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– No sé si eso lo permiten las normas, maestro.

– Tendrán que permitirlo. Prefiero perder cada día media hora de un hombre a trabajar entre la porquería. Hablaré de eso con el capataz. Cuando hayáis limpiado, tomaremos medidas exactas. Asegúrate de que para entonces tenemos lo necesario. Lo siguiente que habrá que hacer es traer las herramientas y la madera. Herramientas, todas, según vayan llegando. Por lo que se refiere a la madera, traed de momento la poca que había en el almacén. Más adelante habrá que tener la que no nos impida movernos con holgura.

Níccolo anotaba mentalmente las instrucciones de Bálder, asintiendo a cada una de sus palabras. Se le veía impaciente por empezar a cumplirlas. El extranjero no encontró nada más que encomendarle y se dispuso a dejarle ir. Pero antes quiso despejar una duda.

– Una última cosa -dijo, demorándose a propósito para estudiar la reacción de Níccolo-. Me gustaría entablar una relación más directa con los otros. No quiero que todo les llegue a través de ti, como si yo no quisiera mezclarme con ellos.

Su segundo torció sus pequeñas facciones en un gesto de asombro y se apresuró a espiar a Casio y Alio, que continuaban en su lugar, prestos a nada más que lo que sus superiores dieran en reclamarles expresamente.

– ¿Algún problema? -hurgó Bálder.

– Disculpe, maestro -tartamudeó Níccolo-. Estoy aquí para evitarle molestias. Yo puedo mantener la disciplina entre los hombres. No tiene por qué preocuparse usted de cosas insignificantes.

– Quiero preocuparme, Níccolo. Te pongo al mando, pero no harás de frontera entre ellos y yo.

En la cara de pícaro apareció una sombra de contrariedad.

– Si no confía en mí, quizá debería pedirle al capataz que me reemplace.

– Esto no tiene que ver con la confianza. Tampoco pienso sustituirte por ninguno de ésos, si es lo que te inquieta. Sólo quiero que mi idea de ellos no sea la tuya, ni su idea de mí la que voluntaria o involuntariamente tú les transmitas. Somos pocos y todos tendremos que hacer partes delicadas del trabajo.

– Se hará como diga, maestro -se rindió Níccolo.

– Gracias. Pon a esos dos en movimiento.

Casio y Alio, con disgusto el primero y escepticismo el segundo, acompañaron a Níccolo al barracón para traer la mesa de Bálder. El extranjero quedó solo.

Una vez que se hubo hecho a la singular calma de la nave, Bálder intentó estimar la altura y la profundidad que podría tener la sillería. Tres niveles de cuarenta y cinco asientos daban para consumir una buena parte del espacio que contemplaba. No concebía disponer sin más unos detrás de otros, pero tampoco podía colocar las cabezas de unos canónigos a la altura de los pies de los que ocuparan el nivel siguiente. Aunque el coro tenía la altura suficiente para permitir esta solución, había de pensar en lo que el arquitecto hubiera previsto situar sobre la sillería. En ese momento oyó la voz de Aulo a su espalda:

– No hace mala mañana aquí dentro. ¿Me cobijas un par de minutos bajo tu lona?

– Usted sigue siendo el capataz, fuera o dentro. Y no es mi lona.

– No sé qué decirte.

– ¿No va a parar los trabajos?

– Llueve poco, por el momento. Y hemos perdido dos días haciéndote este precioso refugio.

Me pregunto por qué cuenta los días de retraso -dijo Bálder-. Por lo que llevo visto y oído, es usted el único al que le interesa eso aquí. Los demás, en cuanto se les da oportunidad, se precian de estar al corriente de que la catedral no va a acabarse. ¿Cómo se las arregla, capataz, para resistirse a la evidencia?

Aulo sonrió, mientras se frotaba los ojos.

– Te lo dije hace un par de días -explicó-. Yo me preocupo de lo que a nadie preocupa. Es una manera de ser.

– Soy extranjero, no retrasado, Aulo. Si no va a contestarme, dígalo francamente.

Aulo caminó hasta el centro del coro. Revisó el entramado que sujetaba la lona por encima de sus cabezas, con aire de desapasionada profesionalidad.

– Tendré que hacer que aseguren esa zona -observó, señalando una de las esquinas-. El viento sopla fuerte, a veces, cuando viene del Noroeste. Tal y como está ahora, podría salir todo volando.

– Me gustaría de verdad conocer sus razones -insistió Bálder, pasando por alto las reflexiones técnicas del capataz.

Aulo se dio la vuelta y le miró fijamente, enseñando un semblante gastado y risueño.

– ¿Te gustaría? ¿Y para qué, Bálder? Mi cometido no tiene nada que ver contigo. Cuando lleves dos meses aquí ni siquiera me verás si apuntas los ojos en mi dirección. Te molestará un poco el ruido que hago al gritar, te quejarás si no te llegan los suministros, y eso será todo. Ahora no conoces a nadie y te aferras a mí. Eres como un polluelo buscando a quien puso el huevo. Lo he vivido antes, y la verdad, ya sólo me aburre. Afortunadamente, no tardarás en superarlo.

