– Estoy bien aquí.
Bálder no se dio por satisfecho:
– No nos entenderemos si empiezas engañándome. No trates de huir de la intemperie a toda costa. Si no te gusto, elige el frío. Será mejor para los dos.
– Es pronto para decir si me gusta o no -replicó Casio, con impertinencia.
– En ese caso te ruego que dejes de comportarte como si hubieras decidido esa cuestión. Y cuando la decidas, decídela con todas las consecuencias. Escojas lo que escojas tendrás mi apoyo, ante quien haga falta. No sé si lo entiendes. No estoy hablando por hablar.
Casio alzó la vista y afirmó, inconvincente:
– Le entiendo, maestro.
Para empezar con aquel hombre, pensó Bálder, era suficiente. Le hizo ademán de que se marchara y resumió:
– Está bien. No quiero sorprender a nadie.
Durante la corta conversación con Casio, Bálder había estado vigilando de reojo a Níccolo, que no había dejado escapar detalle de lo que ambos hablaban. Mientras el operario regresaba a su tarea, el extranjero llamó a su segundo con una seña. Cuando estuvo a su lado, en voz lo bastante baja como para que el otro no les oyera, le consultó:
– ¿Tienes algún comentario?
– No creo que me corresponda hacerlos, maestro.
– Habla con libertad.
– No puedo decir lo que debe hacer. Debo hacer lo que me diga.
– ¿Es un juego de palabras?
– Es como están organizadas las cosas. Nada más.
– Dime algo, al menos. ¿Llegarán a adaptarse a mi método?
– No puedo responder. Yo todavía no lo comprendo. Bálder le contempló con simpatía.
– Te agradezco la franqueza. Pero también te agradecería que intentaras ir comprendiendo. Ayudaría para hacer lo que tenemos que hacer.
– No quedará porque yo no lo intente, si se trata de ayudarle.
Anda, muéveme a los hombres. Quiero esto iluminado y limpio cuanto antes. Necesito hacerme una idea clara de lo que tenemos.
En ese momento llegaron Paulo y Sexto con las lámparas. Siguiendo las órdenes de Níccolo, los hombres las instalaron todas, las encendieron y el coro quedó alumbrado, sin exceso.
– Ya le dije que andaríamos justos -gritó Níccolo, que observaba la nave desde el otro extremo.
– Podemos arreglarnos -aprobó Bálder-. Ahora poned las estufas.
Alio acababa de entrar con cuatro estufas, que situaron en las cuatro esquinas del coro, una de ellas a escasa distancia de donde había quedado colocada la mesa de Bálder. Acto seguido Níccolo comenzó a dirigir las labores de limpieza, imitando a escala reducida, en correspondencia con la menor extensión de su territorio, algunos de los modos de Aulo. Contra lo que el extranjero había supuesto, su voz modulada para la sumisión no flaqueaba al espolear a los otros.
Mientras sus hombres trabajaban, Bálder se sentó a su mesa y repasó sus planos, los que había hecho dos días antes y apenas retocado la jornada anterior. Confrontó las formas ideales que su cerebro y su mano habían llevado al papel con el espacio real al que tenía que adaptarlas. Sin prisa, aguardando a que todo estuviera limpio y pudieran tomar medidas para afinarlos más, empezó a trazar, a partir de los primeros bocetos, nuevos esquemas de la sillería. Abstraído en este ejercicio, Bálder dejó transcurrir plácidamente la mañana. Cuando sonaron las cinco campanadas que anunciaban el almuerzo, indicó a Níccolo que interrumpieran el trabajo. Los hombres se fueron enseguida. Él se entretuvo en reordenar sus papeles y recoger la mesa. Antes de salir advirtió que Alio seguía allí. Estaba sentado en un rincón de la nave, arreglando algo en su calzado, sin cuidarse de su presencia. Bálder tuvo la tentación de acercarse y al mismo tiempo la intuición de que no debía ensayar con el carpintero una maniobra similar a la que había utilizado con Casio. La distante docilidad que Alio había exhibido durante toda la mañana no tenía nada en común con la actitud del otro. A pesar de estas reservas, el extranjero se dirigió a su ayudante:
– ¿Algún problema?
Alio no levantó la cabeza.
– Pura rutina -informó-. Me lastimé el pie hace un par de meses. Ya está bien, pero a veces se me resiente.
– Si tienes molestias, vete a descansar.
– No es necesario, gracias.
Bálder dudó un segundo y después, forzadamente, dijo:
– Así que fuiste carpintero.
– Sí. Lo fui.
– ¿Dónde?
Alio le miró por primera vez.
– ¿Le importa eso? -preguntó.
– No exactamente eso. Sí cuánto conoces el oficio.
– Lo conozco. Más que los otros. Quizá más que usted, pero para asegurarlo tengo que verle trabajar. Hasta ahora sólo le he visto decir lo que tenemos que hacer y dar la sensación de que planea el futuro.
Bálder rió, o trató de reír.
