– Sí, cómo no -concedió Bálder, a la vez que dejaba la pluma sobre el tablero-. Queda tiempo para tomar las medidas. Coged las cintas.
Níccolo organizó a los hombres de acuerdo con las indicaciones de Bálder, que fue designando las distancias que le interesaba conocer con precisión. Estaban midiendo la profundidad del coro cuando, en la boca abierta en la lona, apareció una figura tambaleante.
– Salud, Fálder, y familia -farfulló el recién llegado, a quien no fue difícil identificar como Pólux antes de que la luz de una de las lámparas descubriera completamente su rostro.
Níccolo se volvió hacia Bálder, y lo mismo, un segundo después, hicieron los otros cuatro hombres: Sexto sin expresión definida, Paulo al acecho, Casio con un indisimulable regocijo y Alio con prudencia.
Bálder enfrentó la mirada de los cinco, sin alterarse.
– No recuerdo haberte invitado, Pólux -amonestó al intruso.
– Te perdono por ello, amigo mío. Ya sabes que no soy hombre de ceremonias. Me he permitido invitarme yo mismo a la inauguración. Traigo algo para bautizar tu palacio. -Y alzó la mano para mostrar la botella que blandía con poco respeto de la vertical.
– Éste es un lugar de trabajo y estamos trabajando.
– No por mucho madrugar amanece antes. Deja para mañana lo que puedas no hacer hoy.
– Estás borracho -observó Bálder, y con una pizca de desprecio preguntó-: ¿Es que no se te ocurre otra forma de hacer pasar el día?
Pólux se frotó la mejilla. Después, reflexionó:
– Sólo los cretinos y los héroes permanecen serenos, mientras padecen el oprobio de existir. Poseo experiencia sobrada para saber que el heroísmo resulta sumamente infrecuente. Así que me inclino por pensar que eres un cretino, maestro.
Bálder encajó el venablo sin conmoverse, observando a sus hombres.
– ¿Hay algo que te parezca que puede divertirnos, Casio? -preguntó, prescindiendo de la presencia de Pólux.
Casio truncó apresuradamente la sonrisa que había dejado que iniciaran sus labios y permaneció callado.
– No va a defenderse, maestro, no seas canalla -rió ruidosamente Pólux-.Yo sí puedo defenderme. Atácame a mí otra vez. He visto pocas cosas tan graciosas como la cara de puerro que se te pone cuando me insultas.
Bálder retiró la vista de sus hombres y echó a andar hacia el visitante. Caminó despacio, en linea recta, mirando al suelo y sin sacarse las manos de los bolsillos. Cuando llegó a donde estaba Pólux se detuvo y limpió con la punta del pie un grano de arena imaginario sobre el pavimento.
– No tengo la menor intención de insultarte -explicó al estucador-. No despiertas mi curiosidad hasta el extremo de pararme a pensar insultos para ti. Ni siquiera me importa por qué vienes a estorbarme sin que te haya hecho nada. Solamente te exijo que te vayas, y que no vuelvas.
– Por lo que veo, en tu país la hospitalidad goza de escaso prestigio -juzgó Pólux-. Qué otra cosa se puede esperar de un sitio donde morirse sobrio es virtud.
– No creo que conozcas mi país lo bastante.
– Lo conozco de sobra. Está por todas partes, maestro. Tiene tantos hijos que cansa contarlos. Me he equivocado empeñándome en darte alguna probabilidad. Un error disculpable, fruto de la novedad y de alguna flaqueza del cerebro. Ahora veo que eres de los que merecen su destino.
– Rectifica pues. Vete.
– Tendrás que echarme. No son ganas de seguirte viendo, es el orgullo que me impide obedecer a un imberbe.
Los hombres presenciaban en silencio el duelo entre el maestro y el intruso, sorprendidos por la dureza del primero e intrigados por la verborrea del otro. Bálder percibió, no obstante, el retraimiento de Níccolo, el sutil desdén de Alio.
– Te estoy echando -dijo a Pólux.
– No así. Así no lograrás que me vaya.
Titubeante, el extranjero sacó las manos de los bolsillos. Las acercó a los hombros de Pólux, con intención de hacerle girar. El otro las miró con compasión, y cuando fueron a posarse sobre su cuerpo disparó el brazo y las apartó con tal fuerza que Bálder estuvo a punto de perder el equilibrio.
No tuvo espacio ni calma para pensar. Su mente oscurecida emitió una orden furiosa y lanzó un puñetazo que topó con un rostro de esponjosa consistencia. El agredido cayó sin sentido, rompiendo con estrépito contra el suelo la botella que sujetaba. Bálder reparó en que se había desplomado sin soltarla, como si los dedos de Pólux asieran el vidrio con independencia de su voluntad. Incluso en el suelo retuvieron el gollete al que sólo permanecía unida una mínima parte de lo que había sido la botella. Luego notó el dolor que acudía a sus nudillos. Aunque aquél era el primer puñetazo que pegaba desde su infancia, le había dado con toda el alma.
La cabeza de un operario, atraído por el ruido, asomó en la abertura de la lona y desapareció inmediatamente. Bálder se quedó por un instante sin saber qué hacer. Alio se aproximó al hombre tendido, se agachó a su lado y le levantó el cráneo. La nariz sangraba y tenía los ojos cerrados.
