción la nave de lona concluida. El coro adquiría, bajo la lona pardusca, un recogimiento que lo alejaba tanto de la ambición vertical de las torres como del descuido del resto de la obra. Bálder contempló con adormilado optimismo su reino.

– Impresionante. Han trabajado como no creí que pudieran hacerlo -apreció.

– Disfrútalo, Bálder -recomendó Aulo, sin energía después de la jornada de acelerada actividad-. Mientras te dejen. Te dije que te odiarían y ya deben de estar al acecho.

– ¿Quiénes?

Aulo sonrió. Dejó que su vista se perdiera sobre el entoldado y luego la desvió durante un segundo hacia las torres. El cielo gris se ennegrecía, el viento aullaba y la lluvia seguía prendida de las nubes, sin decidirse a caer. El capataz echó a andar sin responder la pregunta del extranjero. Cuando estuvo a cuatro o cinco pasos, se volvió y dijo:

– Siempre hay alguien a quien debemos pagar por nuestra fortuna, lo mismo que por nuestras faltas. Está escrito en el libro.

Capítulo 3 LA NIEVE

La llovizna empapaba lentamente los tejados del palacio arzobispal. Bálder, mientras saboreaba el desayuno, miraba por la ventana y trataba de establecer la actitud que debería adoptar media hora más tarde, cuando estuviera frente a sus hombres y hubiera de transmitirles las primeras órdenes. La lluvia, tal y como caía ante sus ojos, silenciosa, continua, relajaba su espíritu y a la vez le infundía un vago desánimo. Con la mente apenas salida del sueño, percibió en la aguada mañana un signo del eterno fluir del universo, donde todo estaba en orden y nada era gobernable. La imagen era más amarga que apaciguadora, pero con eso debía partir hacia la obra y lo aceptó, como aceptaba hacer, sin carpinteros, una sillería completa en una catedral a medias.

En la escalera coincidió con un individuo delgado, muy joven, de tez amarillenta y cabello lacio y desvaído. Sus rasgos, ovales, tenues, y la media melena que gastaba, le daban un aspecto andrógino. Por su indumentaria, y por alojarse en su mismo portal, conoció que no se trataba de un operario. Le observó sin ocultar su curiosidad. El otro rehuyó su mirada y bajó casi a la carrera los peldaños que restaban hasta la calle. Bálder aguardó hasta que le oyó cerrar el portal y entonces salió tras él. Su vecino caminaba aprisa, bajo la lluvia que barnizaba de un brillo débil todas las cosas de aquella mañana. No tomó el camino que Bálder había estado utilizando, sino otro que el extranjero conjeturó que correspondía al habitual de los artistas. Poco después de pasar bajo una galería que comunicaba el edificio anexo con el palacio, llegaron a la calle principal. El resto del trayecto hasta la obra Bálder lo hizo pensando en sus asuntos, distrayéndose sólo de vez en cuando con los extraños movimientos del andrógino. En las proximidades de la catedral alcanzaron a unos cuantos operarios, entre los que su vecino se confundió rápidamente.

En el recinto, impulsada a duras penas por el capataz, la labor diaria se reanudaba sin entusiasmo, contagiados como estaban los demás implicados en la construcción por la tristeza de la mañana. Aulo volvía la vista al cielo, encapotado pero no lo bastante turbulento para esperar chubascos fuertes, y les acuciaba sin misericordia:

– Vamos, hatajo de inválidos. Son sólo cuatro gotas.

Bálder se dirigió hacia la nave, acechando de reojo a los hombres que maniobraban bajo la lluvia. Trató de captar diferencias entre la mirada que le dirigían los operarios y la de los otros, pero apenas advirtió, en todos sin distinción, un borroso despecho, que bien podía deberse exclusivamente a sus augurios fundados en lo que Aulo le había dicho la víspera. Ni era el momento ni la circunstancia para averiguar algo más al respecto.

Cuando se halló ante la entrada de la nave, Bálder reparó en que era la primera vez que pasaba bajo la lona. Una vez dentro, tres cosas llamaron su atención: la expectante inmovilidad de sus hombres, más o menos alineados tras un Níccolo sonriente; el alivio de la lluvia, que allí pasaba a ser un rumor remoto en lo alto de la lona; y sobre todo, porque era lo que amenazaba con ser más perdurable, la oscuridad. Dejó que su mirada vagara de una punta a otra de la nave. El espacio cubierto resultaba más extenso de lo que había imaginado, y sus hombres se veían empequeñecidos en la vasta y fría penumbra. Bálder tuvo un estremecimiento. Él era, en cierta forma, el dueño de aquel espacio. A él le correspondía dictar las reglas a las que se sometería el transcurso de los días en el interior del coro vacío. Contra lo que había temido mientras desayunaba, arbitró con soltura su primera disposición:

– Hay que alumbrar esto.

Sus subordinados de inferior rango exhibieron una escasa avidez ante las primeras palabras del maestro, pero Níccolo se apresuró a preguntar:

¿Cómo dice, maestro?

– Digo que hay que alumbrar la nave. Esa lona es demasiado gruesa. Ni hoy ni en días más claros tendremos luz suficiente para trabajar. Habrá que traer lámparas. ¿Es posible?

– Naturalmente. Paulo, Sexto, id al almacén. Que os den todas las lámparas que tengan.

La orden fue brusca, casi despótica. Paulo la encajó con rabia mal disimulada y Sexto con una especie de apatía.

– Un momento -intervino Bálder.

– ¿Sí? -se volvió Níccolo.

– Habrá que pedir sólo las que necesitemos.

– No creo que haya muchas. Y no sabemos cómo son -alegó Níccolo, con docilidad, pero también como si le hubiera ofendido la rectificación de Bálder-. Sugiero que pidamos todas las que tengan y que una vez que las hayamos instalado decida si bastan o hay que encargar más.

– ¿Crees que nos darán todas sus existencias?

– Lo mandan los canónigos.Todo lo que pidamos.

– Está bien. Haz como creas oportuno.

Níccolo se volvió a Paulo y a Sexto y confirmó la orden:

– Id.

Mientras los dos designados salían, Bálder repasó la lista de las tareas que debía encomendar a sus subalternos. Llamó a su lado a Níccolo. Sus otros ayudantes le observaban desde el mismo sitio donde los había encontrado al entrar. Casio parecía no haber dormido bien y Alio permanecía impasible.

– Lo primero -dijo a Níccolo-, es hacerse con esas lámparas. De las que consigan, querría una pequeña para mi mesa de trabajo. Traed la mesa que he estado usando en el barracón. Después hay que dejar bien limpio esto, empezando por descubrir el suelo que hay debajo de los escombros.Ve organizando un turno para barrer cada día. Aquel al que le toque deberá venir media hora antes que los demás. También podrá irse media hora antes, por la tarde.