A la mañana siguiente, la nieve cubría los tejados, obstruía las puertas, anegaba las ventanas desde el parco asiento de los alféizares y transfiguraba el paisaje con sus nítidas superficies. Y aunque había perdido la intensidad profusa de la noche, seguía cayendo, sin descanso. Bálder se desplazó como pudo hasta la catedral, siguiendo el ejemplo y la estela de otras diez o veinte figuras oscuras que le ayudaron a orientarse entre la ventisca. Alcanzó el recinto aterido, exhausto, con los pies húmedos. Aunque ya era la hora de comienzo habitual de los trabajos, no había nadie en la obra. Vio que los que acababan de entrar por delante de él atravesaban el templo y se dirigían hacia el barracón que servía de comedor. No se le ocurrió mejor alternativa que seguirles también allí, y eso fue lo que hizo.
En el barracón estaban todos los que habían logrado llegar. En cuanto dejaron de zumbar sus oídos, Bálder distinguió la voz de Aulo. Sonaba tranquila, casi cálida.
– Sabéis lo que significa esto -decía-. Tendréis que hacer el sacrificio de venir hasta aquí, porque en cualquier momento puede mejorar el tiempo y entonces trabajaremos. Pero mientras eso no suceda, podéis tumbaros y descansar. Los que quieran jugar a los naipes que jueguen, y los que prefieran el vino que piensen que da un calor que pasa pronto y embota la cabeza. Si os parece que no os arrepentiréis en caso de tener que salir al tajo, bebed todo lo que queráis.
En ese momento el capataz se fijó en Bálder. Maliciosamente, dijo:
– Lo anterior vale para todos menos para los que tienen la faena bajo la lona. La nieve no cae allí dentro, así que podrán trabajar, si su responsable lo estima necesario.
Bálder comprobó en una breve ojeada que todos sus hombres estaban allí: Níccolo convenientemente apostado cerca de una estufa, Paulo y Casio juntos en un rincón, Alio sentado solo junto a una de las mesas y Sexto muy tieso en medio del mar de cabezas de los que escuchaban en pie al capataz. Avanzó entre los operarios, a quienes, sus caras lo proclamaban, no inspiraba la menor simpatía. Se acercó a Aulo y le pidió que le acompañara a unos metros de donde se congregaba el grueso de los hombres.
– Eso no me ha sido de mucha ayuda -observó Bálder, con encono.
– Es equitativo. Los demás no pueden hacer nada, pero vosotros sí.Alguna desventaja tenía que tener vuestro privilegio.
– ¿Era necesario decirlo para que lo oyeran todos?
– No veo qué inconveniente te puede causar.
– Eres un mentiroso o un inconsecuente. Ayer creí entender que tratabas de evitarme problemas.
– Entendiste bien.
– Entonces debes de ser tú el que no entienda. Creo que ya me detestan bastante sin necesidad de que me pregones.
Aulo mostró las palmas de las manos. Eran unas manos limpias y pequeñas. Con fingida humildad, razonó:
– Pensé que era una ocasión para que se resarcieran de la ventaja que en circunstancias normales disfrutáis tú y tus hombres.
– Podríamos haberlo hablado en privado. Les habrías evitado una desilusión. Mis hombres tampoco van a trabajar.
– Es tu decisión. Tú debes valorar las consecuencias.
– No es una decisión. No tengo herramientas, ni madera, y tardarán semanas en llegar. Lo único que mis hombres podrían hacer es traer las pocas cosas que hay en el almacén. Obligarles a hacerlo bajo la nevada es una crueldad innecesaria.
Aulo se encogió de hombros.
– No me debes ninguna explicación. El coro es tuyo. Haz lo que te parezca.
Bálder desafió al capataz.
– No creí que también tendría que cuidarme de ti. Aunque me lo avisaron.
– ¿Ah sí? Algún despistado, supongo.
– No me pareció despistado.
– Ni voy a preguntarte su nombre ni voy a morderme las uñas hasta que me lo digas.
– No tengo la menor intención. Otra cosa quiero que sepas: yo sí voy a trabajar.
– Abnegado gesto. Vas a impresionarles.
– Puedo hacer algo en el coro mientras nieva. Y para completar la tarea en la que estoy pensando me vendrá bien estar solo.
– Me doy por enterado. Que te cunda.
Aulo se separó de Bálder como si deseara reducir su contacto con él a lo estrictamente imprescindible. Se abrió paso entre los hombres y fue a sentarse en su mesa de siempre, donde el extranjero había venido acompañándole. Ya jamás volvería a pedir ser acogido allí.
Llamó a Níccolo. Su segundo se separó de la estufa y acudió con presteza.
– Sí, maestro -dijo. Aunque su tono era de subordinación, Bálder no pudo evitar el barrunto de que algo se había aflojado en su actitud hacia él.
– Reúneme a los hombres -ordenó, y al punto rectificó-: O no, no hace falta. Diles simplemente que se quedan aquí, con los demás. Mientras no deje de nevar no puede hacerse nada. Que aprovechen para descansar o para lo que quieran.Yo me voy a la nave a terminar los planos, ahora que tengo las medidas.
– ¿Me necesita para algo? -se brindó Níccolo.
– No. Para qué. Quiero decir, no necesito ninguna ayuda para dibujar. Al contrario. Al menos, espero que nadie tenga la ocurrencia de ir a molestarme con este tiempo.
Antes de ir hacia la puerta, Bálder reparó en el pequeño grupo de artistas que se había formado a un lado de la gran sala. Entre ellos vio el semblante malévolo de Horacio, el escultor de mujeres. El otro le sonrió y terminó por saludarle con la mano. Los demás permanecían ocupados en sus asuntos. No vio a Pólux por ninguna parte, aunque tampoco le buscó con empeño. Se abrigó y salió sin despedirse de nadie.
Durante los días que siguieron, azotados sin pausa por la nieve que amenazaba con sepultar la catedral entera, trabajó con terca concentración en sus planos. Para paliar el frío, trasladó la mesa hasta la parte más abrigada del coro y situó dos estufas a su espalda. En alguna ocasión tuvo que acercar la pluma a las brasas para que la tinta volviera a licuarse. También hubo de procurarse una pala, con la que apartó de la entrada del coro la nieve que la bloqueaba durante la madrugada. Como las mañanas eran tenebrosas y las tardes una especie de noche, en el interior del coro la oscuridad era casi continua. Bálder dispuso en medio de la negrura su pequeña isla de luz, alimentada por la lámpara y por el anaranjado incendio de las estufas. Desde allí, cuando su atención trataba de desviarse del papel, no veía otra cosa que sus pensamientos, y éstos regresaban denodados al lento alumbramiento que le rescataba de la impotencia que había estado padeciendo. Aferrado a su pluma, navegando por el papel, conquistaba la certeza de sustraerse temporalmente a las asechanzas de aquel lugar. Mientras inventaba su obra ensanchaba el mundo, y a la vez evitaba que el mundo le comiera las entrañas. Consciente de lo muy débil y expugnable que era fuera de allí, se fortificó en un paisaje interior que se multiplicaba y poblaba a la olvidada velocidad de su imaginación. Algunos días prescindió incluso de la comida, momento adverso en el que había de ir hasta el barracón y soportar durante media hora el ruido de los demás. Reconoció, y no era ni mucho menos la primera vez, que en el contacto con otros, ya fuera en la conversación o en la pugna, en el mando o en la obediencia, se empobrecía y se deshabitaba hasta convertirse en una sombra errada y sin rumbo. Sin duda su destino habría sido extraviarse, de no haber dispuesto esporádicamente de aquella otra posibilidad: cuando acertaba a retirarse y suplicaba, cansado y herido, un reencuentro con el alma lúcida que todos los hombres poseen alguna vez y que muchos entierran sin homenaje. Entonces comprobaba con asombro que quedaban en él restos de aquella alma, y que atendían a su súplica. Entonces, sólo entonces, llegaba a creer que tenía algo que ofrecer a sus semejantes y aun a los dioses, si alguno había o alguno reparaba en las tribulaciones de los mortales. Algo de aquello conoció en los días febriles que pasó absorto en su obra y aislado por la nieve. La vida guardaba un camino para cada uno, y el suyo era contradictorio y difícil. No tenía otro modo de apreciar la existencia que rehuir y alterar casi todo lo que existía.
Una mañana, cuando hacía aproximadamente una semana desde el comienzo del temporal, Bálder vio desde la ventana de su cuarto que la nevada había cesado. Tras las nubes que cubrían el Levante se adivinaba otra vez el resplandor del sol. Aunque el camino hasta la catedral era tan penoso como en días anteriores, los hombres con los que coincidió mientras lo recorría avanzaban más ligeros, cambiando bromas y arrojándose enormes bolas de nieve. Bálder no disfrutaba del cambio, como tampoco entendía que los otros tuvieran razones para la alegría, ante la perspectiva de reanudar un trabajo con el que ninguno parecía gozar.
En la obra, Aulo, con nuevas energías tras la semana de descanso, dirigía las tareas de limpieza. Los hombres, sirviéndose de largas palas, apartaban la nieve con el propósito ingente de reintegrar la catedral a un estado que permitiera proseguir los trabajos. Bálder tomó directamente el camino del coro. Antes de entrar, la voz del capataz le detuvo:
– Espera.
Bálder se dio la vuelta y esperó hasta que Aulo, intentando no hundirse en sus pisadas, llegó a su lado.
– ¿Qué quieres? -preguntó entonces.
– No puedes entrar ahí.
– ¿Por qué?
– Mira.
Bálder alzó la vista y miró lo que Aulo le señalaba. Sobre la lona se había acumulado una gran cantidad de nieve, que la abombaba peligrosamente.