– ¿Cómo está? -inquirió Bálder.
– Fuera de combate -apreció Alio, con indiferencia-. No morirá de ésta, si desea un diagnóstico. Un excelente golpe, maestro.
En eso apareció Aulo en el coro. Solo, como siempre.
– ¿Qué demonios ha pasado aquí? -tronó.
– Vino a provocar. Tuve que golpearle -informó Bálder, sin firmeza. Buscó algún apoyo de sus hombres. Todos se mantuvieron al margen, que era casi apoyar una reprobación. Níccolo, desde la otra punta del coro, le contemplaba inmóvil, perfectamente anulado.
Aulo se inclinó sobre el hombre derribado. Alio le tranquilizó:
– El puñetazo fue fuerte, pero no se ha hecho daño al caer. Está más borracho que lastimado.
Aulo se levantó y se dirigió a Bálder:
– Ven conmigo.
Afuera la lluvia caía con cierta intensidad. Al sentirla en su cara Bálder comprobó que estaba indeciblemente fría. Un grupo de operarios se había arremolinado ante el coro. El extranjero acertó a distinguir también a algún artista. Aulo dispersó al grupo sin contemplaciones:
– A los que quieran quedarse a mirar les garantizo que tarde o temprano caerán de un andamio alto. Me empeñaré personalmente en ello.
Los hombres volvieron a sus ocupaciones. Aulo se aseguró de que aquello quedaba despejado y repartió un par de órdenes perentorias a algunos que se rezagaban. Después llevó a Bálder junto al muro. Con voz templada, le dijo:
– Conozco a Pólux. Sé que es un buen hombre y nunca se ha peleado con nadie. Lleva muchos años aquí y vive en paz con su conciencia.Antes de despreciarle por su botella debes meditar que estar en paz no resulta sencillo para algunos hombres. Te confío esto para que entiendas por qué creo que has tenido tú la culpa. Antes de que desperdicies esfuerzos, te aseguro que no podrás convencerme de que no tuviste más remedio que apalearle.
– No voy a intentarlo -repuso Bálder, con una mezcla de cansancio y pudor tardío.
– Párate y piensa alguna vez. Si sigues equivocándote tanto y tan pronto no tendrás ninguna oportunidad de que esta gente te acepte.
– ¿Es que he tenido o tengo alguna oportunidad?
– No soy aficionado a esa clase de vaticinios. Mi trabajo es que esto funcione; por inconcebible que pueda resultarme, que todos, tú incluido, funcionéis. No perderé tiempo cruzando apuestas con nadie acerca de tu futuro. Cuando me convenza o me convenzan de que no sirves, habrás dejado ya de ser un problema para mí. -Y suavizando su tono, el capataz agregó-: Estás solo pero no voy a apiadarme, porque yo he sobrevivido más solo que tú. No sé si me estoy explicando. No te amenazo, porque no me importa tu suerte ni podré decidirla nunca. Forma parte de mi sueldo advertir a los descarriados, y eso es lo que hago ahora contigo. No vas a ningún sitio entrando en reyerta con un hombre que no daña a nadie.
– Comprendido.
– No, no comprendes. Tienes cinco subordinados esperándote y nunca van a creer en ti. Eso es lo que tienes que comprender.
– He dicho comprendido, capataz. ¿Puedo irme?
– A donde te plazca. Eres un artista.
– Bien. Gracias por tomarte el trabajo.
– No hay de qué. Lo hago sólo para que mis hijos calmen el estómago.Así duermen y me dejan dormir.
Esa misma tarde, cuando Bálder regresaba a la ciudad, después de haber medido el coro con la colaboración reticente de sus hombres, empezó a caer la nieve. Al principio eran apenas unas pocas pelusas de hielo, pequeñas y casi ingrávidas. Ya durante el camino hacia su alojamiento, el extranjero pudo experimentar cómo la nevada arreciaba sobre las oscuras callejas. Media hora más tarde, mientras la espiaba tras la ventana, la nieve se adensó hasta llenar el aire, y en las horas que siguieron se extendió sin prisa sobre la tierra, como la piel nueva de un animal dormido. Aquella noche descansó mal, aunque le producía un vago placer imaginar desde el calor de su lecho que la nieve se iba acumulando tenazmente en el exterior. No podía quitarse de la mente el recuerdo de la mano absurda de Pólux, aferrando el gollete de su botella pulverizada. Tampoco olvidaba que el almacenero, iniciado el temporal de nieve, declinaba cualquier responsabilidad sobre la demora que sufrirían los suministros que aguardaba. Necesitaba de un modo físico empezar a hacer, a variar algo en la parcela de la catedral y del mundo que le habían reservado. Pero había estrellado sus fuerzas, en una maniobra estúpida, contra el escollo de Pólux, sin conseguir otra cosa que desandar lo poco que había adelantado. Y ahora debía enfrentarse a una parálisis cuya duración no cabía predecir. Tal vez el comienzo de los trabajos le habría ayudado a recuperar el prestigio perdido ante sus hombres. O tal vez no. Quienquiera que fuera quien había planeado su fracaso, lo había hecho a conciencia.