– Sí, es posible que no sea tan buen carpintero como tú -aceptó-. En cualquier caso, no pienso ocuparme del trabajo de carpintería propiamente dicho. Quiero que lo hagas tú, y que adiestres a los otros. Yo necesito tiempo para tallar. También pretendo enseñar a tallar a quienes resulten ser más habilidosos. Si te interesa, cuento contigo.
– Nada aquí me interesa especialmente -contestó Alio, sin embarazo-. Procuraré hacer todo lo que mande.
Bálder titubeó otra vez. Sin embargo, le costaba retroceder una vez que se había acercado a aquel individuo.
– No me pareces el tipo de hombre que se contenta con ser un operario -apostó, aguantándole a duras penas a Alio el brumoso aplomo de los ojos-.Te ofrezco hacer funciones de artista.
– Se equivoca.
– ¿Qué quieres decir?
– Que me contento con ser lo que soy. Que nunca, ni porque usted me lo prometa, ni porque yo me deslice soñándolo, seré lo que los canónigos han decidido que no sea.
– Olvida a los canónigos. No hay ninguno por aquí. Y espero que no los habrá normalmente.
– No lo tome al pie de la letra. Es una forma de hablar. Por sí mismos, los canónigos no significan nada, al menos para mí.
– No te muerdes la lengua.
– No espero sacar beneficio por mordérmela.
– ¿Ni sufrir perjuicio por no hacerlo?
– No tengo qué perder. Quizá los otros lo tengan. No sé, no entro en la vida de nadie. Lo que es seguro es que usted sí tiene qué perder, maestro. Cuide lo que habla y con quién.
– ¿Debo tomarlo como un consejo?
– Eso es cosa suya. Sólo le pido que no se haga ilusiones conmigo. Para eso tiene a Níccolo, que le reconoce como amo. Yo trabajo para el Arzobispado y el capataz me dijo que le obedeciera. Eso es todo. ¿Puedo ir a almorzar?
– Sí, claro -dijo Bálder, confuso.
Alio salió al exterior, donde la llovizna caía ahora casi imperceptiblemente. Bálder le vio alejarse con su paso regular, algo cargado por la lesión que afectaba al pie izquierdo. Después echó a andar bajo las gotas levísimas y tomó el camino del comedor.
Durante la comida Aulo insistió una y otra vez sobre las ventajas de que Bálder disfrutaba bajo la lona.
– Lo bueno de lo tuyo -discurrió en voz alta, mientras sostenía la cuchara sobre el cuenco de sopa-, es que vale tanto para el invierno como para el verano. Ahora puedes reírte del frío, con tus estufas.Y cuando llegue julio, y a los desgraciados les chorree el sudor sobre la piel quemada, tampoco sufrirás molestias. A la sombra, con un poco de ventilación, vuestra vida será de lo más confortable.Voy a solicitar que me degraden, por si me admites en tu cuadrilla. Haría todo lo que me dijera Níccolo, puedes estar seguro.
– Algunos de mis hombres no parecen contentos con su suerte -comentó Bálder, con cierto fastidio.
– Estarán fingiendo, no sea que les vayas a notar el entusiasmo y les obligues a trabajar como bueyes.
– Trabajarán como bueyes de todas formas.
– ¿Por eso los cuidas tanto? ¿O es por cuidarte tú? Bálder dejó el cubierto sobre la mesa.
¿Acaso se supone que tengo que dejarme morir de frío? Si es así, olvidaron incluirlo en mi contrato. Me fuerzan a que trabaje en el recinto, y lo hago. Me instalan una lona, y no me opongo. Veo que tengo un modo sencillo de evitar que mis hombres, y de paso yo mismo, caigamos enfermos, y lo utilizo. Nadie se ha preocupado de indicarme que estaba prohibido.
– Aquí hay pocas cosas prohibidas. Cada uno sabe lo que no debe hacer.
– Excepto yo, parece.
– No he dicho eso. No están prohibidas las estufas. Si lo estuvieran no las habría en el almacén. Quizá otro en tu lugar no se habría atrevido, pero puede que eso sea algo a tu favor. El tiempo lo dirá. Yo no me precipito en mis juicios.
– Tú no te precipitas en nada, Aulo. Confieso que al primer vistazo me engañaste. Otros disimulan callándose. Tú disimulas a gritos.
– Tengo un oficio que me exige gritar. Quizá no sea un buen oficio, ahora que lo mencionas. Es el que acerté a buscarme.
– No sé, capataz, creo que por mucho que te esfuerces no voy a ser nunca capaz de compadecerte.
– Puedo vivir sin ello, no te apures -bromeó Aulo, apartando la sopa con una mueca de fatigada repugnancia.
Durante las dos primeras horas después de la comida Bálder siguió trabajando en sus papeles, mientras los hombres terminaban la limpieza del coro. Cuando Níccolo osó acercarse a interrumpirle, el recinto había cambiado por completo de aspecto. Limpio parecía más grande, y al aumentar la sensación de tamaño aumentaba también la de vacío.
– No sé si da su aprobación, maestro -imploró Níccolo.