– No está contestando a mi pregunta. ¿Por qué sigue empujando si sabe que nadie se lo va a agradecer?

– Ah, ya veo. Me provocas para que diga, por ejemplo, que tú no sabes si me lo van a agradecer o no. Y eso nos llevará a otra pregunta: ¿Cuál es la misteriosa misión de Aulo? Elige respuesta en el repertorio de tu fantasía, Bálder. No quiero decepcionarte con la realidad.

– Pruebe a ver. Aulo se deshizo de su sonrisa.

– Si alguna vez averiguas qué pinto aquí, no será porque yo me tome el trabajo de abrirte mi corazón -aseveró-, aunque carece de toda importancia. Apúntalo y no lo olvides en lo sucesivo. Puede valerte también para tratar con los otros. Aquí nadie tiene amigos, en el verdadero sentido de la palabra. Algunos se juntan a veces, para no tener que defenderse todo el tiempo de todo el mundo, pero siempre hay quien se aprovecha de la cercanía para asestar un golpe con ventaja. Por eso yo no me junto con nadie. Y menos con el último que llega.

Por alguna razón, Bálder recordó entonces el breve cambio de impresiones que acerca de Aulo había mantenido con Horacio, el escultor de mujeres. Cansado de no obtener ningún resultado, atacó:

– Mientes, capataz. No es eso lo que estás pensando. Aulo recobró la condescendencia habitual en su actitud hacia Bálder. Despacio, razonó:

– Si mintiera, y notaras algo realmente, sería poco juicioso que me lo echaras en cara. Hablo en términos generales, no te precipites a sacar conclusiones.

– Soy extranjero. No sé lo que hago.

Aulo suspiró.

– Esta conversación acaba de tocar fondo, me parece -dedujo pausadamente.

– Estamos de acuerdo -suspiró Bálder a su vez-. Cambiando de asunto, necesito ver los planos del coro. Los del arquitecto.

El capataz enarcó las cejas.

– ¿Para qué? -preguntó-. El coro es tuyo. Los planos serán los que tú hagas.

– Pensé que podía estar previsto poner algo sobre la sillería.

– ¿Como qué?

– Un órgano, una balaustrada. Qué sé yo.

– Prescinde de eso. El órgano va en otro sitio, y una balaustrada ya la harán si dejas espacio y hay operarios ociosos. Si no los hay, pueden encargar frescos, o cualquier otra cosa, o nada. El proyecto está lleno de lagunas. A la gente como tú se la llama para que las llene. Eres libre, Bálder. No busques excusas si no sabes qué hacer. Deja el hueco para otro.

– No he dicho que no sepa qué hacer.

– Yo tampoco. Era una suposición, nada más -aclaró Aulo, encogiéndose de hombros y dirigiendo sus pasos de regreso al exterior del coro.

– Otra cosa -le detuvo Bálder-.Tengo previsto que cada día uno de mis hombres venga media hora antes, para limpiar. A cambio se irá media hora antes de la hora de salida.

– Eres un individuo muy pulcro.

– Quería saber si hay algún impedimento.

– No creo que eso distorsione gravemente el desarrollo de la obra. Tú hazlo. Si a alguien le molesta ya te avisaré. Con tu permiso, regreso a la lluvia. Ya me estarán echando de menos.

– Te veré a la hora de la comida.

Aulo resopló y repuso:

– Si no hay otro remedio. Tampoco me maravillan mis soliloquios al calor de la sopa.

Al tiempo que Aulo salía, llegó Níccolo con Alio y Casio, y éstos con la mesa. Níccolo traía en una caja los útiles de dibujo de Bálder. La mesa, siguiendo las indicaciones del extranjero, la colocaron en el extremo derecho de la nave, en la zona anterior. Desde allí gozaba de una buena perspectiva y estaba menos expuesto al frío que en el lado izquierdo, donde se encontraba la entrada que habían practicado en la lona. Pese a todo, temió los momentos de inmovilidad que pudiera pasar allí. Bajo la lona no podían encenderse hogueras, como las que prendían a veces los hombres en el exterior para calentarse cuando descansaban del esfuerzo físico. Dijo a Níccolo:

– Consigue también una estufa, o mejor, unas cuantas. No quiero neumonías entre nosotros, si puede evitarse.

Alio recibió esta vez el encargo, mientras en el rostro de Casio se transparentaba la desgana con que admitía el destino de verse sometido al imperio conjunto de Bálder y Níccolo. El extranjero sorprendió su gesto y optó por abordar directamente el problema:

– Casio, ven aquí.

El llamado se acercó despacio, bajo la recelosa observación de Níccolo. Cuando tuvo al hombre ante sí, Bálder preguntó sin circunloquios:

– ¿Quieres que le pida al capataz un sustituto? Otro en tu lugar, quiero decir.

– Yo, no… -titubeó Casio.

– No te recrimino nada. Puede que prefieras estar en otro sitio. Si es así, dilo. Haré lo posible para que lo consigas.

Bálder le buscó la cara, pero Casio, que había enrojecido de manera visible, la mantuvo fuera de donde el extranjero pudiera encontrarla. Haciéndose una violencia que le era imposible disimular, el operario declaró: